Ahora que la legislatura languidece, ante la falta de apoyo parlamentario del Gobierno, el aborto vuelve a situarse en el centro de un debate político que reclama, por una parte, su consagración como derecho en el texto de la Constitución y, por otra, el aumento de interrupciones de embarazo en la sanidad pública. La primera propuesta no merece demasiada consideración empezando porque ninguna institución europea -incluyendo el Tribunal de Estrasburgo- ha reconocido un derecho fundamental al aborto y terminando porque la amplia mayoría parlamentaria que exige la reforma constitucional hacen que, al menos por el momento, sea inviable.
La segunda tiene mayor recorrido. Está impulsada por un reciente informe del Ministerio de Sanidad sobre la situación del aborto en la sanidad pública donde se hace responsable a los objetores de conciencia del bajo número de interrupciones de embarazo que se producen en estos centros. Para revertir esta tendencia se propone asegurar equipos médicos no objetores en todos los niveles asistenciales de la sanidad pública consolidando, a tal fin, los registros de objetores de conciencia.
Esta propuesta ha reavivado los recelos de los sanitarios que consideran que los registros constituyen en realidad listas negras que pueden perjudicarles en su desarrollo profesional. El Tribunal Constitucional en su sentencia 151/2014 señaló que no había base jurídica para considerarlos como un medio de discriminación y represalia ya que se trataba de una herramienta estrictamente organizativa y de gestión de recursos humanos cuyo acceso debía quedar restringido a las autoridades competentes en esta materia.
Lo cierto es que ningún país de nuestro entorno ha seguido este mismo derrotero para garantizar el acceso de la mujer al aborto, lo cual puede deberse a dos fundamentales razones: de un lado, el alto riesgo de discriminación que presenta para los sanitarios y, de otro, su escaso impacto en la mejora de las condiciones de accesibilidad de las mujeres al aborto. A esto se une que el registro de objetores constituye un elemento extraño dentro de nuestra tradición jurídica. Recuérdese cómo durante la vigencia del servicio militar obligatorio el objetor no tenía que incorporarse a un registro para ser considerado como tal bajo el argumento peregrino de garantizar recursos suficientes para la defensa nacional.
Para valorar, desde un punto de vista jurídico, si los temores de los sanitarios son fundados o meras conjeturas hay que recordar que la ley del aborto de 2010 reconoce la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios directamente implicados en su realización, al tiempo que refuerza su protección señalando que no podrán ser discriminados por razón de su ejercicio.
En todo caso, la ley matiza que la objeción no podrá menoscabar los derechos de las mujeres que pretenden abortar. Según advirtió el Tribunal Constitucional en su sentencia 44/2023 esta expresión no constituye un límite al ejercicio de la objeción sino como un mandato dirigido a las administraciones competentes para que hagan compatible su ejercicio con el derecho al aborto.
Para asegurar esta compatibilidad los poderes públicos tienen un cierto margen de discrecionalidad, sin que puedan adoptar medidas que perjudiquen o discriminen a los objetores. Hasta ahora se ha canalizado a través de conciertos con entidades privadas como ocurre en cualquier otra situación en que hay escasez de profesionales o de recursos para mantener las prestaciones y la calidad asistencial en la sanidad pública.
Lo cierto es que los planteamientos ideológicos fácilmente identificables que entienden la relación entre el sector público y el privado en términos de confrontación y no de colaboración se recrudecen cuando se trata del aborto, pues a los argumentos ya conocidos se une el de la normalización social del aborto que no se alcanzaría -argumentan- hasta que se practique de modo preferente en la sanidad pública.
Ante el riesgo de discriminación que encierra la propuesta del ministerio, cabe preguntarse qué protección proporciona nuestra legislación laboral -tributaria de la Directiva europea 2000/78 sobre igualdad en el empleo- a estos trabajadores frente a su discriminación por razón de religión o convicciones. Aunque la ley es garantista, admite, como excepción, que los empleados puedan ser discriminados cuando resulte objetivamente justificado por la naturaleza de la actividad que realizan o por el contexto en que se presta.
De esta manera, sobre los sanitarios objetores gravita la duda de si los centros sanitarios públicos “de todos los niveles asistenciales” pueden no contratarlos alegando que la disponibilidad para abortar es un requisito profesional esencial exigido por la naturaleza de la actividad asistencial que van a realizar.
En puridad, una discriminación laboral de este tipo solo podría ser admisible en una clínica abortista donde la exclusión de los objetores estaría justificada porque la naturaleza de la actividad que van a realizar consiste primordialmente -si no únicamente- en la práctica de abortos. En cambio, en cualquier otro caso, exigir la condición de no objetor entraña una discriminación laboral ya que tener convicciones ‘proaborto’ no puede constituir un requisito profesional esencial del puesto de trabajo ya que la asistencia ginecológica y obstétrica excede ampliamente la interrupción del embarazo.
Sin embargo, el peligro está en que una interpretación ideologizada de la norma laboral puede convertir la excepción en regla, de suerte que se emplee como recurso al servicio de las políticas sanitarias del gobierno en vez de para conjurar la discriminación en el empleo de los profesionales de la salud, lo cual les avocaría a acudir ante los tribunales en defensa de sus derechos, con el desgaste económico y emocional que puede suponer.
Por otra parte, incluso desde una perspectiva de género resulta discutible que la garantía de los derechos de la mujer pase por la discriminación de los sanitarios objetores. Las fórmulas de colaboración público-privada utilizadas hasta ahora garantizan un equilibrio entre unos y otros derechos que las administraciones no pueden desconocer. Desde esta misma perspectiva, cabe preguntarse si no hubiera sido más oportuno para las mujeres crear un registro voluntario de profesionales dispuestos a realizar estas intervenciones de suerte que quienes pretendan abortar supieran de antemano a quién dirigirse consiguiéndose, de esta manera, una gestión más eficaz de los servicios públicos.
Desconozco las razones por las que se descartó este sistema, pero entre ellas puede encontrarse la de minimizar el riesgo de que el número de profesionales que se incorporen al sistema sea reducido. El fiasco de la medida podría interpretarse como muestra del compromiso de los profesionales sanitarios con la defensa de la vida y de su desafección hacia las políticas públicas de interrupción voluntaria del embarazo.



















