JUDICIAL: RAZÓN O VOLUNTAD
El sufrido ciudadano no gana para sustos, con jueces en huelga y el Tribunal Constitucional en la picota. Todo invita a recordar que un derecho que merezca tal nombre ha de consistir en un honesto ejercicio de razón práctica. Claro que lo de razón y práctica tampoco contribuirá a sembrar la calma. ¿Qué es el derecho? ¿un saber o un puro acto de voluntad? Obviamente, en él, lo sustantivo es su racionalidad, mientras que prácticas serán sus consecuencias. Ya desde los griegos, al derecho se lo ha emparejado con la medicina. A ambos se los entendía como un saber hacer y no como una apuesta; es más, se los consideraba como un arte. De ahí la ‘lex artis’, cuyo respeto aún se exige a todo médico, recordando tan fundado parentesco; como al juez se le obliga a renunciar a todo voluntarismo político.
El asunto no deja, sin embargo, de suscitar problemas. Anecdóticamente, la Constitución -tan generosa al referirse a los “poderes públicos”- al único de los tres al que identifica como “poder” es al Judicial; sin emparejar con tal sustantivo al Legislativo ni al Ejecutivo. Para evitar confusiones, Montesquieu -tan versado en la división de poderes- consideraba al Poder Judicial como “en cierto modo, nulo”; dada su prohibida arbitrariedad. De ahí que al derecho solo se lo considere cumplido cuando se ha consumado la “cosa juzgada”.
Para Kelsen, por el contrario, la racionalidad científica obligaba a considerar al derecho -iusnaturalismos aparte- como un puro acto voluntad; realizado, eso sí, por quien estuviera formalmente habilitado para imponerlo. Esto reducía al derecho, más bien, a lo que habría más bien que caracterizar como “cosa querida”. Obviamente nuestras constituciones democráticas presumen de fundamentos éticos, que a los kelsenianos le suenan a música celestial. De ahí que su positivismo saliera tan malparado tras la dura experiencia digerida en la posguerra.
De mi etapa de formación alemana regresé convencido de que no cabe identificar derecho y ley; porque el derecho es siempre -se sea o no consciente de ello- norma interpretada. Esa es su grandeza y su debilidad; claramente puesta de manifiesto por el cáncer jurídico de quienes llaman interpretación a un presunto “constructivismo”, incapaz de superar el “a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga”.
Esto me hace recordar la comparecencia de Pedro Zerolo en el Congreso de los Diputados. Habló de múltiples derechos con fruición y no renuncié a preguntarle qué entendía por tales. Su respuesta fue -adiós a la razón- “un deseo que logra consenso social”. Que le hayan concedido la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort, a título póstumo, es todo un síntoma
El Tribunal Constitucional, por el contrario, había ya recordado -a los Grapo en huelga de hambre- que no tenemos derecho a todo lo no prohibido; porque es preciso algún fundamento objetivo y razonable para que nuestras pretensiones puedan gozar de apoyo jurídico. Ahora el mismo Tribunal Constitucional ha dicho -sin duda, progresando- que el legislador puede hacer todo lo que la Constitución no le prohíba; incluso olvidando -si preciso fuera- el criterio histórico de interpretación: el constituyente había rechazado las enmiendas que proponían la constitucionalidad de la amnistía. Hay quien considera que con ello el Tribunal ha ampliado los poderes del legislativo, hasta convertirlo en un caballo desbocado.
Parece que el asunto es contagioso. En mis nueve años de permanencia en el TC como magistrado, los asuntos se adjudicaban de modo automático, sin que el presidente personalmente los adjudicara. Al fin y al cabo, también en el Tribunal debe haber un juez natural, como ponente reglado. Ahora, varios votos particulares levantan acta de que, en este caso, ha ocurrido al parecer lo contrario; quizá porque el presidente ha considerado -por sí y ante sí- que no lo tenía prohibido.
Es obvio que la politización es un riesgo para cualquier actividad del ámbito del saber. Como universitario, habría considerado una intromisión politizadora que Congreso y Senado pretendieran -en aras de la democracia- elegir rector, decano o claustro. Es obvio que la independencia del Poder Judicial no tiene menor fundamento constitucional que la autonomía universitaria. Tampoco parecería razonable recurrir -colegialidad aparte- a fórmulas democráticas para dictaminar tratamientos sanitarios.
Lo mismo razonó el Tribunal Constitucional en su dubitativa sentencia sobre el CGPJ, propiciando que “la composición del Consejo refleje el pluralismo existente en el seno de la sociedad y, muy en especial, en el seno del Poder Judicial. Que esta finalidad se alcanza más fácilmente atribuyendo a los propios jueces y magistrados la facultad de elegir a doce de los miembros del CGPJ es cosa que ofrece poca duda”. Admite, además, que “se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la norma constitucional si las cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial”. Que tal riesgo se ha archidemostrado, queda hoy fuera de discusión.
Vengo repasando algunos de los debates parlamentarios en que tuve el honor de participar hace años. Gobernaban los populares y el grupo socialista había convertido en eslogan propio la petición de un Pacto de Estado por la Justicia. El ministro Acebes aceptó el reto, pero los proponentes -quizá no habían leído a John Rawls- no admitían -como el ministro- un pacto sin condiciones, protegido por “el velo de la ignorancia”; de modo que sus actores aparcaran inicialmente sus puntos de partida, sino que impusieron sin recato que no se hablara de que los jueces, como ya se había hecho aplicando la Constitución, eligieran a los doce jueces del Consejo. Condicionaron su acuerdo a un pacto al mantenimiento de la distribución de “los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos”; para garantizarse así -por vía política- lo que pronosticaban como una mayor presencia de jueces que consideraran afines. Todavía andamos metidos en ese lío; con presidencias de Salas del Supremo aún en funciones.
Valga, a modo de traca final, que -con olvido del saber- se proponga como novedad la usucapión judicial; o sea, la adquisición -adelantando incluso a quienes la han logrado por mérito y capacidad- de plaza vitalicia de juez por mera prescripción adquisitiva. Es decir, por haberla ocupado interinamente durante cinco años, de buena fe; sin otro mérito que habérselo propuesto.