INCRIMINACIÓN PENAL DEL DESPILFARRO PÚBLICO
Una de las cuestiones que se sitúan en el centro del debate político y jurídico en el presente momento es la de la conveniencia de reformar el Código Penal para incluir en el mismo un nuevo delito de despilfarro en el uso de los fondos públicos. Necesidad que ha sido incluso reclamada por la Defensora del Pueblo ante el Congreso.
Efectivamente, en nuestra legislación penal no se contempla ningún delito que permita sancionar las conductas de despilfarro de los fondos públicos por quienes están encargados de su gestión. Lo que existe es el clásico delito de malversación de caudales públicos, que, como su propio nombre indica, consiste en un mal uso, pero que no puede ser aplicado a los supuestos de despilfarro porque este delito sanciona únicamente la conducta del funcionario o autoridad que se apropia, definitiva (art. 432 CP) o temporalmente (arts. 433 y 434 CP), pero en todo caso con lucro personal propio o ajeno, de los caudales que tiene confiados a su cargo por razón de sus funciones. Sin embargo, el delito de malversación no resulta adecuado para sancionar penalmente los supuestos de despilfarro en los que no se produce una apropiación ni una aplicación de los caudales a fines personales con intención de lucro, sino un simple y puro uso irresponsable.
El actual Código Penal, que data de 1995, vino a restringir el delito de malversación contenido en el viejo Código de 1973, que también consideraba como delito de malversación las conductas imprudentes (art. 395) e incluso el dar a los caudales una aplicación pública diferente de aquella a la que estuvieren destinados (art. 397). Conductas ambas que, sin coincidir plenamente, se aproximan más a los supuestos de despilfarro que el actualmente vigente delito de malversación. La razón de su supresión fue la práctica unanimidad reinante entre la doctrina, sobre la suficiencia de reprender estas conductas por vía administrativa o por medio de la responsabilidad contable, en su caso, reservando el ámbito criminal para los casos más graves en los que el funcionario actuara de forma consciente y con intención de lucro privado.
Y es que, en efecto, existe una gran desconocida para el público en general, que es la denominada responsabilidad contable, a la que están sujetos quienes tienen la responsabilidad de gestionar caudales públicos, cuya determinación es competencia del Tribunal de Cuentas, al que el art. 136.1 de la Constitución encomienda la suprema fiscalización de las cuentas y de la gestión del Estado y del sector público. Su ámbito, además, se extiende a toda la geografía nacional (art. 1.2 LO 2/1982, 12 mayo, del TCU) para el enjuiciamiento de la responsabilidad contable en que incurran quienes tengan el manejo de fondos públicos (art. 2.b), con la función específica de fiscalizar que la actividad económico-financiera del sector público se someta a los principios de legalidad, eficiencia y economía (art. 9.1). E igualmente debe fiscalizar cuantas infracciones, abusos o prácticas irregularidades haya detectado en la gestión de los caudales públicos (art. 12.2). En definitiva, su razón de ser es la fiscalización de la gestión de los fondos públicos para detectar, controlar y evitar, precisamente, su despilfarro.
En tal función, cuando el Tribunal de Cuentas detecta que se ha hecho un mal uso de los fondos públicos (que no tiene por qué ser constitutivo de malversación ni de ningún otro delito), debe determinar la responsabilidad contable en que incurre el gestor público que los ha despilfarrado, para hacer efectiva la obligación de reparar e indemnizar que imponen los arts. 38.1 LO 2/1982, de 12 de mayo, del TCU, y 49.1 Ley 7/1988, de 5 de abril, de Funcionamiento del TCU, a quien por acción u omisión originara el menoscabo de caudales o efectos públicos. En consecuencia, el funcionario o autoridad que despilfarra los fondos públicos cuya gestión diligente tiene confiada no debería irse de rositas si se dotara al Tribunal de Cuentas de los medios e instrumentos necesarios para que pueda hacer eficazmente la función constitucional que tiene encomendada. En la que se encuentra apoyada, por lo demás, por la propia Fiscalía del Tribunal de Cuentas, que viene realizando una labor excepcional desde hace años. Por tanto, no es preciso crear ningún nuevo delito de despilfarro para exigir responsabilidad a los gestores públicos negligentes: para eso existe la responsabilidad contable. Es más, tal responsabilidad contable normalmente es superior a la que sería propia de la responsabilidad civil derivada del delito, hasta el punto de poder alcanzar a los propios herederos del gestor público en determinadas circunstancias (art. 38.5).
Así las cosas, crear un nuevo delito de despilfarro no se encuentra justificado ni resulta acorde a los principios de intervención mínima y de ultima ratio que rigen nuestro sistema penal. Ello, al tiempo que resultaría extraordinariamente peligrosa su existencia, porque podría dar pábulo a que determinados juzgados y fiscalías se dedicaran en un exceso de celo a someter a enjuiciamiento judicial criminal la oportunidad de las decisiones políticas adoptadas por quienes tienen confiada en exclusiva por las urnas la responsabilidad de gestionar los fondos públicos. Situación que podría llegar a poner en peligro en algunos casos la propia esencia de la división de poderes, que constituye uno de los pilares esenciales de la sociedad democrática.