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‘La fiesta de los jueces’, por Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado en excedencia

23/09/2010
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El día 22 de septiembre de 2010, se publicó, en el diario El Mundo, un artículo de Javier Gómez de Liaño, en el cual el autor opina que nuestra justicia está gravemente enferma, casi desahuciada. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

‘LA FIESTA DE LOS JUECES’

Hace unos días asistí al estreno, en Madrid, de La fiesta de los jueces, obra de teatro de la que es autor y director Ernesto Caballero. El espectáculo tiene como protagonistas a varios miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que, al final del acto solemne de Apertura del Año Judicial, deciden representar, en versión libre, El cántaro roto, una farsa costumbrista del dramaturgo alemán Heinrich von Kleist, donde se denuncia la corrupción de la justicia y el abuso de los jueces. En un escenario cubierto de procedimientos judiciales previamente pasados por una trituradora de papel y con un gran espejo en el que los actores se reflejan, los propios jueces, mediante la técnica del teatro dentro del teatro, se juzgan a sí mismos, en un original e inteligente juicio popular.

La representación teatral, todavía en cartel y que recomiendo ver, coincide con la Apertura del Año Judicial que ayer, con arreglo a la usanza de las tres últimas décadas, el Rey declaró inaugurado después de que el fiscal general del Estado leyese la memoria anual y el presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ pronunciara el discurso de rigor. Salvo mejores opiniones, el acto, como los anteriores, fue el reestreno de una obra de teatro muy ensayada. Poseo la colección completa de los discursos de apertura de tribunales -desde 1870- e incluso he asistido personalmente a una docena de ellas. Que recuerde, en ninguno se han pronunciado palabras que declaren decepciones o pesimismos. Todos son recapitulaciones formales de lo que se hizo o se dejó de hacer y nunca oí hablar de lo mal que fueron las cosas y de las culpas de unos y otros. Aparte de disparar el cohete anunciando que se abre el portón de los tribunales, lo que más me suenan son las sugerencias recomendando el borrón y cuenta nueva del periodo anterior de una justicia que subsiste como una empresa al borde de la quiebra.

Esto no sólo lo digo yo. Que 24 horas antes de tan solemne acto, las asociaciones judiciales, excepto una, firmaran un comunicado conjunto para expresar su malestar con la actual situación de los tribunales, es prueba de que nuestra justicia está gravemente enferma, casi desahuciada. El diagnóstico de los jueces y magistrados es alarmante. En la nota emitida puede leerse que “el año judicial que comienza viene precedido por uno de los peores de la carrera Judicial en mucho tiempo”. “En este contexto no hay nada que celebrar, ni tiene sentido una apertura de tribunales que se encuentran en estado de ruina”, señala otro comunicado de prensa difundido anteayer por uno de esos colectivos judiciales.

No se trata de aguar la fiesta, sino de llevar vino a la fiesta. Hace tiempo y si no véanse las encuestas, que la fe de los ciudadanos en la justicia es escasa. A pesar de que no son pocos los españoles que tienen hambre y sed de justicia hasta los mismos límites de la indigencia, hoy por hoy esa necesidad está al descubierto y no puede preservarse de sus inclemencias. Lamento decirlo, pero tengo la sensación de que a algunos, entre los que incluyo a jueces, les pasa como a los enfermos de anorexia, que pueden estar en el lecho de muerte y siguen viéndose gordos.

“Detrás de la comedia y de la sátira se encierra un dolor y una preocupación por ese pilar del Estado que está sufriendo las consecuencias de no haber hecho una reforma en su momento”, dijo Ernesto Caballero el día del estreno de La fiesta de los jueces. Cuánta razón tiene. Lo mismo que cuando confiesa su inquietud porque “la justicia haya caído en una justicia de autor”. Es verdad. En materia de justicia, España lleva muchos años dormida en los laureles. Nos hemos creído que era una cuestión menor, un artículo de última necesidad y así nos va. Todo lo que nos pasa, nos está bien empleado. La justicia de verdad, la Justicia con mayúscula, no interesa a ningún instrumento de poder y cuanto peor funcione, menos controles, menos problemas y, por consiguiente, más libertad de acción para los dislates y fechorías. Si los gobernantes acertaran a poner en manos de los ciudadanos la herramienta de hacerles cómodo y saludable acudir a los tribunales, el problema entraría en la vía de solución, pero este trance ideal está todavía muy lejos por el mansueto entendimiento que los políticos tienen de la justicia, a lo que se añade, dicho sea de paso, la tendencia de una buena parte del funcionariado judicial de hacer de la justicia algo que pertenece a su libre albedrío.

A excepción de unos cuantos, casi nadie discute que la Justicia da más sobresaltos y disgustos que gozos y satisfacciones y que cada día la gente la entiende menos. Sus ritmos son desesperantes y nuestra maquinaria judicial se mueve aún a velocidad de tortuga, lo que es síntoma de inseguridad y agotamiento. Por eso creo que el comienzo del año judicial no ha de ser el día de los jueces sino el de los ciudadanos. Son estos quienes han de hacer memoria y sacar conclusiones de cómo ha sido el que se va y cómo desean que sea el recién estrenado. Desde luego, ante los malos resultados, al que termina lo despedirán con gusto y al que viene seguro que lo saludarán con desconfianza. Han sido tantos años judiciales ruines que es muy difícil pensar que el siguiente será mejor y nos conformamos con que no sea peor que el anterior.

En La fiesta de los jueces, su autor y sus actores se enfrentan, con mano maestra, a la situación actual de nuestra justicia y obtienen lógicas y sabias consecuencias que bien hubieran de servir a los jueces a acertar a entenderlas y digerirlas. En su análisis describe a un Poder Judicial no constitucional, desde el momento en que está subordinado al poder político y, por otro lado, presenta una organización judicial que más que administración ordenada es un desastre. Todos estos hechos son bien conocidos. Lo que faltaba era subirlos a un escenario. “La Justicia es una tierra de pelea entre los distintos partidos, continuamente puesta en solfa, en la prensa, y que levanta grandes pasiones”, dice en una entrevista el actor Santiago Ramos, que representa el papel del juez Adán.

Y todo por culpa de una carrera judicial que, por lo general, no ha combatido por ocupar el lugar que le corresponde en la lista de los poderes constitucionales. Tan es así, que quizá la causa más grave del actual estado de cosas sea el papel residual que el Poder Judicial ha ocupado dentro del Estado, las históricas y constantes abdicaciones de que ha hecho gala respecto a poderes no tanto institucionales como reales. El poder judicial jamás ha sido homogéneo y, en general, los jueces no han dado la cara por su independencia cuando la situación lo ha exigido. Durante muchos años ha tenido un infinito complejo de inferioridad y ha girado en la rueda del verdadero poder como un minúsculo rodamiento fácil de engrasar. Esto es algo que todo el mundo sabe. Hasta los propios jueces que, hartos de la situación, a comienzos de este año, en acción conjunta, publicaron un manifiesto titulado Plataforma por la despolitización de la Justicia y la Independencia Judicial, donde denuncian “el desmesurado grado de politización y la pérdida de independencia en que se encuentra el Poder Judicial” y reprueban “el proceso de contaminación política y ocupación progresiva del espacio judicial que desde 1985 inicio el poder político dominante”.

Lo que en buena lógica se impone es el esfuerzo por lograr que el Poder Judicial triunfe como el Derecho debe triunfar en un Estado de tal nombre. Ya sabemos que el paisaje no es alentador. Nadie puede extrañarse de que los jueces duden de que el CGPJ les represente y, lo que es más dramático, que defienda la independencia judicial. Una institución cuyos miembros son nombrados como lo son, poco puede dar de sí, pues un órgano constitucional reverente y dócil no pasa de una burocratizada jefatura de servicios controlada por unos y otros. Desde su constitución en 1980 hasta nuestros días, no todos, pero sí en su conjunto, los vocales han sido marionetas movidas por los mandamases de turno. Esto no es un juicio temerario. Lo que ofrezco son datos netos que nos perseguirán hasta que no se produzca una verdadera revolución en bloque de los jueces, dispuestos a llevar a cabo, en los términos planteados, sus justas y legítimas reivindicaciones. Son infinitas las preguntas que podrían hacerse a cualquier responsable del poder judicial y seguro que muy pocos estarían dispuestos a contestar con un mínimo de credibilidad. Sólo los ciudadanos imaginan las peores de las respuestas.

Confieso que, al igual que muchos, me gustaría decir bienvenido sea el nuevo año judicial, bienvenidos sean los nuevos proyectos, bienvenidas sean las nuevas ilusiones, bienvenidos sean los renovados propósitos de enmienda y hasta bienvenidos sean esos cacareados planes de modernización o los sonoros Pactos de Estado por la Justicia que todos los años, por estas fechas, son invocados por el ministro o el vocal de CGPJ designado para la ocasión. Pero no me atrevo. Son bastantes años viendo aperturas de tribunales presididas por la retórica. Alocuciones de unos y otros que no explican los problemas de la justicia y que se apoyan en lo ceremonial y en los medios de comunicación para confundir al personal, aunque éste ya no traga porque está muy escaldado. En este sentido, ayer el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Dívar, daba en la diana al proclamar que el grado de civilización de una sociedad viene determinado por la eficacia de su sistema judicial.

Pese a su carácter satírico -tiene mucho de ópera bufa-, en La fiesta de los jueces suena la voz de la desesperanza y tengo para mí que en las páginas del texto están secas no pocas lágrimas amargas de desilusión y de desencanto, lo cual ya debería servirnos de lección suficiente. Estoy convencido de que la obra habrá irritado a algunos espectadores, judiciales y no judiciales -tampoco, muchos-, porque la sinceridad no gusta a quienes están acostumbrados a una realidad judicial maquillada, a la verdad silenciada y al elogio ritual. Sin embargo, también tengo la seguridad de que habrá encantado a cuantos padecen por la injusticia disfrazada de Justicia y a los que buscan qué hay detrás de las palabras altisonantes y de las ideas hueras.

Es cierto, como contaba Javier Villán en este periódico, que el día que asistí a la representación de La fiesta de los jueces, despedí la función y a sus actores con aplausos. Lo hice por varios motivos. El primero y principal, porque la obra se adentra en la misma esencia judicial y describe, uno por uno, los síntomas más dolorosos de la Administración de Justicia. En palabras más prosaicas, perezosa, indolente, atascada, desigual, imprevisible, mal trabada, desgarrada y, por supuesto, ineficaz. Después, porque está dedicada a los ciudadanos y a los jueces, unos y otros, en iguales proporciones, víctimas de la anarquía, el caos, el desgobierno, el desbarajuste y el desconcierto de nuestra Justicia. La conclusión es que todos se mofan de la judicatura y fustigan sus desmanes. Gemidos como “¡Justicia emprende tu camino!” o “¡Qué engaño!” y la estampa final de la mujer de la limpieza metiendo la balanza de la Justicia en el cubo de la basura son de una emoción que estremecen.

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