CONSIDERACIONES CRÍTICAS SOBRE UNA “LEY DE LA CORONA
Conferencia pronunciada el 22 de julio de 2025 en Lalín (Pontevedra), dentro del curso de verano de la UNED sobre “El valor de la monarquía parlamentaria en tiempos de turbanza democrática”. Este texto aparecerá también en los estudios en honor de Pablo Lucas Murillo de la Cueva.
I
En los últimos tiempos se oyen propuestas y opiniones sobre la posibilidad de aprobar una especie de “Ley de la Corona”. Se trataría de una regulación legal de desarrollo de las previsiones constitucionales relativas al estatuto y, sobre todo, a las atribuciones del Rey. Ni que decir tiene que semejante regulación legal precisaría o concretaría la regulación constitucional de la materia y, en ese sentido, cerraría la puerta a prácticas aplicativas de la Constitución que hasta ahora se han considerado legítimas.
Por ejemplo, algunos preconizan que, para realizar las consultas conducentes a la propuesta regia de un candidato a Presidente del Gobierno, se establezca por ley que el Rey designe a un “negociador” con las fuerzas políticas representadas en el Congreso de los Diputados. Es evidente que, si tal norma legal llegase a aprobarse, el papel del Rey al proponer un candidato a Presidente del Gobierno sería puramente protocolario o formal, ya que sustancialmente la propuesta emanaría del negociador. La única capacidad decisoria del Rey en esta materia quedaría así circunscrita a la elección del negociador, suponiendo por supuesto que la ley no le restringiera también su margen de apreciación al respecto.
Para enfocar adecuadamente el tema, es útil destacar varios datos. En primer lugar, está el contexto en que surge la idea misma de regular por ley el estatuto y las atribuciones del Rey: desde las elecciones generales del año 2015, no hay mayorías parlamentarias claras de un solo partido político o de una coalición. Ello significa que, contrariamente a lo que había venido sucediendo con anterioridad, a la vista de los resultados electorales no hay un único candidato potencialmente viable a Presidente del Gobierno. La propuesta regia puede recaer sobre líderes de partidos distintos, cuyo éxito o fracaso dependerá de la actitud (apoyo, rechazo, abstención) que otras fuerzas políticas, no necesariamente llamadas a integrarse en el futuro Gobierno, tomen en sede parlamentaria. Así las cosas, el papel del Rey puede tener cierta dimensión sustancial, y desde luego ya no es puramente automático: la propuesta regia deja de ser una especie de constatación notarial de una inequívoca correlación de fuerzas en el Congreso de los Diputados. Téngase en cuenta, además, que la propuesta regia prevista en el art. 99 CE es solo el supuesto más visible, pues un ambiente político de acusada fragmentación y conflictividad tampoco favorece el consenso sobre papel del Rey en muchas otras situaciones (discursos, viajes, etc.).
En segundo lugar, la monarquía como forma de la jefatura del Estado está hoy más cuestionada que hace diez o veinte años. Seguramente ello no es achacable a Felipe VI, que ha desempeñado su tarea de manera cuidadosa y correcta, en circunstancias por cierto nada fáciles. Tiene mucho más que ver con el cúmulo de escándalos que afectaron a la monarquía con Juan Carlos I y, sin lugar a duda, con el simple paso del tiempo: el espíritu monárquico se va progresivamente diluyendo en las democracias modernas, incluso allí donde no hay un creciente fervor republicano.
En tercer lugar, ninguna de las dos principales fuerzas políticas se ha pronunciado sobre el tema. Hoy por hoy se trata de propuestas aisladas y formuladas con ropaje doctrinal. Lo más llamativo es que una regulación legal del estatuto y las atribuciones del Rey podría perseguir finalidades distintas dependiendo del lado del espectro político de que partiesen: podrían tanto orientarse a restringir el papel del Rey, como a preservarlo o incluso acrecentarlo.
La pregunta que se plantea es, así, si una ley reguladora de la Corona tendría cabida en la Constitución Española y, más en concreto, qué regla o principio constitucional podría servirle de fundamento.
II
Una regulación legal de la Corona carecería de fundamento explícito en el texto constitucional. La única llamada al legislador que se hace en el Título II de la Constitución es la recogida en el art. 57.5: “Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán mediante ley orgánica.” De la simple lectura de este precepto constitucional resulta que su objeto está claramente circunscrito: no se refiere a nada que no sean abdicaciones y renuncias, o dudas en el orden de sucesión. Esto es precisamente de lo que se ocupó la Ley Orgánica 3/2014, que reguló aquellos aspectos necesitados de alguna precisión normativa con ocasión de la abdicación de Juan Carlos I. Invocar el art. 57.5 CE como fundamento de una Ley de la Corona supondría así alejarse de los criterios de interpretación generalmente admitidos: una regulación general del estatuto y las atribuciones del Rey sería algo mucho más amplio que resolver abdicaciones y renuncias o dudas en el orden de sucesión y, por consiguiente, no existiría la identidad de razón que sería necesaria para acudir por analogía a dicho precepto constitucional.
A ello debe añadirse que todas las demás intervenciones parlamentarias con respecto a la Corona que se contemplan en el Título II (extinción de las líneas sucesorias, inhabilitación del Rey, nombramiento de Regente y de tutor del Rey, juramentos) están encomendadas a las Cortes Generales, sin que en ningún caso se diga que hayan de plasmarse en un acto con forma de ley. Es más: el art. 74.1 CE califica expresamente tales intervenciones parlamentarias como “competencias no legislativas” y atribuye su ejercicio a las Cortes Generales en sesión conjunta. Y que en sesión conjunta las Cortes Generales no pueden aprobar leyes está fuera de discusión.
Así las cosas, resulta que en la Constitución Española no hay ningún precepto que, ni siquiera de manera indirecta, pueda servir de fundamento para una regulación legal del estatuto y las atribuciones del Rey. No hay, en otras palabras, un llamamiento o habilitación constitucional a la ley para ocuparse con alcance general de las cuestiones atinentes a la Corona. De aquí se sigue que el único fundamento imaginable sería la genérica potestad legislativa del Estado. Consistiría en entender que la ley, dada la libertad de configuración del ordenamiento que constitucionalmente le corresponde, puede regular cualquier materia y cualquier institución, incluso si ello supone modular o precisar la configuración que de la misma se hace en la Constitución.
La pregunta clave podría así reformularse en términos más generales: ¿puede el legislador, en ausencia de específica habilitación constitucional, regular el estatuto y las atribuciones de instituciones cuya configuración normativa es directamente establecida en el Constitución y no está necesitada, en principio, de desarrollo legislativo para su funcionamiento efectivo?
III
El profesor Eloy García, con innegable sutileza, ha mostrado la importancia jurídico-política de dicha pregunta, haciendo un serio intento de darle respuesta. Para ello parte de la noción alemana de “reserva de Constitución”, que él predica de los “órganos de supremacía constitucional”. Estos serían en España, a juicio del mencionado autor, el Rey, el Congreso de los Diputados, el Senado, el Presidente del Gobierno, el Gobierno, el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial. Este listado se basa, con algunas adiciones, en la enumeración que el art. 59 LOTC hace de los legitimados para ser parte en el conflicto de atribuciones entre órganos constitucionales del Estado. Los órganos de supremacía constitucional tendrían ciertas características comunes: hacen efectiva la forma de gobierno establecida en la Constitución, son conformados inmediatamente por esta, no se encuentran jerarquizados entre sí, se estimulan y controlan recíprocamente, tienen potestad autoorganizativa, y no pueden dejar de existir ni de actuar so riesgo de aniquilar la Constitución. De todo ello se seguiría, siempre según Eloy García, que la regulación de las relaciones entre los órganos de supremacía constitucional está reservada a la Constitución misma; es decir, que la ley solo puede entrar en ese ámbito en aquellos extremos en que la Constitución la habilite.
Ni que decir tiene que la noción de reserva de Constitución es una adaptación, por elevación, de la bien conocida de reserva de ley. No consta, por lo demás, que haya tenido verdadera acogida en la jurisprudencia constitucional alemana, ni tampoco que goce de unánime apoyo doctrinal en aquel país. Hechas estas advertencias, afirmar que la Constitución se reserva a sí misma la regulación de ciertos temas -como pueden ser señaladamente las relaciones entre los supremos órganos del Estado- no resulta, en principio, disparatado; y ello por una razón evidente: sostener lo contrario conduciría a admitir la supremacía del legislador -o sea, en realidad, el Gobierno junto con su mayoría parlamentaria- sobre los demás órganos mencionados, que dejarían así de ser auténticamente supremos. En otras palabras, la idea de que la ley puede regular todo lo atinente a los supremos órganos del Estado siempre que no tropiece con un límite constitucional explícito es herencia intelectual del dogma de la soberanía del Parlamento; dogma ciertamente característico del primer constitucionalismo, pero hoy incompatible con el postulado básico de una Constitución normativa y supra ordenada a todos los poderes del Estado.
Ahora bien, a mi modo de ver, aplicada al sistema constitucional español esta construcción no es del todo satisfactoria. La razón principal es que el concepto de órganos constitucionales, que es el usual en la terminología española al uso, es sumamente impreciso; al igual que lo son, por cierto, expresiones similares, como órganos supremos, órganos de supremacía constitucional, etc. La imprecisión del concepto de órganos constitucionales y, por consiguiente, su cuestionable utilidad queda de manifiesto a la luz de varias consideraciones:
1) En la Constitución Española no aparece la expresión “órganos constitucionales”, ni ninguna otra similar. Su introducción en el lenguaje jurídico español es de origen doctrinal y legal. Es muy significativo, por ejemplo, que el conflicto de atribuciones entre órganos constitucionales del Estado, que tanto juego da para la construcción del concepto, sea un proceso de creación puramente legislativa (art. 59 LOTC). La expresión que aparece una y otra vez en el texto constitucional es “poderes públicos”, cuyo alcance es seguramente más amplio.
2) Entre los listados utilizados por el legislador o por la doctrina para identificar qué órganos merecen ser calificados de constitucionales es difícil encontrar dos plenamente coincidentes. Baste recordar cómo -incluso dejando al margen al Rey, que difícilmente podría ser parte en un conflicto de atribuciones- Eloy García incluye al Presidente del Gobierno, que desde luego no está en el art. 59 LOTC. Ello indica que los contornos del concepto de órganos constitucionales distan de ser nítidos.
3) Decir que los órganos constitucionales determinan la forma de gobierno también adolece de vaguedad. No cabe duda de que opciones tales como la jefatura del Estado monárquica, el bicameralismo y la responsabilidad política del Gobierno ante la Cámara baja caracterizan una forma de Gobierno. Pero ¿es seguro que otras opciones no lo hacen igualmente? ¿Es seguro, por ejemplo, que a efectos de la determinación de la forma de gobierno es igual de relevante tener un Tribunal Constitucional que tener un Consejo General del Poder Judicial? No todos los órganos generalmente admitidos como constitucionales tienen la misma importancia en el diseño institucional y en el funcionamiento del Estado. Además, hay órganos que, aun siendo rara vez calificados como constitucionales, contribuyen decisivamente a la determinación de la forma de gobierno. Por ejemplo, la existencia de un banco central independiente es un rasgo crucial de la forma de gobierno vigente hoy en España.
4) La idea de que los órganos constitucionales están inmediatamente sujetos a la Constitución (superiorem non recognoscentes) y no jerarquizados entre sí también adolece de ambigüedad. Con respecto a lo primero, hay no pocos órganos previstos y garantizados por la Constitución que no suelen calificarse como constitucionales (Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas, Fiscal General del Estado, etc.). La doctrina italiana hablaba de “órganos de relevancia constitucional”, como de una especie de escalafón inferior a los auténticamente constitucionales. En cuanto a la ausencia de jerarquía, es verdad que no la hay en sentido técnico; pero tampoco la hay con respecto a muchos otros órganos y entidades, como lo demuestra la amplia experiencia de las agencias independientes o de la autonomía local. Y más importante aún es que todos los órganos constitucionales -con la sola excepción del Rey- están sujetos, en todo o en parte, a control jurisdiccional y, desde luego, bajo la autoridad última del Tribunal Constitucional.
5) La objeción de más calado, con todo, es que el concepto de órganos constitucionales deja al Poder Judicial en una especie de limbo. Los jueces y tribunales independientes son una exigencia ineludible de la Constitución y su postergación en una visión de conjunto del diseño institucional no puede justificarse mediante la simple inclusión del Consejo General del Poder Judicial, que no deja de ser un órgano instrumental o ancilar y, desde luego, no jerárquicamente superior a ningún juzgado o tribunal.
Siempre en este orden de consideraciones y en un plano más general, vale la pena notar que el concepto de órganos constitucionales casa mal con la doctrina de la separación de poderes. ¿En cuál de los tres brazos se encuadraría el Rey, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial o, ya puestos, esos otros órganos de simple relevancia constitucional? A esta objeción cabría oponer que la doctrina de la separación de poderes no es, al menos en el derecho español, un auténtico principio jurídico. Y sería cierto. Pero no lo es menos que, a partir de las grandes construcciones teóricas del siglo XIX, toda la conceptualización de las funciones (legislación, administración, jurisdicción) y de las clases de actos del Estado (ley, reglamento, acto administrativo, sentencia) descansa sobre la tríada clásica. Ello no significa que la doctrina de la separación de poderes, en su formulación tradicional, deba preservarse a toda costa: solo significa que la teoría jurídica de la organización pública está necesitada de una profunda revisión, para la que el concepto de órganos constitucionales resulta por sí solo insuficiente.
A la vista de cuanto queda dicho, resulta muy difícil sostener que el concepto mismo de órganos constitucionales implica que estos estén salvaguardados -al menos en sus relaciones recíprocas- por una reserva de Constitución, que impediría la entrada de la ley en ese ámbito. Téngase en cuenta, además, que afirmar una reserva de Constitución a partir del concepto de órganos constitucionales es un caso de lo que la jurisprudencia de intereses, desde Ihering y sus discípulos, denominó críticamente como “método de la inversión”: primero, a partir de los datos positivos que ofrece el ordenamiento se construye, por inducción, una categoría dogmática; y luego, se extraen de ella, por deducción, consecuencias jurídicas. Nada de esto quita que, como se observó más arriba, la idea de que la ley puede regular todo lo atinente a los supremos órganos del Estado siempre que no tropiece con un límite constitucional explícito resulta insostenible en un ordenamiento como el español.
IV
La pregunta, por tanto, sigue en pie: ¿puede el legislador, en ausencia de específica habilitación constitucional, regular el estatuto y las atribuciones de instituciones cuya configuración normativa es directamente establecida en el Constitución y no está necesitada, en principio, de desarrollo legislativo para su funcionamiento efectivo?
En la práctica, no hay una pauta clara. Con respecto al Gobierno, no puede decirse que haya habido serias reservas a su regulación por ley incluso en ausencia de previsiones constitucionales expresas. Así, la Ley 50/1997 introdujo una regulación legal tendencialmente exhaustiva del Gobierno, por más que solo en el art. 98 CE puede encontrarse una llamada al desarrollo legislativo de dicho órgano y, además, circunscrita a determinar quiénes son miembros del Gobierno y a fijar el estatuto y las incompatibilidades de los mismos. Es evidente que esto está muy lejos de dar pie para un desarrollo legal de conjunto como el aprobado por la Ley 50/1997. Una posible justificación sería entender que, puesto que el Gobierno es la cúspide de la Administración General del Estado, la regulación legal de aquel no necesita de un fundamento constitucional distinto del que vale genéricamente para esta (art. 103 CE); pero ello no explicaría que, apartándose de la pauta tradicional española, las normas específicamente relativas al Gobierno estén ahora en un cuerpo legal diferenciado del que rige la Administración General del Estado. En todo caso, la verdad es que la utilidad práctica de dicha ley resultaba muy dudosa, dado que el Gobierno no había necesitado nada parecido para ejercer sus atribuciones con normalidad durante los veinte años anteriores. La Ley 50/1997 añadió muy poco a lo ya previsto desde antiguo por la legislación administrativa, pudiendo suponerse que su gestación obedeció a consideraciones predominantemente doctrinales o estéticas. Dicho todo lo anterior, nadie cuestionó la elaboración y aprobación de dicha ley.
Tampoco en relación con algunas funciones constitucionalmente correspondientes al Gobierno se ha objetado a la introducción de normas por el legislador. Así, con arreglo al art. 17 de la Ley Orgánica 5/2005, el envío de tropas al exterior para fines no directamente vinculados a la defensa nacional está supeditado a la previa autorización parlamentaria. Más conocida -y no siempre sustancialmente respetada- es la exigencia legal de que los anteproyectos de ley en materia penal, procesal y de organización judicial sean sometidos a informe del Consejo General del Poder Judicial (art. 561 LOPJ). Podrían ponerse otros ejemplos. Pero los dos señalados muestran cómo por ley se han establecido ciertos condicionamientos al ejercicio de atribuciones gubernamentales expresamente contempladas por la Constitución, como son la dirección de la política exterior y de la Administración militar, o la iniciativa legislativa.
Conviene señalar, sin embargo, que entre todos los órganos usualmente calificados de constitucionales tal vez sea el Gobierno el menos indicado para comprobar hasta dónde puede llegar su regulación por el legislador. La razón es que el Gobierno forma un continuum con la Administración General del Estado y es incuestionable que los principios de legalidad y control jurisdiccional (arts. 103 y 106 CE) le son aplicables en su actuación. Más aún, el art. 97 CE dice que la función ejecutiva habrá de ejercerse “de acuerdo con la Constitución y las leyes”; es decir, incluso en aquello que no sea propiamente administrativo, el Gobierno está sometido a la ley. La única salvedad a todo ello viene dada por lo que en Derecho Administrativo se ha venido conociendo como la “doctrina de los actos políticos del Gobierno”, que hoy en día se limita a ciertos aspectos de la política exterior y a las relaciones con el Parlamento; y, aun así, siempre que no se pongan en cuestión requisitos reglados, ni se vulneren derechos fundamentales (art. 2 LJCA).
La pregunta examinada tiene, así, mucho más sentido con respecto a otros órganos constitucionales, ajenos al ámbito del Poder Ejecutivo y la Administración Pública. Pues bien, cabe identificar al menos dos precedentes, que -como se verá enseguida- no han sido hostiles a la regulación legal de ciertas atribuciones de órganos constitucionales que con anterioridad habían venido siendo ejercidas sin necesidad de desarrollo por ley.
El primero de ellos vino dado por la Ley Orgánica 6/2007. Esta, por lo que ahora importa, añadió un segundo párrafo al art. 16.1 LOTC del siguiente tenor: “Los Magistrados propuestos por el Senado serán elegidos entre los candidatos presentados por las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas en los términos que determine el Reglamento de la Cámara.” Se introdujo así, por vía meramente legislativa, un requisito adicional para la designación por el Senado de los cuatro miembros del Tribunal Constitucional que le corresponden. Ese requisito, como es notorio, no está en la Constitución; y desde luego no era necesario para que el Senado ejerciese esa atribución, como lo demuestra que con anterioridad había hecho las correspondientes designaciones sin ninguna preselección o propuesta proveniente del exterior. En este caso, hubo un recurso de inconstitucionalidad interpuesto por la oposición parlamentaria, a la sazón del Partido Popular, que fue desestimado por la STC 49/2008. El tema pasó sin pena ni gloria en los círculos académicos y sin que el Tribunal Constitucional se esforzarse especialmente en su motivación: en esencia, acudió al sencillo argumento de la libertad del legislador en todo aquello que no tropiece con la Constitución; pero esta era precisamente la cuestión, que entonces fue eludida.
El otro precedente es más reciente y, sin duda alguna, más controvertido. Se trata de la privación al Consejo General del Poder Judicial en situación de prórroga de la competencia para hacer nombramientos discrecionales, es decir, básicamente las plazas del Tribunal Supremo y las presidencias de los órganos judiciales colegiados. Esta medida, adoptada en el contexto del largo e injustificado bloqueo de la renovación del órgano de gobierno de la judicatura, fue tomada mediante la Ley Orgánica 4/2021. La justificación dada a este cercenamiento de atribuciones fue que, estando en situación de prórroga desde tiempo atrás, el Consejo General del Poder Judicial no estaba en consonancia con las Cámaras -que son las llamadas a designar a sus miembros- y, por consiguiente, que había perdido la legitimación para tomar decisiones más allá de lo estrictamente reglado. Este argumento fue asumido por el Tribunal Constitucional, que desestimó el recurso y las cuestiones de inconstitucionalidad planteados al respecto (STC 128/2023, 15/2024 y 39/2024). Pero está muy lejos de ser convincente, aunque solo sea porque la prórroga en caso de no renovación tempestiva (art. 570 LOPJ) tiene como finalidad asegurar la continuidad de un órgano cuyas funciones son permanentes, no pudiendo ser interrumpidas sin grave quebranto de la correcta marcha del Estado; y ello por no mencionar que aceptar la interrupción de esas funciones permanentes so pretexto de que el Consejo General del Poder Judicial no ha sido renovado a tiempo supone castigar a quienes -como son los tribunales y los justiciables- no tienen culpa alguna del bloqueo de dicha renovación, solo imputable a las propias Cámaras y a las fuerzas políticas en ellas presentes. Este lamentable episodio se vio ulteriormente agravado por dos razones. Una fue que el Tribunal Constitucional tardó dos años en pronunciarse, de manera que permitió que una situación tan irregular se consolidase. Y la otra razón tiene que ver con la absoluta incoherencia de las principales fuerzas políticas y del propio Consejo General del Poder Judicial prorrogado y cercenado: mediante la Ley Orgánica 8/2022 se le restituyó a aquel su competencia para designar a los dos miembros del Tribunal Constitucional que le corresponden; pero nadie protestó ni recordó el argumento de la pérdida de legitimación para hacer nombramientos discrecionales, ni siquiera el propio Consejo General del Poder Judicial, que dócilmente aceptó la restitución solo parcial de su competencia y procedió a hacer las designaciones.
Hasta aquí, los precedentes de un modo u otro favorables a que el legislador regule el estatuto y las atribuciones de órganos constitucionales cuya configuración es directamente establecida en el Constitución. Sin embargo, hay un precedente de signo contrario. Es más antiguo, pero ha tenido una profunda influencia en la evolución jurídico-política de España. Se trata de la STC 76/1983, relativa al proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, popularmente conocido como la LOAPA, que intentó reconducir en sentido restrictivo y uniformista la descentralización política en su fase inicial. Cualquiera que sea la valoración que a cada uno le merezca el propósito y el contexto de aquella iniciativa legislativa, es lo cierto que el Tribunal Constitucional la declaró inconstitucional, salvo en algunos aspectos marginales que terminaron convirtiéndose en ley. La razón fue básicamente entender que el legislador no puede imponer una determinada interpretación, entre otras posibles, de las normas constitucionales sobre distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. La ratio decidendi de la STC 76/1983 es, así, diametralmente opuesta a la idea de que el legislador puede regular, en ausencia de una habilitación normativa específica, el estatuto y las atribuciones de instituciones directamente configuradas por la Constitución. Es verdad que, a diferencia de los otros precedentes antes examinados, aquí no se trataba de órganos constitucionales, sino de Comunidades Autónomas; pero no es menos cierto que estas son entidades -es decir, personas jurídico-públicas- que también se encuentran en una posición de sujeción inmediata a la Constitución y que también contribuyen a definir los rasgos básicos del Estado.
V
Cabe ahora extraer algunas conclusiones de cuanto queda expuesto. Así, en primer lugar, la idea de que el legislador puede, en ausencia de una habilitación constitucional específica, regular el estatuto o las atribuciones de instituciones directamente configuradas por la Constitución es muy cuestionable. Es verdad que las STC 49/2008 y 128/2023 parecen avalar esa idea; pero la motivación en que se apoyan es muy elemental, cuando no abiertamente rechazable como ocurre con la afirmación de la necesaria sintonía con las Cámaras de otros órganos constitucionales. Decir que el legislador puede hacer todo lo que la Constitución no le prohíbe expresamente -como, por cierto, ha vuelto a sostener el Tribunal Constitucional a propósito de la amnistía (STC 137/2025)- es sencillamente un modo tosco de razonar. Hay que insistir, más en general, en que el dogma de la soberanía del Parlamento pertenece a un pasado en que no había una Constitución normativa y supra ordenada a todos los poderes del Estado.
En segundo lugar y en sentido opuesto, la noción de reserva de Constitución -aun partiendo de un presupuesto correcto, como es el de sujeción de todos los poderes públicos a las reglas y principios constitucionales- resulta excesiva y de difícil encaje en el sistema constitucional español: extrae consecuencias jurídicas de una categoría dogmática, como es la de órganos supremos o constitucionales, que está lejos de ser nítida. Además, los datos positivos en el ordenamiento español no permiten llegar a una solución única para todos los órganos usualmente calificados como constitucionales, pues unos están más abiertos que otros a posibles regulaciones legales. A estos efectos, sin duda alguna, no es idéntica la posición del Consejo General del Poder Judicial que la del Rey, como tampoco es igual la del Tribunal Constitucional que la de las Cámaras.
En tercer y último lugar, la respuesta más equilibrada y convincente a la pregunta que se ha venido examinando tal vez sea la apuntada por la vieja STC 76/1983 sobre la LOAPA. Habrá que estar al sentido y a la densidad normativa de los preceptos constitucionales que directamente configuran cada institución. El Gobierno, como se ha visto, presenta características peculiares. Pero en cuanto a los demás órganos constitucionales, por seguir utilizando convencionalmente este vago concepto, lo crucial es dilucidar si las previsiones constitucionales son autosuficientes para su correcto funcionamiento; es decir, si su estatuto y sus atribuciones tal como resultan del texto constitucional pueden desplegar eficacia sin necesidad de ningún complemento normativo. Si la respuesta es afirmativa, cualquier intervención del legislador habrá de ser vista como un intento de imponer una determinada interpretación de la Constitución entre otras posibles y legítimas; lo que sería tanto como aceptar una especie de supremacía natural e incondicionada del Gobierno y su mayoría parlamentaria sobre otras instituciones públicas.
Cabe así volver al inicio. Los preceptos constitucionales relativos al estatuto y las atribuciones del Rey no son fragmentarios, sino que permiten el correcto funcionamiento de la jefatura del Estado sin necesidad de complemento alguno. Así lo demuestra que la institución ha cumplido su papel constitucional durante casi medio siglo, a pesar de graves dificultades de distintas clases que están en la mente de todos. De aquí que deba concluirse que una Ley de la Corona no tendría cabida en la Constitución Española. Según una feliz fórmula de Benigno Pendás, “la ley de la Corona es la Constitución”.
Cosa distinta es que haya personas y grupos a quienes disgusta el statu quo: unos porque -como segunda mejor opción a una república- preferirían un Rey puramente ornamental, y otros porque desearían un Rey con influencia política. Pero ninguna de esas aspiraciones responde al diseño de la Constitución Española, ni justifica tratar de eludirla por vías subrepticias.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Una buena muestra de la actualidad del tema aquí examinado puede hallarse en el espacio que se le dedica en L.M. CAZORLA PRIETO (coord.), Felipe VI: una década de reinado, Aranzadi, Cizur Menor, 2024, con intervenciones de Manuel FERNÁNDEZ-FONTECHA TORRES, Diego LÓPEZ GARRIDO y Benigno PENDÁS GARCÍA.
Sobre la idea de un “negociador” distinto del Rey para la designación de un Primer Ministro en las monarquías parlamentarias, es ilustrativa la experiencia sueca: desde la reforma constitucional de 1974, esta función corresponde al Presidente del Parlamento. Véase la introducción de Erik HOLMBERG y Nils STJERNQUIST a Constitutional Documents of Sweden, The Swedish Riksdag, Stockholm, 1990, p. 19-20
De la reserva de Constitución en materia de órganos de supremacía constitucional, con especial atención a su elaboración doctrinal en Alemania, se trata en Eloy GARCÍA, “¿Qué significa y para qué sirve la reserva de Constitución?”, en Revista de Derecho Político nº 120, 2024, p. 321 y siguientes. Fuera del contexto alemán, puede consultarse Wim J.M. VOERMANS, “Constitutional Reserves and Covert Constitutions”, en Indian Journal of Constitutional Law vol. 3, 2009, p. 84 y siguientes.
En España, el concepto de órganos constitucionales ha sido estudiado principalmente a propósito del conflicto de atribuciones entre órganos constitucionales del Estado, es decir, como objeto de un determinado proceso ante el Tribunal Constitucional. Dentro de una amplia bibliografía cabe remitirse, por todos, al pionero estudio de Javier GARCÍA ROCA, El conflicto entre órganos constitucionales, Tecnos, Madrid, 1987, así como a la exhaustiva monografía de Ángel GÓMEZ MONTORO, El conflicto entre órganos constitucionales, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992. Por el contrario, el concepto de órganos constitucionales en Italia -de uso muy frecuente- ha sido examinado en una óptica más general, por su posible valor explicativo en materia de organización pública. Un excelente ejemplo es el muy elaborado trabajo, si bien ya antiguo, de Enzo CHELI, Organi costituzionali e organi di relievo costituzionale, Cedam, Padova, 1966. Para una visión crítica de dicho concepto, permítase la remisión a Luis María DÍEZ-PICAZO, “Órgano constitucional”, en M. ARAGÓN REYES (coord..), Temas básicos de Derecho Constitucional, vol. II, Civitas, Madrid, 2001, p. 84-86.
Sobre el método de la inversión, véase Hans Martin PAWLOWSKI, Introduzione alla metodología giuridica, Giuffrè, Milano, 1993, p. 98-100.
“La ley de la Corona es la Constitución” es el título de la contribución de Benigno PENDÁS GARCÍA al arriba citado libro dirigido por Luis María CAZORLA PRIETO.





















