Cuando ocurrió la crisis catalana de 2017, la democracia española no mostró su mejor cara. Aquello fue una especie de prueba de resistencia para nuestro sistema político, y yo creo que no salimos bien parados. Soy consciente de que esta visión de lo que entonces sucedió no es muy popular y hay gente que se solivianta, que siente herido su orgullo patriótico. En 2018, publiqué un ensayo sobre este asunto, La confusión nacional, defendiendo la tesis de que nuestro sistema democrático no estuvo a la altura de lo que cabía exigir; no sorprenderá si digo que la acogida fue entre fría y hostil.
A mi entender, hubo en 2017 un fallo sistémico que afectó al Gobierno, la justicia, las fuerzas de seguridad y los medios de comunicación. Además, una parte importante de la opinión pública tuvo una reacción intolerante y excluyente. Se impuso la tesis de que los líderes independentistas estaban dando un golpe de Estado y que lo único que cabía hacer ante algo así era aplicar soluciones penales. En lugar de promover el diálogo y la negociación en busca de un acuerdo de rango constitucional en el que pudieran sentirse cómodas todas las partes con sus respectivas identidades territoriales y nacionales, se fue al enfrentamiento y la imposición. Los otros, los independentistas, tampoco jugaron bien sus cartas democráticas y se embarcaron en un unilateralismo injustificable, sin legitimidad popular, aunque, estando en inferioridad de condiciones frente al Estado, se llevaron la peor parte: sus líderes acabaron en la cárcel con largas condenas.
Afortunadamente, todo esto se ha ido corrigiendo. Con el Gobierno de izquierdas se han dado pasos importantes para reconducir la situación. El Ejecutivo ha tenido que vencer resistencias fortísimas, pero ha indultado a los condenados, ha modificado la regulación del delito de sedición y ha aprobado una ley de amnistía (que el Tribunal Supremo, en un acto de chulería institucional, ha decidido no aplicar, contraviniendo gravemente la división de poderes). Gracias al cambio de orientación del Gobierno, la situación de Cataluña es completamente distinta a la de los años álgidos del procés. Habrá que felicitarse por ello.
Sin embargo, hay un asunto bien feo de aquel periodo que no acaba de resolverse. Me refiero a la Operación Cataluña. Más allá del juicio que pueda tener cada uno sobre cómo se gestionó políticamente la crisis catalana, hay una cuestión de hecho que no puede soslayarse: en medio del conflicto, se llevó a cabo una operación clandestina para acabar con rivales políticos, protagonizada por altos cargos del Gobierno de Mariano Rajoy, dirigentes del Partido Popular, periodistas, fuerzas de seguridad, servicios de inteligencia y personajes gansteriles como el comisario Villarejo. Esa trama constituye un enorme borrón en nuestra democracia. Ha tenido otras derivadas (ahí está el Informe Pisa, contra Podemos, o el caso Kitchen, en el luña declarar, con sonrisa cínica, que no reconocía su voz en las nuevas grabaciones de Villarejo. Lo mismo sucedió en la comparecencia de Alicia Sánchez-Camacho: ni un atisbo de explicación o de disculpa; al revés, se presentó como una víctima del independentismo. Sánchez-Camacho protagonizó algunos de los primeros episodios de la trama. Achicharrada políticamente en Cataluña, el PP, para mayor recochineo, la incluyó en las listas nacionales y la nombró secretaria primera del Congreso en 2016. En la actualidad, ha sido acogida por Isabel Díaz Ayuso y es diputada en la Asamblea de Madrid.
Estamos bien acostumbrados a esta impunidad política. Lo que ya resulta más chocante es la impunidad judicial. Mientras que algunos jueces no ahorran esfuerzos ni tiempo en desvelar los delitos cometidos por Begoña Gómez, o en perseguir con celo admirable al fiscal general del Estado por la filtración de un correo electrónico que deja en mal lugar a la pareja de Díaz Ayuso, consiguiendo de esta manera entretener y excitar a los medios de la derecha, la Operación Cataluña va pasando por diversos tribunales sin despertar el interés de nuestros jueces. Esta doble vara de medir es escandalosa y no tiene fácil explicación. Que durante más de una década la Operación Cataluña no haya merecido la atención de los jueces solo puede explicarse bajo el supuesto de que el sistema de justicia está al servicio de una cierta concepción de España y no de la aplicación imparcial de la ley. Algunos jueces parecen pensar que los independentistas hicieron tanto daño a la patria que está justificado mirar para otro lado cuando llegan las denuncias de operaciones ilegales del Estado.
Para superar definitivamente la crisis de otoño de 2017, es necesario depurar responsabilidades. No podemos escudarnos en que una idea de España estuvo en peligro. La Operación Cataluña estuvo mal, se mire como se mire, y es un motivo de vergüenza como país. En una democracia no se puede admitir que un Gobierno y un partido político anden metidos en tramas de juego sucio en las que se usan fondos reservados ilícitamente, se inventan informaciones y se coacciona a políticos y empresarios. Si la justicia condenó a penas de cárcel a un ministro del Interior y a un secretario de Estado de Seguridad por su implicación en la guerra sucia contra el terrorismo en los años noventa, no tiene sentido que algo como la Operación Cataluña quede impune. A no ser que la diferencia estribe en que aquellos eran miembros de un Gobierno socialista, mientras que estos otros lo fueron de un Gobierno del Partido Popular.
Una democracia no puede admitir el juego sucio de un Gobierno y un partido contra sus rivales políticos
que el PP, usando fondos reservados, intentó destruir las pruebas de su financiación ilegal que obraban en poder del extesorero Luis Bárcenas).
Utilizando informes falsos que se filtraban a los medios, los participantes en la Operación Cataluña fabricaron escándalos destinados a minar la reputación de políticos y empresarios catalanes. Para ello, necesitaron la connivencia de policías y periodistas. Muchos de estos falsos escándalos se diseñaron en el Ministerio del Interior dirigido por Jorge Fernández Díaz. La entonces secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, tuvo también un papel esencial en varias de las operaciones realizadas. Hubo además coacciones y amenazas (por ejemplo, en la operación contra la banca andorrana).
De todo esto hay abundante documentación: notas manuscritas, conversaciones grabadas, declaraciones posteriores, etcétera. Recientemente, han salido nuevos audios que muestran hasta dónde llegaba la estrategia de Partido Popular. En una conversación entre Cospedal y Villarejo, este último se vanagloria de haber conseguido, gracias a sus actuaciones criminales, reducir el número de diputados de CiU de 62 en las elecciones autonómicas de 2010 a 50 en las de 2012. Evidentemente, hay una parte de fanfarronería en los logros que se atribuye Villarejo ante su socia, pero el hecho de que hablaran en esos términos revela el alcance de la trama: la Operación Cataluña no solo perjudicó a políticos concretos, sino que además interfirió gravemente en el proceso democrático.
Por muy lamentable que resulte, no es una gran sorpresa que ni el Partido Popular como partido político, ni Mariano Rajoy como expresidente del Gobierno y expresidente del partido, ni los políticos involucrados en la operación hayan admitido nunca la existencia de este juego sucio. Hasta el momento, se han negado a reconocer nada. Hace pocas semanas, vimos a Cospedal en la comisión de investigación en el Congreso sobre la Operación Cataluña