En España, al igual que en muchos otros países, se ha establecido la tradición de declarar luto oficial nacional por el fallecimiento de figuras públicas extranjeras que han dejado una huella significativa en nuestra sociedad. Se declaró luto oficial por la muerte del socialista y expresidente de la Comisión Europea, Jacques Delors (2024), el presidente polaco Lech Kaczynski (2010), el rey Fahd de Arabia Saudí (2005) y el rey Balduino de Bélgica (1993). También se ha declarado luto por el fallecimiento de los últimos papas: Pablo VI y Juan Pablo I en 1978, Juan Pablo II en 2005, y el papa Francisco. No sucedió, en cambio, en mi opinión equivocadamente, tras la muerte de Benedicto XVI por haber renunciado al pontificado. Con todo, se declaró un luto oficial a nivel regional o local en muchas poblaciones.
La reciente declaración de luto oficial por la muerte del papa Francisco ha reflejado un intento de las autoridades españolas de unirse al dolor de millones de personas en todo el mundo que, independientemente de sus sensibilidades religiosas, han encontrado en el pontífice argentino un liderazgo espiritual que les ha brindado propósito, alegría y esperanza. Esta autoridad moral de Francisco ha sido significativa no solo en el ámbito religioso, sino también en los sectores social, político y cultural. Es innegable, por ejemplo, el impacto que ha tenido en el fortalecimiento del español como lengua global.
El liderazgo del papa Francisco ha trascendido fronteras por haber abordado cuestiones fundamentales que afectan a la humanidad, tales como la paz, la justicia social, la situación de los migrantes, la defensa del medio ambiente o la lucha contra la pena de muerte. Cincuenta jefes de Estado y 10 soberanos reinantes acudieron a su funeral. Por eso, la declaración de luto oficial debe ser interpretada no como un acto religioso en sentido estricto, impropio de un Estado aconfesional, sino como un signo de respeto y solidaridad hacia aquellos que se han beneficiado de su liderazgo espiritual y social. Sencillamente, el poder político ha sabido escuchar e interpretar con acierto el clamor de la ciudadanía.
La conmoción provocada por el fallecimiento de Francisco ha mantenido en vilo a miles de comunicadores de casi todos los medios, independientemente de su ideología. Este hecho evidencia que el interés por lo religioso ha experimentado un notable aumento en la esfera pública en esta temporada, a causa, primero, de los múltiples eventos de la Semana Santa y ahora del próximo cónclave papal. En este contexto, se entiende que muchas personas que consideran la religión como innecesaria e impropia de nuestra era secular se cuestionen, como lo hizo mi colega Brian Leiter en su provocador libro Why Tolerate Religion?, la justificación de aceptar un luto oficial para honrar a un líder religioso.
Aprecio la paciencia de quienes, en estos días tan ceremoniosos, no comparten cierta sensibilidad religiosa, al igual que admiro a aquellos que no son aficionados al fútbol durante las semanas de grandes competiciones deportivas. Pero se trata de una cuestión que no debe pasar del ámbito emocional y en modo alguno anclarse en la dimensión jurídica. Según el artículo 16 de nuestra Constitución, España no tiene religión oficial, pero los poderes públicos han de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. Esto implica que, aunque ninguna confesión religiosa tenga carácter estatal, el Estado debe reconocer y respetar la diversidad de creencias que coexisten en nuestro país. Aconfesionalidad no es indiferencia, exclusión, intolerancia hacia lo religioso, sino respeto, cooperación, porque la religión como tal es considerada un bien en sí misma con un reconocido valor constitucional.
La decisión política de excluir a una personalidad relevante de un posible luto oficial por el hecho de tratarse de un líder espiritual constituiría una discriminación por motivos religiosos, y por tanto contravendría el principio de libertad religiosa amparado por nuestra constitución. Debería categorizarse más como una manifestación insolidaria de intolerancia religiosa que como una expresión de respeto solidario hacia los no creyentes.