LOS SALTEADORES DEL ESTADO DE DERECHO
Si hubiese que buscar una sola causa (aunque haya muchas más) para declarar inconstitucional el Estatut de Cataluña, ésta no sería otra que la concepción que transmite del principio de bilateralidad. Este principio es el que sustenta todo el edificio del Estatuto y del que derivan, de forma implícita o explícita, las otras cuestiones que rebasan con mucho lo establecido en la Constitución, como veremos enseguida.
Tal y como lo entiende el Estatut, lo que viene a significar el bilateralismo, con un significado más propio del Derecho Internacional que del Derecho Constitucional, es que se trata de una norma pactada entre dos entidades soberanas, España y Cataluña. De ahí se desprende que lo que se pretende crear, como primera estación, es una especie de Estado Confederal, inexistente tanto en la doctrina, como en la historia, y que no sería sino la vía intermedia para llegar a la estación término: la independencia.
Semejante concepción, admitida tácitamente por el Gobierno y de forma más explícita aún por dos de sus ministros (Justicia e Interior), no cabe ni con calzador en la Constitución, pues significaría la quiebra de nuestro Estado de Derecho. De este modo, ambos ministros se unen en cierto modo a los que podríamos denominar los salteadores del Estado de Derecho, núcleo integrado por los nacionalistas, moderados o radicales, y los seudonacionacionalistas del PSC, que, ante la sentencia del Tribunal Constitucional, han ido sembrando de minas un terreno que no acaban de recorrer sus 10 Magistrados. Pasarán a la Historia, aunque todavía no sabemos quiénes serán los héroes y quiénes los villanos.
Si he empleado la expresión salteadores del Estado de Derecho es porque desconocen las reglas que rigen en el mismo o, mejor dicho, las interpretan según les convenga. En efecto, un Estado de Derecho es aquel en que los gobernantes y los gobernados quedan sujetos al orden jurídico que se han dado de forma mayoritaria y voluntaria, mediante un pacto político que se concreta en la Constitución y que crea un nuevo orden de convivencia. La Constitución aparece así como un presente aplazado, algo que se escribe en el presente para pautar el porvenir, para irlo desarrollando en el tiempo. Circunstancia que no significa en absoluto que no se puede modificar, más bien al revés, pero que impide que se la pueda violar por unos u otros. Si los que quieren modificarla o interpretarla a su antojo no son frenados por el gendarme que ha sido creado para ello, se convierten entonces en salteadores del Estado de Derecho, especialmente si son gobernantes, como ocurre actualmente en España. Tras lo dicho, hay una clara conclusión: la regla esencial en que se basa nuestra Constitución es que todas las leyes, sean las que sean, tienen que adecuarse a ella, y quien lo decide en última instancia es la totalidad o una mayoría del Tribunal Constitucional.
Ante el miedo de que el Tribunal señale, como es de esperar, que el Estatuto en todo o en parte, no se ajusta a la Constitución, se han quitado la careta los dos afectados principales: los nacionalistas, porque eso significaría un importante golpe a su deseo de construir un Estado catalán, y el Gobierno de Zapatero, porque, como ocurre en el billar, esa primera bola golpearía a una segunda, que es la de no poder asegurarse el apoyo de los grupos nacionalistas para gobernar. Sin embargo, existe el precedente de que el Tribunal Constitucional, en una sentencia ejemplar, echó abajo el proyecto de Ley de referéndum de Ibarretxe, por lo que ahora no podría sacarse de la manga otra interpretación diferente, cuando ambas normas circulaban por idéntica vereda.
Voy a citar los cuatro errores que cometen estos salteadores para arrumbar el Estado de Derecho a su conveniencia. En primer lugar, los nacionalistas sostienen que el Tribunal Constitucional no puede tocar el Estatut, porque es un pacto entre España y Cataluña refrendado por la voluntad del pueblo de Cataluña. Tesis absolutamente falsa: el Estatut no es un Tratado internacional, sino una ley que deriva de la Constitución. El principio de bilateralidad les confiere así la idea de que se trata de dos partes iguales y soberanas. Sin embargo, no hay más que una soberanía, la que ejerce el pueblo español en su conjunto, mientras que lo que posee Cataluña es la autonomía. Eso no significa que la voluntad del pueblo catalán, por vía directa o por medio de sus representantes, sea soberana. Por el contrario, sí lo fue, junto con el resto del pueblo español, cuando aprobó la Constitución. Por consiguiente, una parte no puede imponerse al todo, ni una ley orgánica a la Constitución.
El segundo error que cometen para no aceptar un recorte del Estatut radica en que no consideran al Tribunal Constitucional legitimado para imponerse a la voluntad del pueblo catalán. Además, esgrimen que se trata de un Tribunal, como afirma Arturo Mas, dividido, condicionado y claramente desprestigiado que no se ha renovado cuando tocaba, y cuya capacidad para dictar una sentencia sobre el Estatut es dudosa.
Nadie pone en duda que el actual Tribunal está funcionando de manera irregular, por decirlo amablemente, desde hace tres años. Pero los culpables son los partidos políticos, que no se han puesto de acuerdo para su renovación en los plazos señalados. En cualquier caso, es un órgano legitimado para emitir sentencias mientras que no se renueve. El problema de fondo es que estos nacionalistas son todos gaullistas: mantienen, como el general De Gaulle, que en democracia el pueblo es el máximo Tribunal y que una ley refrendada por él no la puede echar abajo ningún Tribunal.
Desconocen que la democracia y el Estado de Derecho modernos se basan en cuatro premisas, y no sólo en tres, como afirman: que el pueblo elige a sus representantes; que de este modo se deduce una mayoría parlamentaria; que por el voto de las leyes los elegidos expresan esta voluntad mayoritaria; y que por el control de constitucionalidad, que ha sido también aprobado por el pueblo, los Magistrados expresan su opinión sobre la adecuación de las leyes a la Constitución. Desde la mítica sentencia Marbury versus Madison, de 1803, en EEUU y, posteriormente, también gracias a la doctrina de Kelsen y de otros juristas, nadie que sea demócrata discute hoy la supremacía de la Constitución sobre todas las leyes, aunque sean catalanas.
EL TERCER error es manifestar que si la sentencia es desfavorable, nada les impedirá seguir desarrollando el Estatut, porque diga lo que diga el Tribunal, éste prevalecerá. El actual Consejero de Educación de la Generalidad, Ernest Maragall, ha escrito un artículo que no tiene desperdicio defendiendo esta línea. En él se preguntaba: ¿Nos debemos quedar atados de pies y manos esperando atemorizados lo que una docena de juristas pueda decidir por nosotros?. En parecidos términos se han pronunciado otros dirigentes catalanes. Por lo visto, ignoran dos datos que están en nuestra Constitución: por una parte, que el Tribunal Constitucional tiene jurisdicción en todo el territorio español (art. 161) y que las sentencias que declaran la inconstitucionalidad de una ley tienen plenos efectos frente a todos (art. 164). Afirmaciones pintorescas como son la de recurrir a Tribunales internacionales, sortear los escollos inconstitucionales a través del artículo 150 o eximir del control del Tribunal Constitucional a los Estatutos aprobados por la vía del 151 son merecedoras de entrar en un eventual libro Guinness jurídico, pues sería salir de Málaga para meterse en Malagón.
Por último, el cuarto y más grave error que están cometiendo los salteadores del Estado de Derecho es ignorar el contenido de varios artículos del Código Penal, especialmente el 508, cuando expresan todo tipo de amenazas o coacciones al Tribunal Constitucional, como hablar, por ejemplo, de manifestaciones y otras lindezas semejantes en caso de que no les guste la sentencia. El citado artículo dice así: 1. La autoridad o funcionario público que se arrogase atribuciones judiciales o impidiese ejecutar una resolución dictada por la autoridad judicial competente será castigado con las penas de prisión de seis meses a un año, multa de tres a ocho meses y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años. 2. La autoridad o funcionario administrativo o militar que atentare contra la independencia de los Jueces o Magistrados, garantizada por la Constitución, dirigiéndoles instrucción, orden o intimidación relativas a causas o actuaciones que estén conociendo será castigado con la pena de prisión de uno a dos años, multa de cuatro a diez meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de dos a seis años.
Creo que no hace falta más comentario, sólo animar al Fiscal General del Estado a cumplir con su deber, denunciando a todos los que han infringido este artículo, incluso aunque se manche la toga con el polvo del camino.