EL ESTATUTO FISCAL: UNA OPORTUNIDAD QUE NO DEBERÍAMOS PERDER
El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (EOMF) aprobado el 30 de diciembre de 1981 abrió paso a los valores constitucionales en la trayectoria de una institución sólidamente atornillada al ejercicio autoritario del poder por obra y gracia de dos dictaduras: la de Primo de Rivera, que consolidó en el Estatuto de 1926 un modelo de fiscal jerárquicamente subordinado al Gobierno; y la de Franco, que dio consistencia burocrática a ese modelo mediante el Reglamento de 1958-1969, vigente -apúntese el dato- hasta 2022.
Con tales antecedentes, aquel Estatuto de 1981, cuyo mérito en la afirmación de las libertades no mengua por ello, quedó bastante lejos de ofrecer a la sociedad española un proyecto de Fiscalía rabiosamente modernizador. Lo esencial de la vieja arquitectura orgánica y muchos usos y hábitos permanecieron; y, de vez en cuando, resurgen adheridos a una arraigada inercia corporativa, pese a las sucesivas modificaciones legales. Alguna de calado, como la que en 2007 afrontó -no sin resistencia interna, cabe recordar- la ya ineludible necesidad de dar carta de naturaleza al principio de especialización en el trabajo de los fiscales.
Pues bien, hace unos días hemos amanecido con la novedad de un anteproyecto de reforma del EOMF que, según su exposición de motivos, “se dirige principalmente a reordenar la estructura interna del Ministerio Público, mejorar su capacidad funcional y reforzar su autonomía () en línea con la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal”. En concreto -aclara- “se han observado las recomendaciones efectuadas por el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO), que entre otros aspectos han hecho hincapié en la conveniencia de reconsiderar el método de selección y el mandato del fiscal general del Estado () y, en definitiva, la necesidad de dotar de mayor autonomía al Ministerio Fiscal”.
Es imposible abordar aquí un análisis detallado del texto, entre otras razones porque, aun obviando su muy mejorable calidad gramatical, una aproximación estrictamente técnico-jurídica resultaría insufrible para la mayoría de los lectores.
Pero sí cabe adelantar algunas impresiones generales.
La primera es que la reforma se presenta en forma de mosaico cuyas teselas se van colocando aquí y allá sobre un previo rompecabezas generado por los dispares retoques normativos anteriores. Esa (mala) técnica del parcheado, quizá la menos idónea para reordenar la estructura interna del Ministerio Público, proyecta la imagen de una confusa y desordenada amalgama de ajustes que mezclan unas ideas mejores que otras con desarrollos casi siempre imprecisos, cuando no contradictorios o incluso difícilmente viables. Además, quedan fuera, sin razón aparente, muchos problemas estructurales -imposible enumerarlos aquí- que no pueden desvincularse del propósito de la norma ni quedar sin mayor concreción al albur de una reforma reglamentaria.
Más allá de esos clamorosos silencios, algunas de las propuestas incluidas en la iniciativa presentan también flancos de incómoda indefinición. Por ejemplo, no queda muy claro si incrementar la autonomía del fiscal para reforzar su apariencia de imparcialidad equivale, en la mente de los redactores del anteproyecto, a blindar la autoridad absoluta de un fiscal general que no responda ante nadie; o si, por el contrario, la configuración institucional de una Fiscalía más independiente exige un diseño más preciso de los procedimientos internos de toma de decisiones. Que, por cierto, ofrezca una alternativa seria a cualquier tentativa de resolver los males de una institución políticamente condicionada con fórmulas -aún peores- de corte corporativista. Las asociaciones profesionales están para defender los derechos e intereses de los fiscales; no para dirigir el Ministerio Público, que es de todos.
A tal efecto, la configuración de contrapesos democráticamente indispensables frente al enorme poder del fiscal general necesita ideas más aquilatadas que las que, en principio, salpican tímidamente la propuesta del Ministerio de Justicia. En ella, el fiscal general no solo se ve emancipado del Gobierno, sino también dispensado expresamente (art. 10.1) de informar a las Cortes Generales “de aquellos asuntos () que vengan referidos a procedimientos en los que intervenga o haya intervenido el Ministerio Fiscal”. Pero también su posición interna queda ostensiblemente reforzada (en materia de nombramientos, por ejemplo) o, a lo sumo, formalmente sometida a límites de dudosa consistencia, como ocurre con el régimen de objeciones a sus instrucciones particulares. En este punto, el prelegislador (art. 25) parece explorar, de forma algo enrevesada, ignotos escenarios de confrontación con el teniente fiscal y los fiscales jefes de la Fiscalía del TS, y de estos con la mayoría de la Junta de Fiscales de Sala, que tal vez convendría repensar en términos de credibilidad y también de prudencia, no sea que el intento de despolitizar al fiscal general acabe en la politización polarizada de toda la cúpula de la institución.
Por otra parte, las grandes cuestiones se mezclan, en ese irregular parcheado, con otros asuntos tan prescindibles como posiblemente inoportunos: ¿han reparado los redactores en que el empeño en sostenella y no enmedalla respecto del ascenso automático a la primera categoría de la carrera de cualquier fiscal a quien el Gobierno de turno decida nombrar fiscal general (art. 29.4), aparte de incentivar el resurgimiento mediático de un episodio no precisamente feliz para el actual titular del cargo, contradice frontalmente la filosofía del texto proyectado? Si en aras a la autonomía institucional será el fiscal general, y no el Gobierno, quien asuma la plena responsabilidad de los nombramientos, no parece muy coherente habilitar esa vía de colocación directa en virtud de una designación estrictamente política.
La hechura poliédrica de los asuntos que va abordando el anteproyecto dificulta también la visión de conjunto. Algo tan delicado como la articulación jerárquica -funcional, orgánica o ambas- del fiscal y la Policía Judicial quizá merezca un desarrollo más claro y posiblemente mejor ubicado en una ley de policía judicial que por ejemplo permita salir mejor de algún laberinto como el que lleva a que las instrucciones generales del fiscal general a sus subordinados funcionales deban transitar por conducto del Ministerio del Interior (art. 5 ter).
En fin, la propuesta más espectacular, que consiste en que el mandato del fiscal general dure cinco años, para evitar, como propone el GRECO, la imagen de vinculación política que deriva de la coincidencia temporal con el Gobierno que lo nombró, tampoco queda exenta de dudas.
Para que se entienda bien: cuando el presidente del Gobierno formuló, digamos que con discutible tino, aquella pregunta retórica -¿la Fiscalía, de quién depende?-, muchos gesticularon como el jefe de policía de Casablanca, exclamando “¡qué escándalo, he descubierto que en este local se juega!”. Pero nadie pareció identificar el verdadero problema: que aquella convicción presidencial coincidía exactamente con la cruda realidad. La Constitución no diseñó un modelo organizativo concreto de Ministerio Fiscal. Remitió su regulación a la ley, y el EMOF lo definió como “órgano de relevancia constitucional integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial”. No hará falta aclarar que cualquier parecido entre esa definición y la realidad es pura coincidencia (y lo ha sido siempre, por si alguien tiene la tentación de poner etiqueta partidista a la culpa).
Nada hay, desde luego, de integración en el Poder Judicial, que antes exigiría romper el vínculo de dependencia gubernamental -presupuestaria, organizativa, administrativa, más allá de lo político- heredado del viejo modelo. Descartada así, sin más armas que la profesionalidad de los fiscales, una mínima autonomía real de la Fiscalía, la idea en principio impecable de la separación de mandatos cobra otro matiz. Ya conocemos los males que derivan de la afinidad entre el fiscal y el Gobierno que lo nombra; pero ¿alguien ha calculado las posibles consecuencias institucionales de una cohabitación hostil con otro Gobierno del que tanto depende?
Todo eso y mucho más deberá aclararse en el proceso de debate del anteproyecto. Pero como formular deseos es gratis, quizá quede margen para aprovechar una oportunidad que no deberíamos perder: la elaboración, a partir de un diálogo constructivo sobre lo verdaderamente importante, de un texto integral de nuevo Estatuto que dé paso a un verdadero modelo de Ministerio Fiscal preparado para el cambio histórico que se nos anuncia.