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Un vaso vacío; por Enrique López, Magistrado

15/02/2011
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El día 14 de febrero se publicó, en el diario La Razón, un artículo de Enrique López, en el cual el autor opina que de nada vale la reforma del texto constitucional, si se da una voluntad deliberada por aquellos que ejercen la responsabilidad política en un momento dado, de sobrepasar su texto y su espíritu. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

UN VASO VACÍO

En España, por un lado se da una fe ciega en la Ley como único instrumento que asegura la solución a nuestros problemas, y, a la vez, se la presenta como el origen de todos los males. Parecería que la Ley tiene vida propia, pensara y se adaptara por sí misma a las circunstancias que la rodean. Pero no. Antes que la Ley está la persona, y ésta es la responsable de su elaboración y de su observancia. Por ejemplo, cada vez con más fuerza se está pidiendo una racionalización de nuestro Estado de las Autonomías, un poco en la línea del Informe del Consejo de Estado para la reforma Constitucional, solicitado por el Gobierno, y que si bien duerme el sueño de los justos, fue ampliamente difundido y explicado por la Doctrina. No cabe duda de que todo es perfectible y la Constitución por supuesto, pero el problema no sólo radica en los textos legales, sino en las personas responsables de su aplicación, desarrollo y cumplimento. Hoy existen países con un gran desarrollo orgánico-constitucional, y por el contrario, son países en los que la democracia no funciona. De nada vale la reforma del texto constitucional, si se da una voluntad deliberada por aquellos que ejercen la responsabilidad política en un momento dado, de sobrepasar su texto y su espíritu. Este tipo de políticos, cuando se da un problema, suelen echarle la culpa al texto de la ley y a la falta de previsión. Legal. No caigamos en la trampa, nuestra Constitución, rígida a veces, muy cerrada en sus previsiones, abandonó, como no podía ser de otro modo la última determinación de todas la políticas a los partidos políticos; entre ellas, en concreto la autonómica la dejó en manos del consenso entre las principales fuerzas políticas, y cuando este consenso no se da, la mera mayoría parlamentaria coyuntural, puede ir en contra de aquel espíritu constitucional. Un ejemplo claro es nuestra Constitución económica, cuyo principio básico es el de “libertad de empresa en el marco de una economía de mercado”, si bien con sujeción a “las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación”. El sistema económico que define la CE guarda un gran equilibrio entre los principios liberales y principios intervencionistas (propios de una economía de planificación centralizada). Permite que el intérprete, esto es, el partido en el poder, se incline por uno u otro, y ello sin necesidad de modificar o violar la “magna carta”. Desde el punto de vista constitucional, tan válido sería un régimen político en el que la banca, la energía y la gran industria estuvieran dominadas por empresas públicas, y la economía se rigiera por “Planes de Desarrollo” quinquenales, como otro de total privatización de las empresas públicas y de desregulación y liberalización a ultranza. Esta relativa ambigüedad la explica el carácter consensuado de la CE de 1978, que fue pactado por fuerzas políticas ideológicamente muy dispares y por la naturaleza propia de una Constitución, que permite diversas formas de hacer política, eso sí siempre dentro de su marco. Ésta es la cuestión, siempre dentro de su marco y no fuera o forzando el marco hasta hacerla irreconocible. Ésta es la responsabilidad que contraen las fuerzas políticas, hacer política desde su ideología, respetando el marco constitucional, y es obvio que no hay constitución en el mundo, que puedan resistir por sí misma y sin más, otra forma de hacer política que no fuera aquella. Decía Ortega que “sin ley no podemos vivir bien, como sin vaso, no podemos beber bien, pero no vacilaremos, si damos a las cosas su debido orden, en preferir un hontanar a un buen vaso. La atención excesiva a la legalidad nos ha dejado en las manos un vaso perfecto, pero perfectamente seco”. Esto es, el recurso en exceso a la legalidad nos puede hacer olvidar el contenido de la misma, y sobre todo olvidar lo justo. Admiremos la justicia y ello nos llevará a una excelsa legalidad, próxima a la primera; el puro formalismo legal, hace de las sociedades órdenes carentes de principios y de valores. Puro fariseísmo. Por ello, no caigamos en la trampa de atribuirle el carácter tautológico que algunos quieren conceder a la Ley; ésta, es fundamental en una sociedad civilizada, puesto que asegura su conservación, pero debemos luchar para que estos instrumentos formales nos acerquen mas a la justicia. Decía el Filósofo que el Derecho está formado por unos asertos plasmados en la Ley y otros, el Derecho Ideal como parte de la opinión pública, que van incitando a la reforma de los primeros. El buen político los reconoce, los consensua y les da vida jurídica, el mal político los evita si no coinciden con lo que considere más oportuno para mantenerse en el poder, y poco a poco, y a veces sin darse cuenta, se aparta tanto de la sociedad, que llega a situarse en frente.

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