INDULTOS
Aunque su supervivencia se suele fundar, tanto en razones de ejercicio de la soberanía como de Equidad para moderar el rigor de la Justicia, es lo cierto que la facultad de ejercer el “derecho de gracia”, que se reserva al Ejecutivo, es una reminiscencia del poder absoluto que permitía enmendar la plana a los jueces en materia de condenas penales. En España la ley que lo regula es la de 24 de junio de 1870, reformada el 14 de enero de 1998, y últimamente el 31 de marzo de 2015. La Constitución de 1978 vino a reconocer la pervivencia de esta institución en su artículo 62 i) situándola entre las funciones que corresponden al Rey, si bien el artículo 64 CE establece la necesidad general del refrendo “por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes”, lo que en materia del ejercicio de la gracia corresponde al ministro de Justicia.
Ya desde el principio la Ley imponía algunos requisitos tendentes a evitar la arbitrariedad en la concesión de los indultos; este es el eje central de la licitud jurídica de una medida que, al suponer la intromisión del Ejecutivo en el Poder Judicial y, por lo tanto, constituir una excepción al principio de división de Poderes, si se aplica de manera arbitraria, podría comprometer ahora hasta su constitucionalidad.
Entre los requisitos para la validez del indulto, figuraban los de que solo pueda otorgarse cuando exista sentencia firme, y usarse respecto a aquellos penados que no estén huidos; se exige también, el previo informe del Tribunal sentenciador, del jefe del Establecimiento Penitenciario, del fiscal y del ofendido por el delito, a lo que se añade un requisito genérico, que la propia Ley llama “tácito”, y que es el de “que no cause perjuicio a terceras personas o no lastime sus derechos”.
Esta facultad de otorgar el indulto, que supone conceder el perdón sobre un delito, mediante la reducción o incluso anulación total de la pena, es excepcional, como ha reconocido la jurisprudencia y, sin embargo, resultaba sorprendente la frecuencia con que aparecían los indultos en el Boletín Oficial del Estado, situación que, afortunadamente, se ha corregido, en cuanto al número, desde que el Tribunal Supremo ha intervenido en su control contencioso-administrativo, reduciéndose drásticamente.
Y es que en un principio se aceptó que la concesión del indulto estaba exenta de control jurisdiccional, pero la situación, como ya hemos anticipado, ha ido cambiando progresivamente y de manera radical desde el año 2001, a partir del cual la Sala Tercera del Tribunal Supremo ha pronunciado numerosas sentencias, en las que ha sometido a revisión, tanto la denegación como la concesión del indulto.
Especial interés tiene, por contener una recopilación de la doctrina de la Sala, la sentencia de 20 de noviembre de 2013, de la que fue ponente el magistrado don Rafael Fernández Valverde, dictada en relación con el indulto otorgado a un conductor “kamikaze” que había sido condenado, entre otras penas, a la de 13 años de prisión por haber causado la muerte de otro conductor y que resultó indultada y sustituida por una multa; indulto que fue recurrido por los padres de la víctima y que el Tribunal Supremo anuló, declarando que si bien, al tratarse de un acto discrecional, el control no puede extenderse a los defectos de motivación y se ha de concretar en aspectos formales y reglados, sin embargo sí es exigible que el acuerdo de indulto contenga las “razones de justicia, equidad o utilidad pública” que exige la propia Ley. Cabe añadir que ello servirá, también, para evitar que el uso de esta excepcional facultad del Poder Ejecutivo se convierta en una arbitraria modificación de lo resuelto por los Tribunales y con ello entre en colisión con los artículos 103.1 CE, que impone el “sometimiento pleno de la Administración Pública a la Ley y al Derecho” y 118 CE que establece la obligación general de “cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales”.
La sentencia de la Sala Tercera añade “que la lógica jurídica en dicho proceso de decisión administrativa se nos presenta como el parámetro exterior de contención de la arbitrariedad, proscrita para todos los Poderes Públicos en el artículo 9 CE, ya que al fin y al cabo, la actuación arbitraria es la contraria a la justicia, a la razón o a las leyes y que obedece a la exclusiva voluntad del agente público. Lo que en dicho precepto constitucional se prohíbe es la falta de sustento o fundamento jurídico concreto de una conducta administrativa y, por consiguiente, la infracción del orden material de los principios y valores propios del Estado de Derecho. Y tal exigencia también ha de reclamarse cuando del derecho de gracia se trata, aunque en el marco de la mayor discrecionalidad de que la misma está investida”.
La enseñanza que debe sacarse de esta jurisprudencia es que cualquier Gobierno, antes de poner a la firma de S.M. El Rey el texto del Real Decreto correspondiente, debe ocuparse de que quede justificado de manera expresa, lógica, adecuada a la realidad de los hechos delictivos y creíble, que el ejercicio del derecho de gracia tiene su fundamento en sólidas “razones de justicia, equidad o utilidad pública”, ya que de otro modo, y si el indulto fuera impugnado, podrá ser anulado.
No cabe ocultar que para eludir el control jurisdiccional, se puede tener la tentación de recurrir al Decreto Ley o incluso a la Ley, pero eso también está sometido a otros jueces, los que guardan la Constitución.
Y es que el Estado de Derecho consiste precisamente en eso, en que todos estamos sometidos al Ordenamiento jurídico, empezando por los que ostentan el Poder; ese sometimiento consiste en cumplir las Leyes y obedecer a los tribunales y fuera de ese marco tampoco puede haber democracia.