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La inversión de valores en la justicia; por Javier Hernández García, magistrado en la Audiencia Provincial de Tarragona y Alejandro Saiz Arnaiz catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra

11/11/2009
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El día 10 de noviembre de 2009, se publicó en el diario El País un artículo de Javier Hernández García y Alejandro Saiz Arnaiz, en el cual los autores opinan sobre las actuaciones judiciales en los ya conocidos como casos Palau y Pretoria. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

LA INVERSIÓN DE VALORES EN LA JUSTICIA

Algunos acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, las reacciones públicas y publicadas sobre las actuaciones judiciales en los ya conocidos como casos Palau y Pretoria, en particular sobre los modos y las decisiones cautelares adoptadas, hacen necesarias algunas reflexiones. Ambos casos constituyen, pese a sus notas divergentes, un episodio más de un estado de cosas preocupante, muy preocupante, mediante el que se ha transformado, adulterándolo, el momento de la justicia. Intentemos explicarnos.

Desde hace ya bastante tiempo, la instrucción sumarial parece haberse convertido en nuestro país en el espacio donde se ventila y se decide acerca de la inocencia o culpabilidad de los ciudadanos. De forma simultánea a la producción de las fuentes de prueba, incluso cuando éstas se obtienen mediante los medios más injerentes en los derechos fundamentales, la sociedad toma puntual conocimiento de conversaciones telefónicas, de anotaciones en agendas privadas, de datos fiscales, bancarios o clínicos de personas inculpadas o protoinculpadas. Casi a diario, la prensa y la televisión nos suministran las fotografías e imágenes de personas -que siguen gozando de la presunción de inocencia hasta que ésta se destruya judicialmente- detenidas y esposadas, arrastradas, con frecuencia, entre una multitud que desea, gritando, la aplicación de la ley... de Lynch 250 años después.

Diariamente participamos como espectadores impasibles de un proceso de inversión de valores constitucionales, de absoluto desprecio por el derecho fundamental a la presunción de inocencia. El inculpado es culpable y al juez de instrucción se le exige que se comporte como un agente ejemplificador. Algún dirigente político ha llegado a verbalizar contundentemente la conveniencia de este comportamiento. Parece no existir espacio racional para la inocencia. El juicio oral es un horizonte lejano, en muchas ocasiones demasiado lejano, y disfuncional. ¿Por qué debe esperarse a que un tribunal en condiciones contradictorias y con plenitud de garantías para la defensa decida que alguien es culpable si todos sabemos y hemos comprobado (lo hemos visto y leído) que lo es desde hace muchos meses?

Convertir la fase previa del proceso penal en una suerte de casa de cristal no es un valor democrático ni una garantía de transparencia de la justicia. Es, llanamente, una inversión gravísima de nuestro sistema de valores. La mayoría de los países de nuestro entorno -con el respaldo explícito de una consolidada jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos- ha previsto rigurosas reglas que limitan la interferencia mediática en el proceso instructorio cuando se pone en intenso peligro la presunción de inocencia, castigando, incluso penalmente, a aquellos agentes públicos y privados que las desconocen. Y lo han hecho, precisamente, para garantizar los valores que deben regir en una sociedad democrática avanzada. Confiar en que un tribunal independiente e imparcial, después de un proceso justo y equitativo, es el único que tiene la legitimidad para privar a un ciudadano de su libertad era el sueño de Beccaria, y lo fue también de los revolucionarios que a ambos lados del Atlántico reaccionaron contra "la justicia del Rey". Es triste que siga siendo un sueño más de dos siglos después.

En el actual estado de cosas, es coherente que no nos resulte estremecedor, que consideremos normal, por cotidiano, leer las transcripciones de intervenciones telefónicas declaradas secretas o las cartas ocupadas en un registro donde se vuelcan sentimientos e intimidades, o fotos o imágenes de personas esposadas. La dignidad humana de quienes padecen estos comportamientos se ve degradada hasta unos extremos inaceptables. ¿Qué queda de aquélla como fundamento del orden político y de la paz social, tal y como la quiso el constituyente (artículo 10.1 CE)? Es coherente que no nos escandalice que un buen número de ciudadanos inocentes estén sometidos a la pesadilla del proceso (mediático) perpetuo, a la acusación sin defensa, a que día tras día su presunción de inocencia se ignore de forma deliberada. Todo vale, todo lo exige el nuevo tempo de la justicia. Todos deben cumplir el papel asignado. En este contexto, en esta recreada ilusión de acceso inmediato a la verdad, liberada de todo rito, de todo límite de sustancia, es muy lógico que escandalice que un juez de instrucción no ordene la prisión provisional del culpable, del muy culpable, y que, en lógica consecuencia, se avale y se enaltezca que otro juez de instrucción la decida.

La prisión provisional en este nuevo momento de la justicia no es, desde luego, concebida por la sociedad como una medida cautelar, sometida, por esencia, a fuertes restricciones constitucionales de aplicación, sino como el castigo, el justo castigo ya socialmente decidido. Sorprende que pueda generar mayor debate público y mayor reproche que un juez no decida la prisión provisional en un caso de relevancia mediática a que un juez pueda haber ordenado la intervención de las comunicaciones entre un inculpado y su letrado, sin que conste en la causa (al menos de cuanto ha trascendido) dato que permitiera pronosticar que el segundo podía formar parte del círculo de los presuntos responsables criminales del delito que se investiga.

No conocemos los detalles de los casos Palau y Pretoria ni los porqués de la actuación del juez de instrucción de Barcelona, en el primer supuesto, ni del juez de instrucción de la Audiencia Nacional, en el segundo, pero la aparente contundencia de este último no puede implicar la ausencia de contundencia o debilidad en el primero. El problema radica en la unidad de medida que se utilice. Cuando se trata de medir o de comparar dos actuaciones judiciales en procesos con elementos de cierta proximidad por todos conocidos, el parámetro que debe tomarse en cuenta, en particular cuando están en juego derechos fundamentales, no es el grado de empatía social que merece una u otra, sino el nivel de adecuación de cada una a los valores y límites de sustancia constitucionales a los que debe responder, en un Estado como el nuestro, el ejercicio del poder público.

Y por ello, también la terrible puissance de juger. En ocasiones, decisiones que llaman la atención por el rechazo que suscitan en ciertos ámbitos políticos, sociales y hasta judiciales, permiten visualizar de manera mucho más evidente la trascendencia constitucional de la función del juez como garante de los derechos y las libertades de todos los ciudadanos, también de los que se sospecha -ni más ni menos, pero sólo eso- que han cometido un ilícito penal.

Desconocemos cuál será el devenir de ambos procesos, el tiempo de desarrollo de cada uno de ellos y las consecuencias finales, pero sí estamos en condiciones de afirmar que la decisión del juez de Barcelona -sin perjuicio de los necesarios márgenes de crítica pública legítima en un Estado democrático, y sin tomar en consideración otras actuaciones de su instrucción- ha tenido un valor simbólico muy especial: en condiciones de altísima presión mediática y social ha dejado claro que la instrucción no es el momento del castigo y que la sentencia, ya dictada por aquellos que todo lo vuelven transparente, menos el lugar de donde procede dicha transparencia, no será ejecutada en sus propios términos.

Y ello debería constituir, también, un indicativo muy valioso para medir la contundencia de la actuación judicial, la contundencia constitucionalmente exigible a los jueces.

Firma también este artículo Roser Bach Fabregó, magistrada.

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