SOMBRAS DESDE AUSTRIA
Las elecciones austriacas del pasado septiembre han dejado al país ante una endiablada situación parlamentaria. El anterior Gobierno de coalición entre conservadores y verdes se labró un creciente descontento popular, lo que se manifestó con nitidez a la hora de contar las papeletas. Por primera vez, el Partido para la Libertad (FPÖ en sus siglas alemanas), de corte nacionalpopulista, ascendió al primer puesto con casi un 29% de los votos. Los conservadores tuvieron que consolarse con una segunda posición que enmascaraba un descalabro electoral (26,3%), mientras que el otro gran partido tradicional, los socialistas de Andreas Babler, desaprovechaba las cuitas gubernamentales y obtenía sus peores resultados históricos (21,1%). Por su parte, Los Verdes se desplomaron hasta la última posición, al tiempo que el partido liberal, Neos, se asentó como una fuerza política relevante (9,1%).
La victoria del FPÖ fue tan esperada (los austriacos no suelen defraudar a las encuestas) como traumática en términos políticos. No es para menos: el FPÖ figura por méritos propios en el olimpo de los partidos nacionalpopulistas europeos. Fundado tras la guerra, su historia ha experimentado una cierta oscilación ideológica. En sus orígenes presentó claras afinidades con el nacionalsocialismo, del que provenía buena parte de sus dirigentes; una vinculación familiar con el mundo (neo)nazi que ha sido una constante en sus dirigentes hasta el día de hoy. Sin embargo, en los años 70 del siglo pasado el ala más liberal fue tomando las riendas, hasta el punto de tolerar al primer Gobierno socialdemócrata en minoría dirigido por Bruno Kreisky e incluso entrar en un Gobierno de coalición, el del socialista Fred Sinowatz (1983-86).
Sin embargo, en 1986 un intrépido político de Carintia llamado Jörg Haider dio un golpe de mano interno que supuso el inicio de una nueva etapa tanto ideológica como de consolidación electoral. Entre 1986 y 1999 el partido pasó del escaso 5% hasta casi el 27% de los sufragios. Desde el punto de vista programático, Haider transformó al FPÖ en un partido de protesta, acentuó su dimensión nacionalista, fue paulatinamente incidiendo en posiciones contrarias a la Unión Europea, apostó decidida y vehementemente contra la inmigración, anatemizó a los partidos tradicionales por su corrupción y, sobre todo, instauró una práctica política basada en la polarización y el recurso a las herramientas de la democracia directa. Los repetidos intentos de cordón sanitario por parte de socialdemócratas y democristianos frente a Haider se revelaron inocuos.
Con el tiempo, el ascenso electoral del partido desembocó en lo inevitable: su llegada al Gobierno de coalición con los democristianos en 2000. Desde entonces, el periplo del FPÖ se ha caracterizado por unos notables altibajos electorales, por conflictos internos y, ante todo, por una incompetencia berroqueña a la hora de gobernar. El paso de la oposición vociferante a las responsabilidades de gobierno resultó de difícil digestión y el partido perdió durante los Gobiernos de Wolfgang Schüssel (2000-2006) hasta dos tercios de sus votantes, al tiempo que logró rizar el rizo del disparate cuando el propio Haider impulsó una escisión con la creación de otro partido de vida efímera. Se iniciaría así una fase de penalidades con diversos secretarios generales y escuálidos guarismos electorales.
No obstante, de la mano de Heinz-Christian Strache el partido fue retomando el vuelo hasta volver al poder -de nuevo en coalición con los democristianos y en el contexto de la crisis migratoria- en 2017. La aventura terminó de la peor manera: una cámara oculta grabó a Strache, entonces vicecanciller, vanagloriándose de burlar todos los controles para recibir financiación irregular. El electorado hizo sin embargo la vista gorda ante la tropelía y el partido pronto reflotó hasta llegar a las últimas elecciones.
Tras los recientes comicios, el presidente de la República, el verde Alexander van der Bellen, encargó la formación de gobierno al entonces canciller, el democristiano Karl Nehammer, al constatar que el líder del FPÖ, Herbert Kickl, adolecía de falta de apoyos necesarios para pergeñar una mayoría. Arrancaron entonces unas largas negociaciones a las que los conservadores invitaron a socialdemócratas y liberales, pero que naufragaron estrepitosamente a principios de enero, cuando los liberales rechazaron llegar a un acuerdo de gobierno. Los puntos centrales de disputa versaban en torno a la necesidad de un ajuste presupuestario en la actual legislatura, toda vez que Austria ha superado el 3% de déficit estipulado. Dónde recortar los gastos o dónde aumentar los ingresos se convirtió en la manzana de la discordia. Los liberales exigían un cierto recorte de las pensiones elevando paulatinamente la edad de jubilación a los 67 años y los socialistas reclamaban un impuesto a la riqueza y a las herencias, mientras que los conservadores abogaban por dinero rápido subiendo el IVA. Otros debates atañían a la financiación de los partidos políticos y a la gestión de los medios públicos de comunicación, así como a una mayor responsabilidad fiscal de los estados federados (algo a lo que se oponían los socialistas).
El fracaso ha llevado a la dimisión de Nehammer como canciller y líder del partido y ha abierto la puerta al encargo del presidente al líder del FPÖ, Herbert Kickl, para que forme gobierno. Su único aliado posible son los democristianos, quienes durante la campaña habían abjurado de cualquier coalición con este partido (aunque frecuentemente insistiendo en la figura del propio Kickl como el verdadero escollo).
Qué duda cabe de que la figura de Kickl presenta sombras más que tenebrosas. Por un lado, su periplo representa lo peor de la profesionalización de la política de más baja estofa -extremo en el que no se diferencia de muchos de sus contrincantes-. Por otro, su perfil atesora aristas políticas y retóricas importantes. Desde su cercanía al partido de Putin y sus posiciones contrarias a la vacuna del Covid, hasta sus intentos de socavar derechos fundamentales de los inmigrantes con proyectos ilegales de internamiento durante su etapa de ministro del Interior, pasando por su violencia verbal frente a sus contrincantes políticos.
Las concomitancias entre los programas de conservadores y nacionalpopulistas austriacos son indubitables en muchos ámbitos. No parece que vaya a haber disensiones en cuanto al modelo económico, pues ambos abogan por una reducción de impuestos y de cargas sociales. Los dos se manifiestan también, por poner otro ejemplo, a favor de una rebaja de la edad de responsabilidad penal. Sus discrepancias más destacables atañen en realidad a las entrañas de la propia posición política de los conservadores. Por un lado, su condición de socio menor de una coalición con los nacionalpopulistas supondría una humillación histórica para un partido que ha estado prácticamente en todos los Gobiernos de los últimos 70 años. Por otro lado, la formación conservadora se declara desde los años 90 como un fuerte partidario del proceso de integración europea, tema sobre el que el FPÖ muestra reticencias un tanto esquizofrénicas: al igual que otros partidos nacionalpopulistas, ha templado su entusiasmo a favor de una salida de la Unión Europea, tanto por el espejo del Brexit como por el hecho de que Austria vive de sus exportaciones a los países circundantes (todos ellos, excepto Suiza, en la Unión). Con todo, el FPÖ tiene una clara posición contraria a la profundización de la integración europea.
En cuanto a Rusia también chirriarían los engranajes de una futura coalición: comprensión y paños calientes con Putin por parte del FPÖ, apoyo incondicional a Ucrania y a las sanciones por parte de los conservadores. El partido conservador se encuentra así frente a una difícil prueba que ya le está generando tensiones internas.
El resultado de las negociaciones está abierto, pero la amenaza de una repetición electoral que previsiblemente auparía aún más al FPÖ convierte en probable el alumbramiento de un nuevo e inédito Gobierno de coalición en Austria.