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Lo mejor y lo peor; por Aniceto Masferrer, catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Valencia

12/11/2024
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El día 12 de noviembre de 2024 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Aniceto Masferrer en el cual el autor considera que el maniqueo es sectarista, y todo sectarista, incapaz de razonar, se dedica a juzgar, etiquetar y cancelar a quienes no piensan como él.

LO MEJOR Y LO PEOR

La política, la Universidad, las redes sociales y no pocos medios de comunicación pueden mostrar una concepción seudomaniquea de la sociedad, en la que hay dos fuerzas que pugnan: la de la propia visión, identidad o pertenencia (el bien) y la del otro, del distinto a mí o a los míos (el mal). Según esta concepción dualista, nuestra sociedad está compuesta por gente buena y gente mala, y esa bondad o maldad dependen de la opción política o ideológica de cada persona, según sea de izquierdas o de derechas, progresista o conservador, liberal o socialdemócrata, libertario o perfeccionista, creyente o no creyente, así como de la postura adoptada con respecto a determinadas cuestiones políticas, sociales o morales, dando lugar a personas homófobas, machistas, nazis, franquistas, y otras que son su contrario. Para algunos, el bien se identifica con su opción política, económica, ideológica y moral, y el mal se encuentra en quienes no piensan, no se expresan ni se comportan como uno; en definitiva, el bien está en mí y en los míos, y el mal está en los demás o en los distintos. Consideran la diferencia, la diversidad o la discrepancia como una afrenta a la propia identidad o pertenencia, en vez de valorarla como una oportunidad para el crecimiento y el enriquecimiento de la propia personalidad y del conjunto de la sociedad.

Sin embargo, este modo de concebir la sociedad actual incurre en el error de tomar la parte por el todo, cayendo en un reduccionismo que falsea y distorsiona la realidad. Ante las trágicas inundaciones acontecidas recientemente en Valencia (y en algún otro punto de la geografía española), la reacción de la gran mayoría de la sociedad española -así como la del conjunto de la comunidad internacional- ha sido la consternación, la compasión y la generosa disponibilidad de muchos miles de personas que han hecho -y siguen haciendo- lo que está buenamente en su mano para ayudar y acompañar a los más perjudicados. Yo fui a una de las poblaciones más azotadas por las inundaciones, y pasé varias horas -junto a una veintena de voluntarios más- sacando agua y prestando otros servicios en los bajos de una tienda, como hicieron miles de voluntarios más en otras casas y edificios de las zonas más afectadas. Y me pregunto: ¿a alguien le importaba realmente si el titular de la tienda, casa o edificio podía ser de izquierdas o de derechas, monárquico o republicano, partidario o contrario al aborto, etcétera? En absoluto. Sin embargo, a los políticos sí parece importarles, y hemos tenido que presenciar cómo algunos se enzarzaron con discusiones y reproches partidistas mientras centenares de personas fallecían, seguían desaparecidas o no tenían cubiertas sus necesidades más básicas.

¿Hasta cuándo seguiremos adoptando esa actitud seudomaniquea y sectarista que lleva a dividir a las personas entre buenas y malas según su modo de pensar o de actuar, o según sus opciones políticas, ideológicas o morales? ¿Cómo puede alguien pensar que todos los de derechas son buenos y los de izquierdas malos, o viceversa? ¿o que los independentistas son malos y los constitucionalistas son buenos? ¿o que los neoliberales son malos y los socialdemócratas son buenos? El maniqueo es sectarista, y todo sectarista, al ser incapaz de razonar, se dedica a juzgar, etiquetar y cancelar a quienes no piensan como él, condenándole así al ostracismo, promoviendo un ambiente hostil que dificulta el ejercicio de aquellas libertades que están en la base del constitucionalismo moderno (libertades de conciencia, de pensamiento, de expresión, etcétera).

A mi juicio, no existen categorías o grupos de personas buenas y otras malas, y mucho menos que su bondad o maldad dependa de su pertenencia o afinidad a un partido político o grupo social. Toda persona humana es capaz de lo mejor y de lo peor, con independencia de su identidad o adscripción a un grupo social (a no ser que este se dedique a hacer daño o a delinquir). Es cierto que la educación, el contexto y las peculiares circunstancias personales pueden condicionar notablemente la propia conducta, pero conviene tener presente que éstas jamás la pueden determinar completamente. Uno es bueno -o se hace bueno- cuando trata de hacer el bien con intención recta, y se hace malo cuando rehúsa hacer el bien o lo hace por una intención poco recta. Pero en ningún caso uno es bueno -o se hace bueno- por pertenecer a un grupo político, social o religioso, ni siquiera por el hecho de seguir las pautas o prácticas de un grupo (por muy bueno que pueda ser).

En realidad, nadie es completamente bueno ni completamente malo. Nadie es necesariamente bueno, ni necesariamente malo. La persona que actúa mal puede cambiar y mejorar en cualquier momento. Y la persona que actúa bien no sólo se equivoca muchas veces, sino que también puede torcerse y empezar a malearse. El político que ha fallado en el contexto de las recientes inundaciones no tiene por qué ser malo, aunque se haya podido equivocar en esta ocasión. La persona más depravada puede cambiar de vida y mejorar. Uno no es mejor que los demás por haber hecho algo bueno, y más le vale que lo tenga claro, porque, de lo contrario, no se estaría haciendo bueno (pese a que él pudiera pensarlo de sí mismo). Por tanto, no soy yo mejor que nadie por haber ido ayudar a la zona afectada por la inundación, pero sé que tratar de hacer lo bueno con intención recta me acerca al tipo de persona que estoy llamado a ser (y quiero llegar a ser). De ahí se derivan cuatro consecuencias prácticas para una sociedad madura y respetuosa. La primera es que juzgar y etiquetar a los demás, sobre todo a los que no piensan como uno, es injusto, falso y demoledor para una sociedad democrática. En una democracia se puede opinar, valorar y criticar las ideas, conductas o decisiones ajenas, pero sin juzgar ni denostar a las personas, ni mucho menos sus intenciones, a no ser que uno busque hacerles daño, lo cual contravendría el primer principio del Derecho de “No dañar a otro” (Ulpiano: ‘Digesto’ 1, 1, 10, 1).

La segunda es que cada uno es responsable de sus propios actos. Por tanto, justificar o explicar la propia conducta recurriendo a estructuras o constructos culturales más o menos existentes, como hizo recientemente un exdirigente político por sus abusos sexuales (recurriendo al machismo, patriarcado o neoliberalismo), es un modo burdo de rehuir la responsabilidad personal de los propios actos. Que conste que no me considero mejor que él: yo podría llegar a hacer lo mismo (si dejara de cultivar una actitud distinta), pero en ese caso, debería asumir mi culpa (en vez de redirigirla hacia categorías ideológicas etéreas con alto rédito político).

La tercera es el derecho a equivocarse, así como la conveniencia de pedir perdón y de disculpar. Si “equivocarse es humano” y, de hecho, todos nos equivocamos, la reacción más auténticamente humana ante los errores de los demás es la de disculpar (cualquiera podría estar en el lugar de esa persona), lo cual no significa aprobar ni justificar su conducta, ni tampoco renunciar a las acciones legales que correspondan.

La última, más compleja, es que, como todas las personas somos capaces de lo mejor y de lo peor en cualquier momento, la educación y las leyes deberían de contribuir a crear un ambiente social que permita o facilite un ejercicio de la libertad más respetuoso y solidario con todo ser humano, en particular con los más vulnerables. Ahí hay mucho trecho que recorrer, y sus carencias están originando mucha injusticia, violencia y corrupción.

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