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La explotación política de la inmigración; por Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho Penal y abogado

07/11/2025
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El día 7 de noviembre de 2025 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Gonzalo Quintero Olivares, en el cual el autor opina que una cosa es promover la más generosa acogida posible de inmigrantes, recibiéndoles como nuevos ciudadanos, y otra despreciar la diversidad de origen que tiene cada derecho subjetivo, como si eso fuera una monserga de leguleyos.

LA EXPLOTACIÓN POLÍTICA DE LA INMIGRACIÓN

El tema de la inmigración tiene una importancia capital para un importante sector de la clase política española, que se alinea en ese aspecto con todos los movimientos ultraconservadores de Europa, los cuales coinciden en señalar a los inmigrantes como causa de graves problemas: delincuencia, inseguridad en las ciudades y las no menos importantes reflexiones sobre los costos de toda índole que conlleva la llegada y presencia de inmigrantes, desde los que supone el tener que ayudarles a no perecer ahogados en el naufragio de una patera hasta lo que comporta su alojamiento, escolarización, atención sanitaria, etcétera.

No es posible negar los datos objetivos referidos a costes o a porcentaje de inmigrantes que ingresan en prisión (en torno a un 30% de la población reclusa), pero el modo de analizar esas cifras es habitualmente tendencioso. Se dice, y es verdad, que los sistemas de expulsión por haber cometido un delito no funcionan bien, pero es más racional mejorar ese sistema que prohibir la inmigración.

Es fácil observar que los que colocan el tema de la inmigración en cabeza de su programa político casi nunca llegan a reconocer alguna ventaja o beneficio que reporten los inmigrantes, a pesar de que es conocido el déficit demográfico que padece España y el progresivo e imparable envejecimiento de la población. Es visible el alto número de inmigrantes que trabajan en las más diferentes actividades y, como es fácil deducir, son necesarios. Se puede comprobar cuando se precisa de un operario, de un artesano, de un técnico o de un médico. También es posible ver a inmigrantes en las más penosas circunstancias y tareas, pero ese no es un problema solo de ellos, sino de todos.

En el tema de la inmigración afloran sentimientos muy variados y variables, como sucede cuando llega la noticia de una tragedia en el mar con decenas de muertos, lo que levanta oleadas de conmiseración. Pero cuando la noticia es que un inmigrante sin papeles ha violado a una chica el discurso es bien diferente, como si un delito tan grave como ese fuera aun peor porque lo ha cometido un inmigrante. Como si, de haberlo cometido un paisano, “sería otra cosa”. Pese a ello, son muchos los que no se recatan en decirlo. Igual que se afirma que hay sectores de la inmigración que no se plantean otra actividad que no sea el delito o la mendicidad. Puede ser cierto, pero eso, siendo un problema, no anula las valoraciones positivas de la inmigración.

Otra constante es que, con las excepciones que se quiera, casi nunca se plantea el tema del reconocimiento de derechos subjetivos a las personas etiquetadas como inmigrantes ilegales, como si la ilegalidad del modo de entrada en España cerrara automáticamente la posible apreciación de la titularidad de derecho alguno. Como si eso estuviera indisolublemente ligado a la entrada legal en nuestro país.

Las Declaraciones universales o europeas de derechos, suscritas por España, obligan al Estado -naturalmente, en la medida de su capacidad- a reconocer en cualquier persona un patrimonio de derechos subjetivos. Que eso no sucede en la mayor parte del planeta es seguro, pero no sería una excusa para renunciar a lo que más dignifica al Estado de Derecho.

Reconocer el derecho al trabajo, la salud o la educación, por ejemplo, es un punto de partida que no garantiza una realidad satisfactoria para cada persona. Pero ni ese hecho cierto es capaz de desvirtuar la importancia de los derechos subjetivos. La muestra más sensible de esa realidad es, precisamente, la comparación con lo que supone carecer de ellos, como es el caso de los inmigrantes.

La pregunta central -y será la que se repetirá- es la relativa a si esos inmigrantes pueden tener los mismos derechos esenciales que los españoles y los residentes extranjeros. Lo primero que acude a la mente es que si tienen los “mismos” derechos no existirá diferencia alguna entre inmigrantes legales e ilegales, y tampoco entre extranjeros residentes y no residentes, y, a la postre, entre españoles y extranjeros. Pero ese hermoso ideal de humanidad no parece viable.

La inviabilidad nace del inexorable sometimiento de la inmigración a control legal, a partir de lo cual se produce una separación entre inmigrantes legales e ilegales. No existe país de Europa que permita el libre establecimiento a los ciudadanos extracomunitarios, ni tampoco que esas personas puedan realizar un trabajo sin control alguno (aunque lo hagan). Pero, indudablemente, los inmigrantes ilegales tienen derechos como todos los seres humanos por la sola fuerza directa de los textos supranacionales. Estos han declarado un conjunto de derechos que ningún Estado puede despreciar o limitar si ha suscrito esas declaraciones. Al contrario: debe reconocerlos y tutelarlos.

Por lo tanto, en relación con muchos derechos esenciales (dignidad, prohibición de tratos inhumanos o degradantes, tutela judicial y defensa, sanidad...) es innecesario debatir el momento de su nacimiento, pues son consustanciales a la persona. Mas en lo que atañe a otros derechos fundamentales reconocidos a los españoles en la Constitución, no existe una aplicación ilimitada de ésta. El art.13 CE extiende las libertades públicas a los extranjeros sólo en los términos que se establezcan en leyes y tratados.

Así las cosas, las posturas se escinden y para unos lo justo sería que los inmigrantes ilegales no lo fueran y tuvieran los derechos propios de cualquier trabajador, como los de reunión, manifestación, sindicación y huelga. Otros entienden que esos derechos son necesariamente posteriores a la adquisición de la condición de trabajador, que no puede ser automática porque España no puede acoger a todo el que llegue.

Solo para las leyes penales tienen condición de trabajador todas las personas que trabajan para otros, si en esa relación son víctimas de abusos, malos tratos, coacciones, engaños... sin que importe la condición de inmigrantes ilegales: la tutela penal es la misma, aunque el estatuto jurídico de los trabajadores sea diferente entre unos y otros.

La radical supresión de toda diferencia, que para algunos sería lo ideal, acabaría a la postre derrumbando todas las conquistas sociales de los trabajadores. Por lo tanto, y resumiendo, una cosa es promover la más generosa acogida posible de inmigrantes, recibiéndoles como nuevos ciudadanos, y otra bien distinta es despreciar la diversidad de origen que tiene cada derecho subjetivo. Como si eso fuera una monserga de leguleyos carente de interés, valor o función.

Volviendo al uso del tema como argumento del que se pretende sacar provecho electoral, es fácil observar que quienes lo reclaman no es por el afán de controlar la inmigración ilegal, sino, directamente y apelando a la xenofobia, por preservar la homogeneidad social o, en el caso del independentismo catalán, la pureza étnica y hasta el idioma. Esto último llevó en su día a los nacionalistas a preferir la inmigración norteafricana porque, a diferencia de los latinoamericanos, no traería al español como idioma propio, lo cual les llevaría a aprender catalán.

Nada de eso tiene que ver con los problemas de fondo de la inmigración, que es necesaria, aunque deba ser controlada y haya que combatir el tráfico de personas. Pero la solución no es cerrar la puerta con llave y abrirla cum grano salis.

Sería un error caer en la ingenua creencia de que los posicionamientos políticos contra la inmigración son tan solo fruto de reflexiones objetivas y económicas, y no explotación de los sentimientos más reaccionarios de los potenciales votantes.

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