MESTIZAJE
Uno de los historiadores más notables de Perú, Raúl Porras Barrenechea, reflexionó sobre la contribución de los cronistas de Indias a la formación de la cultura mestiza. Lo hizo en su magna obra sobre ‘Los cronistas del Perú’, o la no menos relevante ‘Fuentes históricas peruanas’, pero también en la hermosa conferencia pronunciada en la Universidad de San Marcos, el 17 de mayo de 1951 (‘Mito, tradición e historia del Perú’). Fueron muy limitadas las formas de los indígenas peruanos de conservar su propia historia, resumidas en el mito, la leyenda y el cuento. Se manifestaban en el ‘haylli’, o canto de la victoria o de la batalla, que se canta en alta voz en la plaza pública; el ‘purocalla’, representación mítica de los hechos de los incas; y, sobre todo, los procedimientos nemotécnicos que forman los ‘quipus’ o cordones de nudos, y los ‘quilcas’ o ‘quelcas’, que eran bastones o báculos rallados.
Como contó Cieza de León, a la muerte de cada inca se llamaba a los ‘quipucamayocs’ para decidir si debía componerse o no un cantar de sus hazañas. Había muchos, la mayoría, de los que se decidía no conservar memoria. Los incas, como los romanos con los bárbaros, no guardaron memoria del pasado de las tribus conquistadas. Se apoderaron de sus hallazgos culturales y velaron con una capa de olvido toda su historia. En el lenguaje incaico se llamó a esa época lejana e imprecisa con el nombre de ‘purunpacha’, que significa tiempo de las poblaciones desiertas o bárbaras. Esta situación tan precaria de conservación de la memoria se transformó gracias a las crónicas de los conquistadores, las historias de los evangelizadores y los informes oficiales de la administración indiana.
Escribió Porras Barrenechea que “la crónica es en nuestra historia cultural el primer género mestizo. Pasado el estruendo bélico de la conquista y de la guerra civil entre españoles, el cronista castellano se inclina a recoger las tradiciones del pasado indio, como es reconstruir la historia de sus príncipes y dinastías, de sus leyes e instituciones, y a rastrear sus creencias religiosas, sus ritos, ceremonias y supersticiones gentílicas. La transculturación es palpable sobre todo en el lenguaje castellano, que recibe el aporte cotidiano de las lenguas indígenas. La toponimia americana con sus resonancias exóticas, irrumpe poco a poco en la clara y sonora prosodia castellana. Las palabras indígenas, escasas y mal transcritas en las crónicas castellanas, van aumentando hasta alcanzar una proporción apreciable en las crónicas de escritores como Cieza, Gutiérrez de Santa Clara, Sarmiento, Murúa y Garcilaso, y ocupar por último trozos enteros como oraciones, himnos, ‘hayllis’ o cantos de triunfo en las crónicas de Cristóbal de Molina o de Juan Santa Cruz Pachacutic, indio españolizado y espiritualmente mestizo, hasta llegar a la crónica bilingüe de Guamán Poma de Ayala”.
“La tradición oral incaica de los cantares y de los ‘quipus’ empieza a verterse entonces en la crónica castellana, en la misma forma en que los cantares de gesta medievales se fundieron con las crónicas españolas. La transfusión se verifica por mandato oficial, interrogándose a los ‘quipucamayocs’ y recogiendo notarialmente sus versiones en las llamadas ‘Informaciones’ de la Gasca, de Cañete y posteriormente de Toledo”. Los cronistas llamaron a sus escritos de diferentes maneras. Las primeras de Colón, Cortés, Vespucio o Anglería son cartas que posiblemente adoptan un género perfeccionado en Plinio o Cicerón y recuperado con fuerza por el humanismo renacentista desde las ‘Rerum familiarum libri’ de Petrarca.
Pero en este aspecto de la puesta en valor de la historia, costumbres y cosmogonía de los pueblos de América ganaron ventaja sobre las crónicas de conquistadores los trabajos etnográficos y antropológicos de los misioneros que se hicieron cargo de la misión de evangelizarlos. Por lo que concierne a Perú, la otra gran contribución al conocimiento de las costumbres y creencias indígenas fue la del jesuita José de Acosta. Su cuidadoso estudio ‘Historia Natural y Moral de las Indias’, publicado en 1590, fue traducido inmediatamente a varios idiomas. En fin, falta destacar las crónicas de indios y mestizos aculturados entre las que sobresalen los ‘Comentarios reales de los incas’ del Inca Garcilaso de la Vega, y la gran historia peruana de Felipe Guamán Poma de Ayala.
La citada conferencia de Porras Barrenechea concluyó que “el servicio más trascendente prestado por la crónica castellana a nuestra cultura naciente es haber salvado nuestra historia incaica de perecer por obra del imperio y falta de escritura, como pereció la cultura de los pueblos preincaicos, que los Incas ahogaron y sumergieron en su propia cultura”.
En la historia política e intelectual de Hispanoamérica se produce un giro en la apreciación de la importancia del mestizaje a primeros del siglo XX. Emergieron entonces corrientes políticas que ensalzaron las bases latinas de ese mestizaje, y sus representantes más conspicuos fueron, entre otros, Martí, Rubén Darío, José Enrique Rodó, el peruano Francisco García Calderón, hasta llegar al máximo de idealización que quizá pueda estimarse representado en el libro del mexicano José Vasconcelos ‘La raza cósmica’ (1925), un ensayo en el que Latinoamérica aparece convertida en la cuna de una nueva civilización que habitan latinos, sajones, orientales e hindúes y sobre todo una raza nueva, la raza definitiva, resultado de la mezcla de todas las sangres. El mestizaje era un destino trascendental, según Vasconcelos, para el que los yanquis no estaban preparados.
La otra corriente de pensamiento arranca en los primeros años del siglo XX. Los intelectuales peruanos fueron actores muy importantes de esta segunda línea ideológica y de interpretación de la historia. Es la que puso el acento en la recuperación del pasado indígena. En Perú Víctor Raúl Haya de la Torre se separó de la línea que representaban Darío, Rodó o García Calderón y se afirmó en la idea de que lo americano no era la élite blanca y culta ligada a España, a Grecia, a Roma y la cultura clásica, sino el indio y el mestizo. Precursores y continuadores de esta corriente indigenista en Perú han sido escritores como Manuel González Prada, Dora Mayer, Hildebrando Castro Pozo y el más influyente de todos, José Carlos Mariátegui, en cuya vecindad ideológica puede también situarse José María Arguedas. Estas corrientes indigenistas experimentaron un giro importante, camino de la globalización, a partir del Primer Congreso Indigenista Interamericano, celebrado en Pátzcuaro (Michoacán) en 1940. En este y los sucesivos la presencia de antropólogos de las naciones europeas cambió la evaluación del mestizaje considerado por algunos como un etnocidio. Lo que consiguieron este congreso y los sucesivos es concienciar sobre la reivindicación de los derechos de los pueblos indígenas u originarios. De esta manera se llegó a la globalización del indigenismo, representada por los convenios de la OIT 107, de 1957, y 169 de 1989, y a la Declaración de las Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, de 2007.
Puede resultar paradójico que sostenga que el reconocimiento de derechos individuales y colectivos a los pueblos originarios y sus integrantes se ha convertido en la fuente de un mestizaje institucional de enorme envergadura. Se trata ahora de incluir, en el mismo marco constitucional, instituciones que aseguren el autogobierno de los pueblos originarios y la realización de los derechos tradicionales, compatibilizándolos con el mantenimiento de los derechos individuales y las instituciones de las democracias liberales implantadas en Hispanoamérica de acuerdo con los patrones dominantes del liberalismo y la democracia representativa. Es un reto mayúsculo que ha empezado a afrontarse, con diversos grados de convicción (y también de tergiversación y abuso) en algunos Estados de este hemisferio.