UN PROCESO HISTÓRICO
La sensación personal que tengo es que se ha hecho justicia por el Tribunal Supremo, a falta de conocer la fundamentación de la sentencia. A la vista de las pruebas obrantes, la autoría del acusado me parecía muy clara, pero, naturalmente, la percepción de lo ocurrido en el juicio podía ser diferente para el tribunal. Ahora bien, esa sensación, que es de satisfacción, está oscurecida por el daño que creo que ha hecho Álvaro García Ortiz tanto a la Fiscalía como al Estado de derecho.
García Ortiz había sido ya parte fundamental en la actuación de la Fiscalía contra el fiscal Ignacio Stampa, en un asunto de mal recuerdo, y había visto cómo la Sala III del Tribunal Supremo anulaba un nombramiento suyo, apreciando desviación de poder. Ya hería a la Fiscalía con esas actuaciones, en mi opinión, pero ni él se apartaba ni el Gobierno le retiraba la confianza, hasta el punto de renovarle en el cargo justo después de la sentencia de la Sala III a la que me refiero.
Después aparece el famoso episodio que ha terminado con su condena en el Supremo, con el borrado de los datos de su teléfono y correo electrónico (hablamos -ni más ni menos- de un fiscal general destruyendo pruebas, porque el borrado se produce el día en que se inicia la investigación contra él), y no dimite. Más daño a la Fiscalía.
Mientras el proceso avanza, García Ortiz arrastra a la Fiscalía en su peripecia: fue capaz de sentarse, como fiscal general, en el banquillo y de observar desde el estrado cómo declaraban algunos fiscales subordinados suyos, sin que por ello considerara la enorme incomodidad y presión que ello producía a los fiscales. Más daño.
La Fiscalía tomó una posición procesal de defensa de su jefe, evidenciando la falta de contrapesos al poder del jefe dentro de la institución. Una pequeña asociación de fiscales, la APIF, consideró que en un juicio con una prueba tan importante como la que había, debía haber alguien de la Fiscalía que defendiera una condena, como si se tratara de aplicar la ley por igual para todo el mundo. Esa arriesgada actuación de la APIF -una absolución hubiera sido una condena profesional para la asociación-, de la que me siento enormemente orgulloso, no estuvo exenta de dificultades: al presidente de la APIF, un fiscal de larguísima trayectoria y brillante hoja de servicios, se le sancionó disciplinariamente, abierto ya el procedimiento contra el fiscal general y emitido el escrito de acusación. Primera sanción de ese fiscal en más de 35 años de carrera. Más daño.
Daño también por la imagen de muchos fiscales cambiando de teléfono en las mismas fechas que García Ortiz, o por ese vídeo preparado con un gran número de personas ovacionando al fiscal a la puerta de su despacho antes de ir a declarar al Tribunal Supremo. Daño con las imprecaciones que sufrieron los testigos de la UCO en el acto mismo del juicio oral ante el Tribunal Supremo.
Ahora, la condena. Estoy contento con el resultado del proceso, que demuestra hasta qué punto la dependencia de la Fiscalía del poder político puede llegar a ser lesiva para el Estado de derecho y para los derechos de los ciudadanos, y hasta qué punto la sumisión de un fiscal a la conveniencia del Gobierno que le nombra puede hacerle perder el buen juicio, la prudencia y el respeto por el cargo que ocupa. Pero estoy muy triste de ver adónde nos ha llevado un individuo y los que le han seguido -que no son pocos-, dañando el prestigio de la institución a la que entregué mi vocación y mi vida profesional.
Oigo ahora calumnias de todo tipo contra el Supremo, como antes contra Almudena Lastra, fiscal del TSJ de Madrid, mujer valiente y de larga tradición de talante progresista. Lo lamento mucho porque creo, además, que se hace de mala fe, a conciencia de que al atacar al Supremo se apoya una opción política determinada. Para mí, el Supremo -y el Poder Judicial en general- es la última barrera contra la arbitrariedad, el delito, y los abusos, y la última garantía de que la ley se aplica por igual a todos. No tengo duda alguna de que, si cada uno de los magistrados hubiera apreciado en conciencia que no había pruebas, o que sí las había, habrían tomado la decisión acorde con esa convicción suya.



















