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La identidad cultural, ¿derecho o deber?; por José María Ruiz Soroa, abogado

01/08/2024
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El día 1 de agosto de 2024 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de José María Ruiz Soroa en el cual el autor opina que para lograr la cohesión de una sociedad no se requiere una supuesta unidad cultural derivada de la historia, sino el trato justo y equitativo que esa sociedad garantiza a sus miembros hoy, aquí y ahora.

LA IDENTIDAD CULTURAL, ¿DERECHO O DEBER?

¿Existe un derecho subjetivo de cada persona a formarse libremente la identidad cultural que prefiera? ¿O más bien la identidad cultural es una cuestión colectiva en la cual los ciudadanos deben someterse a las decisiones públicas (democráticas o no), es decir, a las denominadas “políticas de la identidad” o de “construcción nacional”?

La pregunta, si bien se mira, es un tanto sorprendente en su mismo planteamiento. En efecto, si en lugar de por la identidad cultural preguntásemos si la imposición coactiva desde el poder público de una identidad religiosa o de una identidad moral viola los derechos individuales, la respuesta afirmativa y escandalizada sería inmediata. Es obvio: el Estado de Derecho liberal democrático está fundado precisamente sobre el principio de libertad religiosa, moral e ideológica. Las identidades, sean cuales sean, y por muy sociales que parezcan, son entes que al final habitan en las neuronas de las personas.

Sin embargo, en el momento en que se pregunta por la “identidad cultural”, parece activarse en la mente del intérprete hispano corriente un interruptor peculiar que le remite de inmediato a otro mundo, al mundo de lo colectivo: ¡ah no -piensa-, la identidad cultural sí que es una cuestión pública, corresponde a la responsabilidad y al ámbito de actuación de la autoridad. No existe un derecho individual a la identidad, sino un deber del individuo de ahormarse a la que públicamente se define como territorialmente correcta.

“Es un objetivo básico del gobierno afianzar la conciencia de identidad y cultura andaluza” (artículo 10 del Estatuto andaluz de 2007). “Es obligación de las personas conservar el patrimonio cultural recibido” (art. 22 del Estatut catalán, art. 13 del aragonés y art. 33 del andaluz). No de los gobiernos, fíjense, sino de las mismas personas gobernadas: los Estatutos invierten el artículo 46 de la Constitución y convierten en obligación individual lo que era deber de los poderes públicos.

En esta asociación instintiva entre la identidad cultural y el ámbito de lo público o social que se produce con toda naturalidad entre nosotros, se manifiesta lo que tantas veces ha denunciado el historiador Álvarez Junco: la inexistencia en nuestra tradición política ya desde 1812 de un individualismo liberal potente similar al anglosajón. Somos la tierra de los sujetos colectivos, nos guste o no. Por aquí se desconfía del individuo y se aplaude al pueblo, la nación, la clase o la gente.

Pero, además, se trasluce en ello una flagrante confusión entre los usos descriptivos y los normativos del lenguaje y del Derecho. En efecto, es bastante obvio que el individuo no forja su identidad de manera aislada, ni la elige libremente entre muchas partiendo de una especie de vacío (de un “yo asocial desvinculado”). No, la identidad personal es la cosa más social que existe, puesto que se forja a través de la asunción progresiva por parte del sujeto de los roles y estatus que el ser humano encuentra ya existentes en su sociedad, sobre todo de manera lingüística. Asume su identidad, no la elige. Ahora bien, esta es una verdad descriptiva sociológica o antropológica, pero no por ello posee valor normativo. Pues lo que interesa al Derecho no es “cómo son” las personas, sino “cómo deben ser tratadas”. El que la identidad personal sea de construcción social no dice nada acerca de si la sociedad puede exigir a los individuos componentes ahormarla a la canónica establecida, conservarla, no cambiarla, no abandonarla, etc. Deducir del origen social de la identidad humana, que es un hecho bastante trivial, un derecho colectivo a imponer/sostener/conservar una identidad concreta a costa de los individuos que la viven es un sofisma. El viejo sofisma de deducir de un ser un deber ser, de una historia una obligación, de un hecho un valor.

Joseba Arregi solía escribir que la “libertad de conciencia” que inició el ciclo de protestas protoliberales del que nació nuestro mundo “se dice hoy libertad de identidad”. Y tenía razón. El principio de protección del individuo frente a la acción coactiva del poder público en su ámbito personal de conciencia o creencia no se limita a lo sagrado, sino que incluye cualquier manifestación de la mestiza personalidad del ser humano. No hay ámbitos de esta personalidad que sean de libre autonomía del individuo y otros que no. La formación y el desarrollo de la “personalidad” de la que habla el artículo 10 de la Constitución (cuando se redactó, lo de “identidad” no sonaba todavía) es una libertad humana conectada con su dignidad, que incluye desde luego sus componentes culturales, así como los religiosos o de ideología. ¿Cómo podría ser de otro modo?

Pues de hecho lo es: en nuestro país se ha naturalizado la idea (comunitarista o nacionalista) de que las identidades culturales deben ser conservadas por vía administrativa, como ironizaba Habermas. Y como hay que buscarle al principio alguna razón más presentable que la historicista de los nacionalistas, se invoca el sonajero de la “cohesión social”. Así, se dice, la homogeneidad cultural de una sociedad es un elemento importante para su buena actuación colectiva, porque funciona como “cemento social”, hace soportable el reparto de los costes de la convivencia y del bienestar. Es más fácil asumir las cargas colectivas en la familia o en el grupo de amigos, o en la comunidad tipo Gemeinschaft de relaciones cara a cara y en la que todos pensamos igual, que en la sociedad multicultural anónima y mestiza. Lo dicen Le Pen o Meloni por ahí, y por aquí lo piensan casi todos. Una sociedad con identidad tiene una propensión a hacer las cosas bien, dijo una vez el lehendakari Ibarretxe. De manera que la conservación manu militari de una sólida identidad cultural sería funcional para el bienestar humano, poseería una utilidad manifiesta, la de cohesionarnos y protegernos de la caótica disgregación globalizada y neoliberal.

En verdad puede decirse que no hemos avanzado demasiado en cuestión de argumentos. Porque ya Felipe II en el siglo XVII, y aunque no fuera con términos tan superferolíticos como los de cohesión e identidad, lo explicó así para defender su política de unidad religiosa obligatoria: “Un reino con muchas religiones se deshace”. Y entonces no era una particularidad hispana, sino pensamiento común de todos los principados europeos, como lo proclamó Westfalia en 1630: “Cuius regio, eius religio”. La cohesión del principado requería la unidad religiosa. Hoy es la identitaria: cada territorio tiene su identidad y si todavía no es así, deberá construirse desde el poder. La diferencia es un fetiche adorado, sí: pero la diferencia del conjunto, no la del individuo. Diferentes ad extra, homogéneos ad intra.

Pierre Rosanvallon ha ironizado sobre el argumento funcional-cohesivo de la cultura común denunciando la inversión que entraña del correcto orden político de las cosas: lo primero para lograr la cohesión no es una supuesta unidad cultural derivada de la historia, sino el trato justo y equitativo que esa sociedad garantiza a sus miembros hoy, aquí y ahora. La cohesión nace de ese dato político, no al revés. Es el trato a las personas el que funda o destruye la cohesión del conjunto, y no un dato cultural previo.

Pero lo cierto es que, sea cual sea su valor funcional o utilitario, nunca deberíamos haber olvidado el simple y básico principio de que la identidad cultural es un derecho individual que deriva de la dignidad de cada persona. La Declaración o Carta de Friburgo de la Unesco de 2007, después de definir la identidad cultural como el conjunto de referencias culturales por el cual una persona, individual o colectivamente, se define, se constituye, se comunica y entiende ser reconocida, establece que “toda persona tiene la libertad de elegir identificarse o no con una o varias comunidades culturales, sin consideración de fronteras, y de modificar esta elección. Nadie puede ser obligado a identificarse o ser asimilado a una comunidad cultural contra su voluntad” (art. 4). Si no fuera la Unesco, aquí en España sonaría a chino.

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