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‘El tiempo de los gitanos’ en la UE; por Araceli Mangas Martín, Catedrática de Derecho Internacional Público en la Universidad de Salamanca y miembro del Consejo Editorial de Iustel

21/09/2010
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El día 20 de septiembre de 2010, se publicó en el diario El Mundo, un artículo de Araceli Mangas Martín, en el cual la autora opina que la reprobación general de la conducta de Francia respecto a los Romaníes es una sanción y el daño se lo ha causado Francia a sí misma. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

EL TIEMPO DE LOS GITANOS’ EN LA UE

El debate suscitado en toda Europa, y fuera de nuestro continente, por la polémica decisión francesa de expulsar a varios miles de ciudadanos de la Unión, de origen romaní y nacionalidades de Bulgaria y Rumanía, llegó la semana pasada a su momento más tenso con el expresivo “¡ya basta!” de la comisaria europea de Justicia y Derechos Fundamentales Viviane Reding.

Claro que ¡ya era hora! de que la Comisión Europea ejerciera su papel de guardiana de los Tratados de la UE en un derecho tan fundamental como el de la libre circulación y residencia, así como la no discriminación. Cierto es que la comparación entre el episodio actual y las deportaciones de los nazis que estableció Reding fue un exceso verbal. Pero el fondo del asunto es esta gravísima actuación de Francia sobre la vida o tiempo de los gitanos (recordando la célebre película de Kusturica), que tiene lugar en el seno de la Unión Europea.

A la hora de juzgar la decisión de Francia de expulsar de su país a cientos de personas -en su mayoría gitanas-, tras desmantelar sus campamentos, hay que situarse en dos planos normativos vinculados: las normas propias de la UE sobre libre circulación y residencia de los nacionales de los estados miembros; y las normas internacionales y europeas sobre Derechos fundamentales de todos los seres humanos.

Todos los ciudadanos de la Unión (y sus familias, cualquiera que sea su nacionalidad) tienen derecho a la libre circulación en el territorio de los 27 estados; es decir, movimiento de un Estado miembro a otro por cualquier motivo, no sólo económico, como el de buscar trabajo, recibir o prestar un servicio en un país distinto al de residencia, ocio, turismo, etcétera. Se trata de un derecho de entrada y salida, que no exige fijar residencia estable.

Y, además, todos los ciudadanos de la UE tienen derecho a elegir la residencia permanente en cualquier municipio de cualquier Estado miembro de los Veintisiete (y sus familias, cualquiera que sea su nacionalidad); es decir, tienen derecho a permanecer de forma estable, cualquiera que sea la finalidad por la que deciden fijar su residencia: trabajar por cuenta ajena o propia, abrir un comercio o un taller, un bufete, un consultorio médico… o simplemente para estudiar en el lugar deseado, disfrutar de su pensión de enfermedad o jubilación o vivir de sus ahorros o de sus rentas.

Extraña la postura adoptada ahora por Francia, pues este derecho ya estaba en los Tratados fundacionales para los ciudadanos activos (finalidad económica) y, tras una carencia inicial, se comenzó a ejercer plenamente desde 1968, extendiéndose a los inactivos (estudiantes, pensionistas y rentistas) desde 1992, con el Tratado de Maastricht.

Estamos, por tanto, ante un derecho fundamental (art. 3 TUE, art. 45 Carta de Niza y 20.2 Tratado de Funcionamiento). La libre circulación y residencia permanente es un principio estructural de la integración, y desde su origen conlleva la prohibición expresa de discriminar a nadie por razón de la nacionalidad, y por ende, del origen racial o étnico (art. 18 y 19 TFUE). El Tribunal de Justicia viene confirmando desde 1998 que todos los nacionales de los estados miembros de la UE son titulares de un derecho de residencia (sentencia Martínez Sala, que concernía a los derechos de una ciudadana española en Alemania).

Es obvio que el respeto del derecho en vigor no depende de una “posición común europea” futura para estos casos, como expresó con una gran ambigüedad el líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, la semana pasada. Hay normas en vigor que deben ser acatadas como tal, y no pueden dar lugar a normas específicas o a posiciones singulares en función de que se dirijan a grupos étnicos o sociales concretos.

Ahora bien, estos dos derechos fundamentales no son ilimitados. Hay unas condiciones de ejercicio y límites en las propias normas de la UE. Ambos derechos no son enteramente iguales al de los propios nacionales, pero tampoco quedan al albur de la discrecionalidad normativa o administrativa de un Estado miembro. No es una competencia soberana unilateral sino reglada por el Derecho de la UE; es un caso de atribución del ejercicio de derechos de soberanía y no cabe vuelta atrás de los estados (salvo la retirada de la UE). Aparte de las normas citadas de los Tratados, la norma marco que lo desarrolla y rige en la actualidad es la Directiva 2004/38.

Esta norma obligatoria exige a los ciudadanos de la UE que no ejercen un trabajo en el Estado de acogida que dispongan, para sí mismos y para los miembros de su familia, de recursos suficientes (rentas, pensión…) para no convertirse en una carga para la asistencia social del Estado miembro de acogida durante su periodo de residencia, así como de un seguro de enfermedad que cubra todos los riesgos en el Estado miembro de acogida, o en el caso de los estudiantes es suficiente que estén matriculados en un centro público o privado y hayan contratado un seguro médico.

Si algunos ciudadanos romaníes, pongamos por caso, no cumplieran estas normas, se les puede denegar motivadamente el derecho de residencia. Pero debe hacerse a estas personas concretas, permitiéndoles que recurran el acto de expulsión ante un juez. Y sólo después podrían acabar siendo expulsados. Pero debe ser caso por caso, de uno en uno. Y si, por seguir con el mismo ejemplo, los ciudadanos europeos romaníes, desgraciados protagonistas de este episodio, habían tenido un trabajo en Francia, pero en estos momentos se encontraban en paro, no podían ser expulsados por ello.

Otra cuestión más que conviene saber es si Francia les imputa eventuales infracciones cometidas a las limitaciones previstas al ejercicio del derecho de residencia. Porque se puede expulsar por razones de orden público, seguridad pública o salud pública. No por otros motivos. Es sabido que el desencadenante de los hechos fue la muerte de un ciudadano de la UE de origen romaní por un policía francés y los posteriores disturbios protagonizados por grupos de romaníes.

Francia sólo podría legalmente expulsar, caso por caso, a aquellos ciudadanos romaníes que participaron activamente en los disturbios más graves (razones graves de orden público, como exige la Directiva) y “basarse exclusivamente en la conducta personal del interesado” (art. 27). Pero, insisto, habría que notificar la decisión individual a cada persona, y ésta tendría derecho en todo caso a ser escuchada por un juez. Y sólo después de una sentencia judicial sobre cada uno cabría ejecutar su expulsión. Por ello, sólo se podría expulsar a aquellos sobre los que se disponga de pruebas fehacientes de su grave participación.

Parece que Francia no ha respetado ni el fondo (la conducta grave personal, la prohibición de toda discriminación) ni la forma (el derecho a la tutela judicial efectiva) de las normas de libre circulación y residencia de la Unión Europea.

Es el hecho de la pertenencia a un grupo, y no actuaciones concretas de ciudadanos individualizados de la UE, lo que ha motivado la irrazonada e irrazonable decisión de Francia de expulsar a los romaníes. Cabe añadir que, aun en el caso de una expulsión, el derecho de la UE prohíbe las expulsiones de por vida y son revisables en todo caso a los tres años.

El enfoque desde el plano de los derechos de todo ser humano revela, por si fuera poco lo anterior, la especial gravedad de la actuación de Francia. El Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950, que obliga a los Veintisiete y es reconocido por los Tratados de la UE como el mínimo umbral aplicable en la Unión, establece de forma taxativa que “quedan prohibidas las expulsiones colectivas de extranjeros” (artículo 4 del Protocolo cuarto). Por ello, es si cabe más burda y grave la infracción que habría cometido Francia.

La comisaria Viviane Reding ha anunciado que proyecta iniciar un procedimiento por infracción (que deberá aprobar, por mayoría, el Ejecutivo europeo, como el millar de expedientes que inicia cada año). Se abrirán una serie de plazos y, si sigue adelante ante el Tribunal de la Unión, en un par de años o antes habrá sentencia constatando o no la infracción.

Y como estamos ante una actuación de un Estado que previsiblemente constituye, en la calificación habitual del Tribunal de Justicia, una “violación grave y caracterizada” de una norma fundamental de derechos humanos y de Derecho de la Unión Europea debería dar lugar, además de la reposición a los ciudadanos de la UE de origen romaní de su derecho a volver a Francia, a una reparación económica, como ya se viene reconociendo por el Tribunal de Justicia (para lo que deberán iniciar la acción individual o colectiva ante los tribunales franceses con fundamento en el principio de responsabilidad patrimonial del Estado por las infracciones al Derecho de la UE).

El daño, enorme, para los romaníes ya está hecho, cierto. Pero en una Unión de Derecho como la UE cabe la constatación de la infracción y la reparación. La reprobación general de la conducta de Francia es también una sanción y el daño ya se lo ha causado Francia a sí misma.

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