¿ES DELITO DE ODIO CRITICAR AL ISLAM?
Días atrás declaraba en juicio el sacerdote Custodio Ballester, acusado del delito de discurso de odio que regula el artículo 510 del Código Penal, supuestamente contra los musulmanes. Suscita perplejidad que la Fiscalía considere punible la conducta del sacerdote y pida para él una pena de tres años de prisión: por la información que se ha publicado, es petición que no se sostiene ni a la vista del propio Código Penal ni de los estándares comúnmente aceptados internacionalmente en materia de libertad de expresión. La perplejidad no es sólo mía. Un prestigioso colega canadiense -cuyo pensamiento me consta es muy distinto al del padre Ballester- me escribía sorprendido de que estas cosas pasaran hoy en España.
El origen de la querella ya debería despertar sospechas: un converso al islam, responsable de la asociación catalana Musulmanes contra la Islamofobia. El nombre de la asociación puede resultar razonable, pero una consulta a su página web hace dudar de que todas sus ideas lo sean. Junto a algunas cosas sensatas, defiende sin embargo con entusiasmo el trato que las mujeres reciben del régimen de los talibanes en Afganistán, y justifica la actuación represiva de la Policía de la Moral en Irán en el caso de Mahsa Amini. El querellante, de tan delicada sensibilidad para las ofensas al islam, no muestra el mismo grado de respeto hacia otras religiones, pues en sus redes sociales tiene escrito que la Iglesia católica es una “mierda de religión” que se dedica a encubrir pederastas. Es poco coherente combatir el prejuicio contra los musulmanes mientras se incurre en difamación contra los católicos. Y no parece que eso haya movido a la Fiscalía a actuar; es más, por lo que me consta, no hay en España condenas por discurso de odio contra cristianos, aunque por medios y redes circulan frecuentemente afirmaciones no menos agresivas que las del padre Ballester.
He leído con atención el texto de Ballester que parece estar en el núcleo de la acusación: un artículo de prensa titulado ‘El imposible diálogo con el islam’, que denota la preocupación del autor por dos temas. Uno es el avance de un extremismo político de carácter violento que afirma fundamentarse en el islam. El otro es la persecución que sufren muchos cristianos en países islámicos. Como tantos otros dentro y fuera de España, comparto esa preocupación. Es más, considero vergonzoso que la comunidad internacional no se movilice de verdad -y en ocasiones guarde clamoroso silencio- ante esa persecución religiosa, a veces materializada en horribles matanzas. Esos hechos generarían oleadas de indignación (real o aparente) si estuvieran motivados, por ejemplo, por el origen étnico, el sexo o la orientación sexual. O quizás incluso si se tratara de una religión distinta de la cristiana.
No comparto, en cambio, las ideas que expone Custodio Ballester en ese artículo y en otras declaraciones que he escuchado de él en estos días. Pienso que se equivoca, en la forma y en el fondo. Simplifica problemas complejos y prescinde de una parte importante de la realidad, de manera no demasiado diferente de quienes vomitan soflamas anticatólicas en la prensa o en las redes. Y termina por transmitir a la sociedad española un mensaje muy negativo, y creo que también -aunque voces más autorizadas podrían contradecirme- muy poco cristiano. No cuadra con el perfil de un guía espiritual, de quien uno esperaría que sembrase concordia y armonía.
Pero eso no significa que incite al odio contra los musulmanes. Es una crítica áspera, despiadada, y en mi opinión injusta, al islam en su conjunto, hasta el punto de descalificarlo como interlocutor en un diálogo que pueda llevar a algo positivo. Esto va contra el modo de proceder de, al menos, los últimos cuatro papas. Y además contradice la experiencia de quienes trabajamos en el ámbito de las relaciones entre sociedad, derecho y religión, en el que coincidimos con juristas, intelectuales y líderes religiosos islámicos que nada tienen que ver con el panorama que Ballester tan duramente describe. Por no hablar de tantas personas que se relacionan cotidianamente con amigos o conocidos musulmanes sin mayor problema. La calidad moral de las personas -o su indecencia- no depende tanto de la religión a la que se adhieren como de su actitud ante la vida y de las decisiones que toman en uso de su libertad. No es este un pensamiento original, basta leer el Evangelio: “Lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre” (Marcos 7:14).
Las declaraciones por las que Ballester es llevado a juicio no constituyen discurso de odio, sino ejercicio jurídicamente legítimo de la libertad de expresión. Insisto: las considero en gran medida irrazonables, infundadas, poco responsables y fuera de lugar. Y muchos las encontrarán también ofensivas. Pero el derecho no obliga a ser educado, refinado o intelectualmente impecable. Obliga sólo a respetar a las personas y sus derechos. Hay cosas que la sociedad hace bien en reprobar, pero que el sistema jurídico no necesita ni debe castigar. Ninguna sociedad sensata puede confiar a los tribunales la solución de todos sus problemas. Es el abc del derecho. Hay tensiones cuya solución ha de venir de la espontaneidad de las relaciones sociales. Cuando el Estado pretende inmiscuirse en toda relación interpersonal se transforma en el Gran Hermano orwelliano, y la sociedad que lo permite entra paulatinamente en un proceso de atrofia política y moral.
Críticas como las que lleva a cabo Ballester no sólo están permitidas, sino protegidas por el ordenamiento jurídico. La libertad de expresión es un elemento esencial de nuestras sociedades y, como decía hace un siglo el juez del Tribunal Supremo norteamericano Oliver W. Holmes, garantiza que todo ciudadano sea libre para difundir incluso “ideas que aborrecemos”. En la misma línea, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha mantenido desde antiguo que no puede haber democracia sin la libertad para manifestar ideas que “ofenden, escandalizan o molestan al Estado o a una parte de la población” (sentencia Handyside, 1976). Y ha matizado que la libertad religiosa no ampara que los miembros de una religión, mayoritaria o minoritaria, “puedan esperar razonablemente quedar exentos de toda crítica”; al contrario, deben aceptar que otras personas puedan “propagar ideas hostiles a su fe” (sentencia Otto-Preminger-Institut, 1994).
Los delitos de odio deben reservarse para situaciones extremadamente graves. Esta no lo es. Al igual que sucede con el genocidio, trivializar el concepto de discurso de odio, y utilizarlo para desacreditar o castigar el pensamiento crítico de quienes tienen ideas distintas de la mayoría, es un insulto a las víctimas de los verdaderos delitos de odio. Sólo defendiendo la libertad de aquellos con quienes estamos en profundo desacuerdo, e incluso divulgan “ideas que aborrecemos”, estamos legitimados para exigir respeto por nuestra propia libertad. El uso moralmente inadecuado de la libertad de expresión se corrige con mayor libertad de expresión para todos, y no con la censura ejercida desde el poder. Volver a los tiempos de la Inquisición nunca es una buena idea.