UNA MIRADA SOBRE EL ALAKRANA
Para entender mejor asuntos poco pacíficos, suele ser buena técnica valerse de la ayuda que proporciona la distancia entre el momento de percibir la noticia y el de su valoración.
Alejados ya de la primera atención de la actualidad, el tiempo nos revela con mayor claridad elementos que subyacen en el caso del Alakrana y que vician con su enredo el planteamiento y el desenlace de su azarosa trama. Entre esos hilos trabados, destaca sobre todo la particular promiscuidad que se da entre materias políticas y jurídicas. Es cierto que los límites entre el derecho y la política no son siempre nítidos, como puede llegar a suceder con dos viejas ramas de un frondoso árbol milenario, pero la adecuada formulación de los términos del debate precisa la distinción de ambos planos, pues cada uno brota del tronco común con singularidad propia y orienta sus frutos en una dirección.
Empezando por lo jurídico, antes de emitir su juicio el ciudadano habría de saber que el marco normativo en el que se plantea este asunto no es claro ni completo. El régimen jurídico del Derecho Marítimo internacional es un cuerpo mutilado de normas inconexas de distinto alcance. Se da, además, la circunstancia de que en la esfera internacional no opera una distinción de poderes equiparable a la de un Estado democrático avanzado: los sujetos de derecho, los Estados, son a un tiempo, también, los que crean y aplican las normas, con un grado de cumplimiento sólo modesto. De ahí que no estén fundados muchos de los reproches formulados contra la actuación del Gobierno, porque, Derecho del Mar en mano, no podía hacerse mucho más.
Aunque, a la vista de la prolija normativa internacional, atribuir la condición de pirata no resulta fácil, porque son muchos los actos de violencia cometidos en alta mar que quedan excluidos de la regulación sobre piratería, parece fuera de toda duda que los que perpetraron el ataque merecen esta calificación y, por consiguiente, pudieron ser legítimamente sometidos a las normas anti-piráticas.
La principal particularidad del régimen que combate la piratería es la anulación del estatuto de inmunidad de jurisdicción previsto en el Convenio de Naciones Unidas de Derecho del Mar de 1982. Según este texto, todo Estado puede apresar, en alta mar o en cualquier lugar no sometido a la jurisdicción de ningún Estado, al buque o aeronave pirata o al buque o aeronave capturado como consecuencia de actos de piratería que esté en poder de piratas, y puede asimismo detener a las personas e incautarse de los bienes que se encuentren a bordo. La intervención de un Estado concreto determina, a su vez, la competencia de sus tribunales para conocer los hechos y decidir las penas.
Por otra parte, la Ley Orgánica del Poder Judicial consagra el principio de justicia universal y expresamente reconoce la competencia de los tribunales españoles para el conocimiento del delito de piratería y de apoderamiento ilícito de aeronaves fuera del territorio nacional, sean cometidos por españoles o extranjeros.
A la vista de estas normas y con la información que llega a la ciudadanía, ha de reconocerse, en principio, la corrección jurídica de la actuación del Gobierno: un buque pirata actúa en aguas internacionales sobre otro buque de bandera española, lo que origina que nuestras Fuerzas Armadas, siguiendo instrucciones del poder político, detengan a dos de los piratas y los pongan a disposición de tribunales españoles.
Fuera de la letra de la norma, sin embargo, quedan importantes cabos sueltos. Cabos de orden político. Son muchas las preguntas que los ciudadanos seguimos haciendo y que el Gobierno desatiende con un silencio que el tiempo sólo puede agravar: ¿quién y por qué dio orden de detener a los piratas y traerlos a España, una vez que el buque estaba secuestrado? ¿Quién y cómo ha ordenado el pago del rescate? ¿Con qué fondos? ¿El Gobierno español ha colaborado, coordinado, condicionado o conocido ese pago? ¿Por qué no se pudo detener al resto de los piratas una vez liberados los tripulantes del Alakrana? Estas y otras preguntas permanecen sin respuestas y de ellas depende la valoración de la actuación política del Gobierno. No es razonable pensar que el comandante de la fragata Canarias actuara por propia iniciativa al detener a los dos piratas, de igual forma que resulta difícil aceptar, sin más, que la Armada española no fuera capaz de apresar a los piratas tras la liberación de los tripulantes.
Si, como parece, el Gobierno ha actuado sin rumbo claro y determinado, cambiando sin criterio su parecer e incurriendo en contradicciones internas, la responsabilidad es grave y debe sustanciarse políticamente. El Estado español ha salido debilitado de esta crisis y ello no debería diluirse como humo en el aire. Corresponde al ciudadano exigir de su Gobierno mayor respeto y diligencia en el cumplimiento de sus obligaciones de información y justificación de sus actos, que particularmente en el ámbito internacional nunca deben sustentarse en impulsos reactivos a circunstancias del momento y ajenos a la consideración de las consecuencias que se producen a largo plazo.