LA ANÉCDOTA PUIGDEMONT
Las grandes doctrinas revolucionarias se han escrito a la luz de una vela en una mesa camilla, en una silla de la British Library, o en un confortable despacho universitario. Pero pasar a la acción exige ponerse en pie, levantarse. Por eso se denomina alzarse al acto de rebelión contra el orden establecido, ya sea por razón de la justicia, ya por causa menos virtuosa como la ambición de poder.
Durante los últimos siglos la nación española ha generado anticuerpos suficientes para hacer frente a cualquier alzamiento, levantamiento, pronunciamiento o revolución. España los ha sufrido en gran número y de muy diversa condición. Los ha habido silenciosos y arteros como los de Fernando VII contra la Constitución de 1812; con ocupación militar del Congreso como los de Pavía y Tejero; con algaradas y motines populares; con manifiestos de lenguaje barroco en las salas de banderas o en una campa al frente de la tropas; con eficacia sutil y pacífica como en la transición a la democracia desde el régimen franquista; y otros, por fin, lamentablemente resueltos en cruentas guerras civiles.
El último alzamiento contra el orden constitucional español lo han protagonizado los independentistas catalanes. No debería de haber cogido a nadie por sorpresa.
Con la clarividencia de oráculo bíblico, Tarradellas dirigió una carta al director de “La Vanguardia”, publicada en el número de 16 de abril de 1981. Su lectura es muy recomendable. Se lamentaba Tarradellas de que en la toma de posesión de su sucesor, Jordi Pujol, le vetaran su habitual viva a España; acusaba de megalomanía y sectarismo (sic) a la nueva política catalanista; auguraba una progresiva división de los catalanes; y preveía un peligroso deterioro de las relaciones con las restantes instituciones del Estado. La carta fue acogida condescendientemente por los nuevos ocupantes de la Generalitat.
Los sucesivos gobiernos catalanes siguieron avanzando sin el menor embarazo en una política progresivamente separadora de España, con el fin preconcebido de la independencia. El penúltimo acto fue el Estatut propiciado por Zapatero, que era a todas luces una plataforma de despegue hacia el objetivo -certus an, incertus quando- de la proclamación de la república catalana. Solo una ingenuidad sin límite permite sostener que la frustración por la declaración de inconstitucionalidad de algunos artículos del Estatut es la causa de la situación actual.
Nos enfrentamos a un alzamiento contra el orden constitucional con una declaración formal de independencia de Cataluña.
Un alzamiento de esta naturaleza constituye delito de rebelión, si bien, desde 1995, nuestro código penal exige que vaya acompañado de violencia. En Alemania, el delito equivalente es la alta traición y también requiere violencia. Como cualquier otro delito, la rebelión ha de probarse en un juicio que ofrezca todas las garantías procedimentales. En este caso el tribunal competente es nuestro Tribunal Supremo. El tribunal de Schleswig-Holstein ha denegado la extradición de Puigdemont por delito de rebelión -uno de los varios que se le imputan- al no apreciar un suficiente grado de violencia por parte de los alzados.
Con la misma convicción con la que los entrenadores proclaman que no opinan sobre los árbitros, los políticos, ante una decisión judicial, declaran siempre solemnemente: “Acatamos las resoluciones de los Tribunales”. (La ministra alemana de Justicia -progresista e imprudente- ha demostrado la ventaja de no salirse de este lugar común).
Pero las decisiones judiciales deben ser criticadas, aunque sean comenzando con la clásica muletilla de los abogados, “con el debido respeto”.
Pues bien, el tribunal local alemán, en contra de la fiscalía -y en instancia única para mayor desastre- ha invadido la competencia jurisdiccional española, distorsionando los límites del proceso de extradición, que es juicio sumario de alcance superficial y limitado, y entrando, de hecho, en el fondo del asunto, sin las garantías procedimentales de prueba y contradicción propias del juicio principal que corresponde seguir en España. Inconcebible.
Como es inconcebible que la izquierda española considere que la decisión del tribunal alemán avala la tesis nacionalista de que estamos ante una cuestión política y no judicial.
Un debate sobre modificación del orden constitucional, por radical que sea, forma parte del ámbito de lo político y goza del amparo de las libertades de opinión, de prensa, y de palabra. Son los cimientos del Estado democrático. Nada impide propugnar, siguiendo el procedimiento previsto en la Constitución, la modificación de la estructura territorial del Estado para instaurar un federalismo (del que tanto se habla sin concretar nada), e incluso aprobar el eufemístico derecho a decidir. Es admisible que en un próximo futuro, en el curso ordinario de la política, se discutan nuevas fórmulas de convivencia que convengan a la totalidad de los españoles.
Pero ahora estamos ante una vulneración consumada del orden constitucional español con independencia de lo que diga el tribunal alemán, y el Estado está obligado a actuar con la mayor firmeza para restaurar el orden violentado y someter a los culpables a un juicio justo. En este momento la política debe ceder su lugar a los tribunales y al ejercicio de la legítima coacción estatal. Llegados al punto en el que estamos, esta es la continuación natural de la política en el seno de un Estado democrático de derecho.
La extradición incompleta de Puigemont es una anécdota que ni debe generar frustración ni distraer a los poderes públicos de su tarea de restauración plena del orden constitucional por todos los medios legales a su alcance, que son muchos. Volver al curso ordinario de la política y negociar cambios constitucionales antes de haber completado esta tarea es volver a cerrar en falso el problema.
Terminaba su carta Tarradellas: “España unos dicen que bosteza y otros que está dormida pero me parece que en el país existe todavía suficiente savia nueva para despertarlo, sacudirlo y darle nobles ambiciones tocando pies en el suelo para poder ir hacia delante sin vacilaciones. porque nuestro país es demasiado pequeño para que se desprecie a ninguno de sus hijos y suficientemente grande para que quepamos todos”.
Tocar pies en el suelo es el alzamiento que necesitamos.