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  • EDICIÓN DE 06/09/2011
 
 

Reforma Constitucional

Hay que restablecer el pacto constitucional; por Jorge de Esteban, Catedrático de Derecho Constitucional

06/09/2011
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El día 5 de septiembre de 2011, se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Jorge de Esteban, en el cual el autor opina que hay que volver a lo que en su origen decía y quería la Constitución. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

HAY QUE VOLVER A LO QUE EN SU ORIGEN DECÍA Y QUERÍA LA CONSTITUCIÓN

En efecto, hay que restablecer el pacto constitucional, es decir, hay que volver a lo que en su origen decía y quería la Constitución. Al menos mientras que no se reforme por las vías establecidas en ella. Por eso, precisamente, no es cierto que se haya roto el pacto por la reforma del artículo 135, sino que con este nuevo artículo, además de seguir las directrices europeas, cabe afirmar que, de forma implícita, comienza la vuelta al pacto de 1978.

Restablecer ese pacto, no exige aceptar las continuas reivindicaciones de los nacionalistas en pos de una independencia fútil en la hora actual europea, sino, por el contrario, la conveniencia de recordarles que el pacto lo rompieron ellos: los nacionalistas vascos primero y los nacionalistas catalanes después. Los nacionalistas del PNV con el proyecto de Ibarretxe, que fue rechazado por las Cortes Generales, porque era un intento larvado de secesión. Es cierto que éste fue el único partido que no aprobó la Constitución, ya que se abstuvieron sus parlamentarios en la votación en las Cámaras, pero el pueblo vasco la aprobó mayoritariamente en las tres provincias. Por consiguiente, el pacto estaba vigente también en Euskadi, a pesar de la abstención del PNV. Por su parte, los nacionalistas catalanes aprobaron un Estatut que desbordaba - y continúa desbordando, a pesar de la Sentencia del Tribunal Constitucional- los límites de la propia Constitución, que igualmente fue aprobada masivamente por los catalanes. En definitiva, quienes han roto el pacto fundacional de este Estado han sido las minorías vascas y catalanas, que desean que su autonomía se convierta en soberanía, lo cual es una aberración por dos importantes motivos.

Por una parte, porque la Constitución, que se fundamenta en “la indisoluble Nación española”, y que posibilitaba la creación de un Estado bastante descentralizado, integrado por diversas comunidades autónomas que se han ido formando paulatinamente, hasta alcanzar 17, más dos ciudades autónomas, se encuentra en la actualidad en una profunda crisis, a causa de los excesos del llamado Estado de las autonomías.

Así las cosas, hay que recordar que la estructura que se desprende de la Constitución, en lo que respecta al Estado autonómico, se basa en unos cuantos principios, que paso a enumerar sucintamente: una lengua oficial para todo el Estado, sin perjuicio de que se reconozcan como cooficiales las que existan en algunos territorios; un poder judicial exclusivo para todo el Estado, hasta el punto de que es el único de los tres poderes clásicos que cita la Constitución como tal; una división de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, que no puede significar, en ningún caso, un vaciamiento de las competencias exclusivas del Estado; unos derechos fundamentales iguales para todos, sin que puedan existir privilegios de unos españoles sobre otros, en razón de la comunidad autónoma en que residan; una solidaridad entre todas las comunidades autónomas, que evite grandes desequilibrios sociales entre ellas; y, por último, unos símbolos nacionales que deben ser acatados por todos, sin perjuicio de los que se reconozcan también como propios de cada comunidad autónoma.

Pues bien, éste es el esquema escueto del Estado descentralizado que a través del pacto constitucional, fue aprobado mayoritariamente por los españoles. Sin embargo, estos principios básicos han quebrado por las actuaciones, como digo, de los nacionalistas vascos y catalanes. Es más: en ciertos casos, con la complicidad del Gobierno de Zapatero y hasta del propio Tribunal Constitucional, un árbitro que se ha ido escorando a favor de los nacionalismos o del partido mayoritario. Veamos los detalles. En primer lugar, no hace falta insistir mucho en que el español ya no es prácticamente el idioma oficial del Estado y de los ciudadanos en Cataluña. En segundo lugar, respecto al poder judicial, hemos visto cómo se ha querido fragmentarlo para crear unas taifas judiciales, en beneficio de una justicia local. En tercer lugar, las competencias del Estado se han ido achicando, especialmente a partir de la locura de los Estatutos de nueva generación, comenzando por el catalán, hasta el punto de que las comunidades autónomas han ido absorbiendo casi todas esas competencias, creando una administración elefantiásica que nos ha llevado a un déficit presupuestario patológico. En cuarto lugar, la solidaridad de que habla el artículo 138 de la Constitución ha brillado más bien por su ausencia, pues hay comunidades como Asturias o Extremadura, al margen del acierto o desacierto de los Gobiernos que han tenido, que están por debajo de la media nacional. Y, por último, los símbolos nacionales no sólo no se respetan, sino que en el País Vasco y en Cataluña han desaparecido de los entes territoriales. En definitiva, ¿quién ha roto el pacto constitucional? ¿Los dos partidos que representan a más del 80% de la población y que acaban de aprobar una modificación de la Constitución, según el procedimiento establecido en ella, o los partidos nacionalistas que ni siquiera representan a la mayoría de los habitantes de sus territorios, y que vienen rechazando sistemáticamente la Constitución, como primera norma del Estado, tratando de esquivarla o de violarla para lograr una soberanía plena?

Pero, por otra parte, también hay que tener en cuenta, que para bien o para mal, España ya no es “una unidad de destino en lo universal” como decían los falangistas, sino que es miembro de un club privilegiado en el que todos los socios son interdependientes. Lo cual significa que la soberanía, tal y como la definían los clásicos, ya no existe, sino que ahora es compartida por los estados miembros y por los organismos comunitarios. De ahí que empecinarse cada comunidad autónoma en querer disponer de su parcelita de soberanía, no llevaría más que al fracaso, porque sería ir en contra de la historia. Por eso, cuando el déficit presupuestario amenaza no sólo la economía de un país, sino la de todos en general, es lógico que los Estados, y no las comunidades autónomas o regiones, cada una por su cuenta, sean los que decidan las medidas que hay que tomar para atajar el déficit.

De este modo, con razón o sin ella, los dirigentes más poderosos de la Unión Europea piensan que una medida, aunque sea simbólica, para cortar el despilfarro de estos últimos años, puede ser la de establecer un techo de gasto en la Constitución, por lo que recomiendan que se modifique la misma en cada uno de los países más amenazados por el rescate. El presidente Zapatero, de buen o mal grado, en connivencia con el líder de la oposición y futuro presidente del Gobierno, si no hay un cataclismo, han llevado a cabo esa reforma, que ha puesto de manifiesto que si existe un pacto nacional de los dos grandes partidos, se puede volver a recuperar el perdido pacto constitucional. De este modo, es normal que los partidos nacionalistas se opongan radicalmente a esta reforma, no porque se rompa el pacto constitucional que rompieron ellos, sino porque empiezan a ver las orejas al lobo. Tal y como está la situación política en España, las próximas elecciones se asemejan bastante a unas elecciones constituyentes, puesto que lo que piden nuestros socios europeos es no solo acabar con el déficit presupuestario, sino que se acabe el desenfreno de las comunidades autónomas.

Se quiera o no, es claro que no existen más que tres posibilidades con respecto a la estructura de nuestro Estado de las autonomías: dejar las cosas como están, que sería algo así como que un avión fuese pilotado por un ciego. En segundo lugar, se puede recuperar el espíritu y la estructura que presentaba nuestro Estado autonómico, antes de la llegada al poder del presidente Zapatero, puesto que entonces se había casi perfilado de forma definitiva el modelo de Estado. Y, en tercer lugar, en vez de ir para atrás, se podría ir para adelante, estableciendo un Estado federal, al estilo del que existe en Alemania, el cual por cierto tiene actualmente una orientación centrípeta más que centrífuga, como exige la lógica de la integración europea. Ahora bien, salvo la primera posición que sería suicida, las otras dos exigirían una reforma profunda de la Constitución, de la que ha sido pionera la reforma del artículo 135.

Comparto, en parte, las objeciones que ese gran periodista que es Luis María Anson, planteaba en un reciente artículo, comentando otro mío anterior, en el que yo defendía la derogación del funesto artículo 168 de la Constitución. La ocasión que se podía haber aprovechado para conseguir tal objetivo, además de la reforma del artículo 135, ya ha pasado de largo, perdiéndose así la oportunidad que ofrecía la disolución anticipada de las Cámaras, para que después las nuevas la ratificasen, permitiendo asimismo que el obligado referéndum que se re requiere, acallase las bocas de los que se quejan de la falta de participación del pueblo en la reforma de la Constitución.

Como sostiene Anson, “pisamos, en fin, un campo de minas y estoy seguro de que eso no se le escapa a Jorge de Esteban. Sería magnífico que los españoles, sobre todo los de las nuevas generaciones votasen en referéndum una reforma constitucional que descargara la tensión del 168 y afianzara la unidad de España y la monarquía parlamentaria. Pero no se puede desconocer que los riesgos de desestabilización serían grandes y que no pocos políticos e intelectuales responsables prefieren dejar las cosas como están y afrontar el futuro sin zarandear lo sustancial de la Carta Magna española”. Sin duda, Anson tiene una gran parte de razón, pero si no se corta el nudo gordiano que representa el famoso artículo 168, no se podrá volver al Estado de las autonomías sin excesos que vislumbraba la Constitución, ni se podrá avanzar hacía el Estado federal, ni se podrá reformar el orden de sucesión a la Corona.

Porque, en resumidas cuentas, las zonas de penumbra que no se acaben iluminando, serán utilizadas por los nacionalistas para avanzar en su tesis de reemplazar la autonomía por la soberanía. Sin duda, no le espera a Mariano Rajoy un cielo limpio de nubarrones, los cuales se podían haber disipado sobremanera aprovechando la reforma del artículo 135. Como se dice en las corridas antes de que los toreros salgan al ruedo, que “Dios reparta suerte”.

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