VIOLENCIA VICARIA: MÁS DUDAS QUE PREVENCIÓN
A este ‘Tribuno’ le tiembla el pulso cuando se trata de poner reparos a medidas penales que buscan prevenir la peor delincuencia. Ya pasó con la aborrecible prisión permanente revisable, que, con Bretón aún en la retina, pretendía combatir los asesinatos más crueles. La crítica al medio, por inútil o por injusto, se puede interpretar como displicencia hacia su fin. Y desde luego nada más lejos de la realidad en ese caso y en el que hoy me ocupa: la creación de un nuevo delito de violencia vicaria. Por ahí deseo comenzar: la violencia machista sigue siendo una lacra social demasiado intensa y demasiado ubicua que nos conmueve especialmente cuando se sirve perversamente de niños.
Lo que pasa es que crear nuevos delitos es jugar con fuego (el fuego del deshonor y de la cárcel), y tenemos que estar muy seguros de que esas llamas calienten y de que no se expandan hacia donde no queremos. Lo que ahora se propone en realidad es añadir una nueva pena (“prisión de seis meses a tres años y privación del derecho a la tenencia y porte de armas de tres a cinco años”) a un delito ya cometido, si en este se dan dos circunstancias: que el autor lo haya perpetrado “para causar daño o sufrimiento a quien sea su cónyuge o persona a la que esté o haya estado ligada por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia” y que por ello su víctima originaria sea un familiar directo de esta (descendiente, ascendiente, hermano o pareja).
Si lo que preocupa sobre todo es el asesinato de menores como manifestación de violencia de género -y de hecho así comienza la exposición de motivos del anteproyecto de ley orgánica de medidas en materia de violencia vicaria-, procede recordar que tales asesinatos son considerados por el Tribunal Supremo como hipercualificados por alevosía y minoría de edad, y que por ello impone a sus autores una pena de prisión permanente revisable a la que en su rotundidad ya nada puede añadir cualquier otra. Pero cierto es que la violencia vicaria que se nos propone ahora como nuevo delito se refiere a muchas otras violencias distintas al asesinato, y que por ello, frente a la posible eficacia de la nueva pena, no sobra poner encima de la mesa algunas dudas de justicia que sugieren una reconsideración sosegada del proyecto.
La primera de las pegas surgiría si lo que quiere la reforma no es sino agravar la pena de ciertos delitos por la vileza de los motivos de sus autores. Mala cosa sería esta en un Estado democrático que no pretende meterse en la cabeza de sus ciudadanos más allá de comprobar que infringieron voluntariamente las normas esenciales de convivencia. Por ello, el ensañamiento, la alevosía y el precio como circunstancias que califican el asesinato deben interpretarse en términos objetivos como circunstancias que hacen más lesiva o más peligrosa la conducta homicida; por ello nuestro ordenamiento no contiene una modalidad de asesinato por los motivos abyectos o triviales del autor. Más allá del dolo (conocimiento y voluntad de la conducta delictiva), nos sobran los motivos.
La justificación del nuevo delito repararía entonces en penar más lo que es objetivamente más grave. Y aquí el escenario también se aniebla un poco con el riesgo de sobrevaloración de la conducta que supone la suma de un nuevo delito contra una nueva víctima, la pareja o ex pareja del autor o autora (sí, no es un error: la autoría del varón forma solo parte de un supuesto agravado) y familiar directo de la víctima del delito originario. Cuando se asigna la pena del homicidio, el legislador no toma sólo en cuenta la radicalidad del mal que supone la pérdida de la vida de la víctima, sino también el severo daño que la misma ha de comportar para sus allegados. Y en su medida tal cosa sucederá con otros delitos graves, como las mutilaciones, las violaciones o los secuestros. Si tal daño es peculiarmente incisivo por alguna razón, el juez podrá modular la pena dentro del marco de que dispone para ello (por ejemplo, en el homicidio la pena de prisión va de 10 a 15 años) o incluso sumar un nuevo delito de lesiones psíquicas del familiar.
En el caso de la violencia vicaria de género, dispondrá quizás de la circunstancia agravante de “razones de género”, que supone recortar el marco penal a su mitad superior (en el homicidio sería de 12 años y medio a 15 años). Quiero decir con todo ello que el desvalor propio de la violencia vicaria puede ser ya contemplado hoy, y que más bien la suma de una nueva pena nos deja el regusto de bis in idem legislativo (penar dos veces por lo mismo).
Otra posible distorsión valorativa proviene de que el listado de delitos fuente del nuevo delito sea muy extenso (“homicidio, aborto, lesiones, lesiones al feto, delitos contra la libertad, delitos contra la integridad moral, contra la libertad sexual, contra la intimidad y el derecho a la propia imagen, contra el honor, contra los derechos y deberes familiares o cualquier otro delito cometido con violencia o intimidación”) y abarque delitos menos graves. En estos casos podrá suceder paradójicamente que se repute como más intenso el daño reflejo a la madre o al padre (pena de seis meses a tres años de prisión) que el daño directo a la víctima originaria (la hija o el hijo) de, por ejemplo, unas lesiones que requieran tratamiento médico, unas calumnias o la difusión por internet de imágenes íntimas.
Pero para una justicia penal igualitaria es acaso más preocupante la decisión del anteproyecto de circunscribir los autores del nuevo delito a las parejas o ex parejas de las víctimas reflejas, lo que supone que no hay delito de violencia vicaria si la violencia directa se ejerce, por ejemplo, sobre los hijos de un hermano, o de tus propios padres, o de cualquier tercero, algo por cierto no inusual en la malvada estrategia de algunas organizaciones criminales. Habría delito adicional si un o una ex cónyuge comete un delito sobre los hijos comunes para dañar a su ex pareja, pero no si hace lo propio con los hijos del deudor reticente o del camello que no le pagó la droga.
El último ruido que hace la propuesta es puramente constitucional. Introduce en el Código Penal una nueva pena de “prohibición de publicar o difundir mensajes, textos, imágenes u otros contenidos que tengan relación directa con el delito cometido” que “impide al penado realizar estas conductas o facilitar estos contenidos a terceros, para evitar el menoscabo de la dignidad de la víctima o la generación de un daño psicológico a la misma”. Repare el lector en que el límite comunicativo no lo va a situar la norma en que el delincuente se lucre de un modo no revertible hacia sus víctimas, o en que irrogue un concreto daño al honor o a la intimidad de las mismas, ya protegidos por otros tipos penales. Una pena tan constrictiva de la expresión política parece peligrosa en un Estado que, en cuanto democrático, se sustenta sobre la libre información y valoración de los asuntos que nos afectan a todos. Y nada hay de mayor interés público que el delito, que la infracción de nuestras normas esenciales de convivencia. Para combatir social e institucionalmente el mal debemos conocerlo. Creo que, con el límite apuntado del lucro y la revictimización, debemos tener la posibilidad de escuchar la entrevista de Jordi Évole a Josu Ternera o de leer El último testamento de Lucky Luciano.
Termino. No estoy muy seguro de que esta iniciativa penal de nuestro atolondrado prelegislador (que se olvida de la duración de la nueva pena de prohibición de comunicación, o de imponerla al nuevo delito, o que prevé una revisión penal imposible con una ley que solo incrementa penas y es por ello irretroactiva) vaya a ser más eficaz para proteger a los familiares directos de las parejas o ex parejas que los instrumentos penales que ya tenemos. Y sí me parece que en alguno de sus aspectos puede ser incluso contraproducente. Puede serlo su propia existencia si obtura otras políticas públicas más eficaces pero más costosas, como la dotación de medios que están reclamando angustiadamente en estos mismos días los Juzgados de Violencia sobre la Mujer. Y es que puede haber algo peor que no hacer: hacer como que se hace.