EL GOBIERNO CONTRA LA JUSTICIA
Hace cosa de un año, en esta misma página, trataba de analizar el momento que atravesaba la Justicia española debido a las embestidas que estaba sufriendo. Desde los insultos proferidos en el Parlamento por algunas lenguas viperinas hasta las amenazas a jueces con nombres y apellidos, pasando por la acusación de lo que, con supina ignorancia, algunos rábulas llamaban ‘lawfare’. Hoy, como me temía, la situación sigue viva; tanto que, si no envenenada, al menos sí está que arde, lo cual significa que con el tiempo y los cambios de temperatura ha ido empeorando.
Pido licencia, por tanto, para insistir sobre aquel comentario que si cobra actualidad es por la última calentura que ha provocado la iniciativa del Gobierno de reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal, con los objetivos, entre otros, de cambiar el sistema de acceso a las carreras judicial y fiscal, despojar a los jueces de la función de instruir las causas penales para entregársela al Ministerio Fiscal y eliminar la acción popular. Se trata de innovaciones que, conocido su contenido y vista la reacción de la mayoría de los profesionales del derecho, quizá no merezcan otro adjetivo que el de inaceptable. De ahí que, de nuevo, levante mi voz con la idea de que tomemos conciencia de un problema en el que a menudo insisto: ¿están los políticos al servicio de la Justicia o viceversa? ¿A qué obedecen las constantes agresiones al poder judicial?
Por lo que se refiere a la reforma del sistema de ingreso en las carreras judicial y fiscal y que, según el ministro de Justicia, responde a la necesidad de “modernizar los modos de acceso y dotarlos de mayor objetividad”, presiento que la clave no va por donde don Félix Bolaños señala, sino por vereda bien distinta. Ahí están las declaraciones de la gran mayoría de jueces y fiscales, que consideran que, si la ley saliera adelante, supondría “un serio retroceso en el Estado de derecho al propiciar la arbitrariedad y menospreciar los principios de mérito y capacidad”.
Como político que es y, desde luego, bastante más que jurista, si el señor Bolaños fuera sincero, reconocería que el fin perseguido es controlar el poder judicial mediante jueces proclives. Es cierto que la intención no es nueva. Sin embargo, hasta la llegada al Gobierno de Pedro Sánchez nunca se había visto un plan tan descarado. Ya que no podemos comprar a los jueces, pongamos a los nuestros. Ese y no otro es el fin de la reforma, por mucho que se pretenda disimular con distintos ornamentos. Lástima que algunos no sepan que la Justicia no es ni retórica ni tautología. Suponer lo contrario es dar carta de naturaleza al timo de la estampita, un truco en el que ya casi nadie cae.
Llevo años pregonando que los oficios judiciales se deben nombrar en función de lo que los aspirantes valen y no por sus afinidades ideológicas. En épocas pretéritas el juez comenzaba por una modesta cabeza de partido y continuaba, peldaño tras peldaño, toda una larga marcha por la judicatura hasta llegar a la cúpula del Tribunal Supremo. Esta es la fórmula que patrocino y bueno sería que revisásemos nuestros espíritus demócratas y votáramos siempre por la calidad.
Mas puesto a defender, frente al plan del ministro Bolaños, sostengo que, hoy por hoy, la dirección de la investigación debe seguir a cargo de los jueces de instrucción y rechazo encomendar ese trabajo a los fiscales. En estos momentos, con una crisis de credibilidad como la que padece el Ministerio Público, el hallazgo del fiscal imparcial es una meta que queda demasiado lejos. La persecución de los adversarios políticos y la búsqueda de impunidad para los amigos es un temor que se justifica por sí mismo. Más cuando tenemos un fiscal general del Estado sobre el que gravita el prejuicio de su insobornable pasión de fidelidad al Gobierno. A la memoria me viene aquello que el filósofo y jurista Gaetano Filangeri pensaba del fiscal cuando afirmaba que era “un personaje creado por el Príncipe, pagado por el Príncipe, que ha recibido del Príncipe todo cuanto tiene y que puede ser despojado de ello por el Príncipe”.
Lo anteriormente expuesto sirve para el deseo del Gobierno de abolir la acusación popular. ‘Eam popularem actionem dicimus, quae suum ius populi tuetur’, escribió el jurisconsulto Paulo y que en español significa que “llamamos acción popular a la que ampara el derecho propio del pueblo”. El planteamiento es muy sencillo. Si el delito constituye un ataque a la sociedad como conjunto, el ciudadano, como miembro de ella, puede ejercitarla. En España, la acusación popular es una pieza relevante de la Justicia penal que se remonta a Las Siete Partidas y que, vigente en todo tipo de regímenes, ha llegado al actual con su reconocimiento expreso en el artículo 125 de la Constitución.
En fin. Veremos en qué acaba la espuria iniciativa legislativa que ocupa mi atención, pero si hay algo evidente es que el Gobierno está en contra del poder judicial y quiere que éste sea tributario de él. Dicho con lenguaje paladino y no poca indulgencia, semejante proceder tiene el tufo de los vicios totalitarios y lo peor es que habíamos llegado a creernos que el totalitarismo estaba ya muerto y enterrado. Cuando nuestra Constitución está a punto de cumplir el 47 aniversario, en España ciertas cosas no se han consolidado aún. En la nómina de aquello que no hemos podido afianzar figura en lugar destacado y punto menos que insuperable la fiebre del poder por encima de todo, del poder absoluto, lo que para mí es inexplicable. Me temo que este nuevo asalto al poder judicial va a llevarse hasta sus últimas consecuencias, en unas circunstancias políticas en las que la corrupción que acecha al Gobierno de Pedro Sánchez y al Partido Socialista necesita de medios arbitrarios, incluidos los judiciales, para defender sus intereses.
“La historia enseña que el poder político no ha superado la tentación de debilitar los mecanismos constitucionalmente concebidos para el control democrático de sus decisiones”. “El equilibrio entre los poderes del Estado no puede limitarse a un enunciado normativo”. Hago notar que estas palabras no son mías. Me las he apropiado, incluso con abuso de confianza, del libro ‘Justicia amenazada’ que, con mano maestra y la sabiduría del buen juez del que habla Azorín, ha escrito don Manuel Marchena, magistrado del Tribunal Supremo.
Después de la cita, poco más me queda por escribir, salvo añadir que, si las cosas terminan yendo como algunos políticos irresponsables quieren que vayan, impartir justicia en España será sufrir e incluso morirse lentamente. Y, lo que es peor y para mayor escarnio, morir sonriendo al recibir las estocadas de los tirios que juegan con las cartas marcadas y de los troyanos que saltan a la palestra con armas prohibidas porque, según sus propias leyes, ellos son los Supremos y, pase lo que pase, jamás pueden perder.