LA ACCIÓN POPULAR Y LA CRISIS DE LA FISCALÍA
La última iniciativa del Gobierno ha sido, como todos saben, la presentación a través del Grupo Parlamentario Socialista de una Proposición de Ley Orgánica que incide directamente en el régimen que hasta ahora venía teniendo la acción popular. Efectivamente, ese es, al parecer, el objetivo principal que se persigue, con la abierta intención de evitar que cualquiera, sea persona física o jurídica, partido político o comunidad de vecinos, pueda emprender una acción penal sin que nada ni nadie pueda impedirlo.
El deseo de controlar esa posibilidad ha sido el motivo de la decisión del Gobierno, totalmente desligada de la demanda doctrinal que, desde hace muchos años, venía reclamando una revisión de la figura de la acción popular. Un afán que, como sabe toda España, se ha desatado a raíz de los casos penales que afectan al entorno del presidente del Gobierno.
Que el problema principal sea ese no debe ocultar otro mucho más grave como es el de la profunda crisis que afecta al Ministerio Fiscal (MF) por razones también conocidas y que no hace falta reiterar. Las posibles reformas de la acción popular pasan, entre otras implicaciones, por dar al MF una preferencia absoluta en la aplicación del principio acusatorio, lo que significaría que en ningún caso el criterio de un particular ejerciendo la acción popular podría estar al mismo nivel que el de la Fiscalía.
La conclusión es sencilla: domeñada la acción popular (cosa por demás absolutamente necesaria) y controlada la actuación del MF, desaparece cualquier riesgo de actuaciones judiciales molestas para el Ejecutivo o para quien este considere necesario proteger.
Así las cosas, pasa a primer plano el problema de la crisis del MF, institución nuclear en la Administración de Justicia y sometida a una crítica que, en ocasiones, ha alcanzado mayor o menor intensidad, siempre por el mismo motivo: la vinculación o subordinación al Gobierno de turno y, por lo mismo, a los intereses de ese Gobierno y del partido o los partidos que lo sustentan.
En relación con este gravísimo problema se imponen algunas advertencias, comenzando por la primera y más importante, que es la necesidad de diferenciar entre la dependencia jerárquica que marca el régimen interior de los miembros del MF y la relación entre el fiscal general del Estado y el Gobierno que lo nombra.
El MF está jerarquizado, es cierto, y así lo establece el art. 124-2 de la Constitución. Pero eso tiene una teórica razón de ser, que es la unificación de criterios en su funcionamiento ante los tribunales, lo que incluye la interpretación de las leyes, que sería incompatible con la libre iniciativa de cada fiscal concreto. Sin embargo, en modo alguno la jerarquización puede comportar el deber de obedecer instrucciones que se aparten del respeto a la legalidad, que marca absolutamente su actuación, como también señala el mismo art. 124 CE, que declara que el MF tiene por misión “promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social”.
Ciertamente, todo ese planteamiento puede verse profundamente afectado por la hipotética asunción de la dirección de la investigación de los delitos por parte del MF. Esta competencia exigirá una cierta libertad de criterio de cada fiscal, aunque necesariamente haya algunas líneas de uniformidad y un posible control jerárquico, pero no al punto de marcar todas y cada una de las decisiones investigadoras, que solo habrán de sujetarse a la legalidad. Conocida la tendencia de los Gobiernos españoles de querer controlar la actuación del fiscal -como si este fuera un brazo más de la Administración-, esa imprescindible libertad será posible causa de problemas. Muchas tensiones incidirán en el hilo que vincula al Gobierno con el fiscal general y a este con los fiscales, por mucho que se reconozca la jerarquía, que nunca podrá sobreponerse a la legalidad y a las reglas aceptadas sobre interpretación de las normas.
Así pues, surgirá con bastante probabilidad una potencial fuente de problemas. En todo caso, antes de que eso suceda, habrá que abordar el complejo asunto del sistema de elección del fiscal general del Estado. Un modo que hoy está establecido en la Constitución con un sistema que mayoritariamente se considera defectuoso, por no decir incompatible con la deseable imagen de autonomía del fiscal general. Y esa crítica es muy anterior a los sucesos de los últimos meses que han dado con la escandalosa imputación del fiscal general por el Tribunal Supremo, que ha apreciado indicios de autoría de un delito de revelación de secretos o informaciones conocidas por razón de su cargo. Nada diré sobre esa acusación que está hoy sub iudice, pero el problema institucional es colosal, especialmente, por lo que tiene de posible exhibición de una actuación del MF (de su máximo jefe) en abierta sintonía con los intereses del Gobierno relacionados con el combate político.
Llegados a este punto, es lógico el clamor que exige la revisión del sistema previsto por la Constitución, advirtiendo así de que sería injusto imputar al actual Gobierno el deseo de controlar al MF y, conforme a ese objetivo, nombrar para el cargo a la persona que mejor garantizara (según el Gobierno) una actuación ajustada a los intereses del Ejecutivo o, en la situación actual, del propio presidente, sin reparar en ningún otro mérito o condición del elegido (sin perjuicio de los currículos). Y digo que esto no sería justo porque eso es lo que han hecho los sucesivos gobiernos, fueran del PSOE o del PP, con las excepciones que se quiera, que por supuesto puede haberlas.
No hay razón alguna para suponer que esa línea de conducta vaya a variar, ni con este Gobierno ni con el que venga, y que haya de nombrar un nuevo fiscal general. Así las cosas, es inevitable discrepar de aquellos que opinan que la salida de la actual crisis pasa solo por forzar la dimisión del actual fiscal general, pues es inimaginable que el Gobierno procediera a promover para ese cargo a una persona libre de cualquier sombra de connivencia política con el Ejecutivo.
Establecer un nuevo sistema es una tarea delicada, pero no imposible. Se debe descartar, por supuesto, cualquier fórmula corporativa con candidaturas únicas o por ternas elegidas por las asociaciones profesionales de fiscales (además, no es preciso ser fiscal para poder desempeñar ese cargo).
Hay que recordar que cualquier modificación tiene que transitar por una posible reforma constitucional, pues el art. 124-4 de la Constitución dispone que “el fiscal general del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial”. Esto no puede obviarse sin una modificación, que, a su vez, debería orientarse a multiplicar las garantías de que la elección no está guiada por intereses sectarios. Una meta que solo se podría conseguir exigiendo que el nombramiento vaya precedido de una aprobación del candidato avalada por una mayoría de dos tercios del Congreso, como ya se ha propuesto tanto doctrinalmente como hace años desde alguna asociación profesional de fiscales.
Claro está que se precisa conciliar muchas voluntades políticas para llevar a término una reforma de esa profundidad, que también necesitaría el compromiso político de los partidos mayoritarios a renunciar al boicot a cualquier clase de nombramiento, como técnica obstruccionista de la que tenemos sobrados ejemplos en el pasado y que debería desaparecer de nuestra vida parlamentaria. Por el bien de todos y también, en este caso, de la carrera fiscal, por la que siento un profundo respeto.