Con la sonrisa de quien se siente bastante liberado de compromisos, Obama ha anunciado el deshielo hacia Cuba, en uno de sus buenos discursos televisados al mundo entero. Ítem, ha reconocido que Estados Unidos había equivocado la estrategia por más de cincuenta años, hasta el punto de que era Washington, finalmente, la aislada de la comunidad internacional en sus medidas de embargo hacia La Habana. A igual hora, Raúl Castro dirigía un mensaje conciliador a sus once millones de cubanos en la isla. Sostenidos por la personalísima mediación del Papa argentino, Francisc o, los negociadores de los dos países, “enemigos íntimos” desde nuestra crisis del 98, han dado un paso irreversible y resonante, como no se oía desde los acuerdos de paz de París de 1973 con Vietnam del Norte.
El restablecimiento de relaciones diplomáticas era una demanda razonable de la izquierda demócrata, y la propia Hillary Clinton la había acogido en su libro de memorias. La ruptura del aislamiento oficial y la normalización de contactos habían comenzado hace tiempo, pero ahora se multiplicarán hasta desatar en la isla los aires de una transición, de la que los españoles veníamos siendo expertos reconocidos. El presidente Obama ha apostado por sacar la controvertida cuestión cubana del malsano ámbito de los asuntos internos y situarla en el terreno más convencional de la política exterior, en el tablero de un pragmatismo inteligente y una visión panamericana y anticolonialista, que no se lo pone nada fácil a la política española con Iberoamérica. Para el partido republicano, el atrevimiento, la osadía casi, de una Casa Blanca en teórico declive y que no cuenta con el poder legislativo es una piedra en su largo viaje hacia el centro.
Los radicales del veterano exilio en Miami exigirán que el régimen de La Habana proceda a hacerse un harakiri de reformas políticas en veinticuatro horas y generar grandes expectativas imposibles, por un justificado miedo a perder su temible poder local. A noventa millas de La Florida, un par de viejos hermanos que rayan los noventa años esbozarán una media sonrisa tan indefinible como liberada del fardo de una ingrata historia que nunca debió comenzar.
