Diario del Derecho. Edición de 03/07/2025
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La independencia judicial en juego; por Javier Zaragoza, Fiscal de Sala del Tribunal Supremo

03/07/2025
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El día 3 de julio de 2025 se ha publicado, en el diario La Razón, un artículo de Javier Zaragoza en el cual el autor considera que la independencia judicial será una quimera si prosperan las reformas que se han puesto en marcha, y que todos seremos responsables -por acción o por omisión- de este despropósito.

LA INDEPENDENCIA JUDICIAL EN JUEGO

Dos acontecimientos judiciales acaecidos esta semana invitan a creer y a confiar en la independencia de la Justicia como baluarte esencial del Estado de Derecho frente a las intromisiones e injerencias de algunos responsables políticos que han venido sistemáticamente afeando y calumniando a nuestros jueces y tribunales por las resoluciones jurisdiccionales que han adoptado en diferentes investigaciones judiciales sobre presuntas conductas delictivas relacionadas con la corrupción de familiares del presidente del Gobierno y de cargos políticos de altísimo nivel muy cercanos.

Hoy la Justicia hace honor a esa imagen alegórica que la representa -con una venda en los ojos para aplicar la ley bajo el principio de igualdad, sea cual sea la condición del justiciable- ya que ha tomado decisiones debidamente razonadas, extraordinariamente justificadas y jurídicamente irreprochables sobre la situación personal de un investigado (para el que se ha acordado prisión provisional por auto del Magistrado instructor del Tribunal Supremo a solicitud de la Fiscalía Anticorrupción) y sobre el aforamiento de otro (para rechazarlo por considerarlo incurso en fraude de ley mediante auto del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura que ordena la devolución de la causa a la juez competente) prescindiendo de su responsabilidad y de su condición política. Así debe ser, ya que estamos hablando de ciudadanos iguales ante la ley sin privilegios ni tratos de favor.

Pero no podemos olvidar que en los últimos tiempos las resoluciones judiciales dictadas en ciertos asuntos con clara incidencia política venían siendo reprobadas públicamente, atribuyendo a los jueces y tribunales competentes un interés político y un torcimiento en la aplicación de la ley fruto de un previo posicionamiento ideológico, con acusaciones de “lawfare” incluidas. Esta actitud es gravísima, irresponsable y absolutamente incompatible con los principios y las convicciones democráticas, porque una de las reglas más elementales de una sociedad democrática es el respeto a la ley y a las decisiones judiciales.

La causa penal contra el fiscal general del Estado por una presunta actuación delictiva consistente en revelar públicamente información confidencial, infringiendo el deber de reserva, no solo ha provocado una furibunda y desmedida reacción de muchos responsables políticos, sino que constituye una buena muestra de los riesgos que se derivan de la utilización de las instituciones para fines distintos de los que legalmente tienen encomendados. Con independencia de la valoración jurídico penal que finalmente merezca dicho comportamiento, la batalla del relato no justifica alejarse de los principios de legalidad e imparcialidad, ni de la recta aplicación de la ley al margen de injerencias o interferencias políticas. Es la primera vez en la larga historia de esta institución que el máximo responsable del Ministerio Público es investigado en una causa penal por el Tribunal Supremo. No obstante, lejos de aceptar y respetar el papel que los tribunales tienen asignado en un sistema democrático, y de respetar la independencia judicial como una de las garantías básicas del Estado de Derecho, determinadas iniciativas legislativas -en un inquietante “sostenella y no enmendalla”- parecen más bien dirigidas a condicionar y restringir mediante reformas legales “ad hoc” la independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional.

La primera de ellas, tramitada como proposición de ley para evitar los preceptivos informes de los órganos consultivos del Estado (Consejo de Estado, Consejo General del Poder Judicial, Consejo Fiscal), al igual que sucedió con la ley de amnistía, recorta de forma importante el ejercicio de la acción popular restringiendo el catálogo de delitos en los que puede ejercerse, anulando por completo su intervención en la fase de investigación de los procesos penales, y limitando considerablemente la función jurisdiccional en la admisión de la “notitia criminis” cuando esta proceda de publicaciones en medios de comunicación, por lo que no cabe duda que se trata de una reforma legal que no responde al interés general y que es palmariamente inconstitucional en cuanto vulnera en términos inaceptables el derecho a la tutela judicial efectiva que consagra el art. 24 CE.

Una segunda iniciativa, esta sí tramitada por la vía ordinaria del proyecto de ley, pretende la reforma del sistema de oposiciones y del acceso a las Carreras Judicial y Fiscal, so pretexto de democratizar la Justicia como si la Justicia estuviera administrada por una casta judicial que actúa a modo de contrapoder político. Es evidente que el actual sistema de oposición libre para el acceso a ambas Carreras es el más justo y equitativo porque se basa única y exclusivamente en la capacidad, el estudio y la preparación técnica del opositor. El nuevo sistema que se pretende implantar aumenta el nivel de discrecionalidad en la selección de los opositores, en tanto que la misma se hace más permeable a criterios o sesgos ideológicos. La medida consistente en la incorporación automática de los jueces y fiscales sustitutos a las Carreras Judicial y Fiscal, sin filtros suficientes y sin pruebas selectivas adecuadas, en condiciones manifiestamente ventajosas respecto a los funcionarios de carrera, contraviene palmariamente los principios de mérito, capacidad y preparación técnica absolutamente indispensables para el ejercicio de tales funciones. No solo se trata de una reforma absolutamente innecesaria, sino que viene claramente auspiciada por el intento de control político del estamento judicial.

La tercera de ellas es el cambio de modelo de proceso penal para atribuir la dirección de la investigación criminal al Ministerio Público, una cuestión que llega en el peor momento dada la evidente dependencia que actualmente se percibe respecto al Poder Ejecutivo y la debilidad institucional que padece. Se quiere convertir al fiscal en director de la investigación y de la Policía Judicial como paso previo y complementario a la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Como ya he dicho en otras ocasiones, se trata de una reforma que exige, a mi juicio, un consenso político e institucional muy amplio, algo que es difícil de lograr en el actual contexto político.

Es evidente que un cambio estructural de esta naturaleza solo es posible reforzando su plantilla, incrementando sus recursos técnicos y materiales, previo reconocimiento de una obligada e imprescindible autonomía presupuestaria, y lo que es casi más importante, abordando algunos cambios normativos de notable calado, no solo en cuanto a su diseño procesal, sino también desde la perspectiva estatutaria mediante modificaciones legales que establezcan mayores garantías de independencia en su funcionamiento, que refuercen las garantías y requisitos para el nombramiento del fiscal general del Estado, que limiten su omnímodo poder en materia de nombramientos y en la emisión de instrucciones particulares en las investigaciones y procedimientos penales, que fortalezcan la independencia de su actuación como institución y en el desempeño de su función por sus miembros. Ninguna de estas propuestas mencionadas se incorpora al proyecto de reforma estatutaria que se pretende alumbrar.

Lo cierto es que el proyecto que se ha presentado ha puesto en marcha una reforma que desapodera por completo al Consejo Fiscal de cualquier función decisoria o informe vinculante, al tiempo que apuntala el poder discrecional del fiscal general del Estado en los nombramientos, favoreciendo un ejercicio autoritario e incontrolado del poder, y que parchea el actual diseño orgánico, funcional e institucional, al no acometer una reforma profunda que consolide y modernice el modelo constitucional de órgano integrado en el Poder Judicial como paso obligado para asumir una función tan trascendental en un Estado de Derecho.

En realidad, es una auténtica contrarreforma claramente involucionista en cuanto el poder absoluto de quien dirige la institución sin control, contrapeso o límite alguno. Dicho de otra manera, se trata de una reforma con inconfundibles aromas autocráticos. Es la impronta del momento político que vivimos.

En resumen, la reforma es totalmente precipitada, incluye medidas que suponen, en realidad, un retroceso en el desarrollo del modelo constitucional basado en la integración en el Poder Judicial, no cumple con los estándares mínimos que establece la Unión Europea y no garantiza una verdadera autonomía o independencia funcional respecto al Gobierno. La sospecha de dependencia va a seguir ahí, y lo que es peor va a crecer a tenor de las últimas e inexplicables actuaciones del Ministerio Público en algunos casos judiciales de actualidad.

Pero lo peor de todo es que nada de lo que está sucediendo es fruto de la casualidad. Nuestro país está transitando en este último lustro hacia una situación de deterioro, de confrontación y de excepcionalidad en la que se percibe con claridad el desmedido afán por controlar la Justicia y los medios de comunicación, lo que supone un evidente retroceso del Estado de Derecho.

La democracia parlamentaria representativa se caracteriza por un sistema de equilibrios y contrapesos (“checks and balances”, en la terminología política anglosajona) que juega un papel determinante en la relación entre los poderes del Estado. Sin equilibrio y sin controles, cualquier régimen político, por muy democrático que se considere este, camina irremediablemente por la senda del autoritarismo hacia un recorte de los derechos y de las libertades, y hacia un excesivo e injustificable control social por parte del Estado. Ese sistema de equilibrios y contrapesos es la clave de bóveda del Estado de Derecho, como fundamento esencial de la verdadera democracia.

En este contexto, la devaluación del poder legislativo en su función parlamentaria de control del poder ejecutivo contribuye notablemente al asentamiento de los modos autocráticos de gobierno.

Por otra parte, la sumisión, subordinación o dependencia del Poder Judicial al Poder Ejecutivo, unido al control de los medios de comunicación, constituyen el último y definitivo escalón para convertir un régimen democrático en un sistema autoritario, aunque existan elecciones, porque la quiebra de la separación de poderes podría obstaculizar de una manera relevante la alternancia en el gobierno que es una de las características básicas del funcionamiento democrático.

Debe advertirse que la independencia del Poder Judicial forma parte del núcleo duro del Derecho de la Unión (arts. 2 y 19 TUE) sobre el que la jurisprudencia del TJUE ya ha dictado varias resoluciones corrigiendo y anulando reformas de parecida factura (ahí están los casos de Polonia y Rumanía). A lo que cabe añadir que la independencia es imprescindible no solo para ejercer la función jurisdiccional, sino también para desarrollar, ejercer y dirigir las funciones de investigación de los delitos. El principio de igualdad ante la ley y la defensa de la legalidad así lo demandan.

Una vez más es preciso recordar que solo un sistema judicial independiente asegura el correcto funcionamiento del Estado de Derecho, de manera que la independencia del poder judicial se convierte así en la garantía del “rule of law” y, como tal, en un pilar fundamental de la democracia; en primer término, porque se trata de un poder cuya función consiste en el control jurisdiccional de la actividad y los excesos del Poder Ejecutivo; y en segundo lugar, porque ostenta la condición de garante último de los derechos y libertades de los ciudadanos, y del cumplimiento y aplicación de las leyes. Esto es lo que está en riesgo.

La independencia judicial será una quimera si prosperan las reformas que se han puesto en marcha, y todos seremos responsables -por acción o por omisión- de este despropósito.

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