LA DANA Y LA INOPERANCIA POLÍTICA
El reclamo de seguridad no es un bien en sí mismo, sino un medio para poder ejercer otras actividades. De un modo más técnico, es la cobertura que aplicamos para proteger algo o alguien de una amenaza y que este algo o alguien pueda, sin alteraciones, continuar sus dinámicas y ejercer sus derechos. Por ello, siempre que es factible a la seguridad le gusta trabajar en un segundo plano, sin aspavientos y sin que se note. Pero su nivel de tecnificación y de sofisticación es cada vez más elevado. De ahí que su preservación sea una de las funciones de todo Estado.
A este complejo galimatías se han visto abocadas las comunidades autónomas, por su vocación mimética, al recabar como propia la competencia de protección civil al amparo de la pretensión del Gobierno vasco, en 1983, de crear una política propia en esta materia mediante los centros de coordinación operativa. Demanda que surgió como consecuencia de las dramáticas inundaciones de Bilbao y sus aledaños y que provocaron la muerte de más de 30 personas. Las sentencias del TC 123/1984 y 133/1990 aceptaron esta posibilidad, justificando esta competencia autonómica, en ausencia de previsión estatutaria expresa, en la capacidad de las comunidades autónomas de intervenir en sectores materiales como la seguridad pública -art. 149.1.29 CE- y la vigilancia y protección de edificios e instalaciones -art. 148.1.22 CE-. En la actualidad, muchos estatutos de autonomía ya han incorporado expresamente esta competencia. Es el caso de la Comunitat Valenciana.
Pero ¿en qué consiste? La Ley de Protección Civil de 1985 la definió como “protección física de las personas y de los bienes, en situación de grave riesgo colectivo, calamidad pública o catástrofe extraordinaria, en la que la seguridad y la vida de las personas pueden peligrar y sucumbir masivamente”. Entendiendo por catástrofe, según la vigente ley del sistema nacional de protección civil, “una situación o acontecimiento que altera o interrumpe sustancialmente el funcionamiento de una comunidad o sociedad por ocasionar gran cantidad de víctimas, daños e impactos materiales, cuya atención supera los medios disponibles de la propia comunidad”. En definitiva, estamos ante escenarios complejos, dramáticos y costosos. Sin embargo, cuando buceamos en las protecciones civiles autonómicas encontramos presupuestos limitados y un cuerpo técnico tan especializado y competente como exiguo; eso sí, nutrido de un sinfín de voluntarios altruistas. Ese dimensionamiento económico y humano permite esperar de ellas que elaboren planes de prevención, fomenten la concienciación ciudadana o vigilen en algún concierto o en alguna romería; pero, por desgracia, poco más. Es decir, los sistemas autonómicos de protección civil dan para lo que dan, que no es mucho. Y desde la creación de la Unidad Militar de Emergencias (UME) son cada vez más los gobiernos regionales que, si no explícitamente, sí tácitamente, confían sus emergencias derivadas de catástrofes a la UME.
Si de las CCAA afectadas podemos esperar poco ante un infortunio como el de la devastación que en el Este peninsular ha dejado la DANA, ¿qué podría haber articulado el Gobierno de España? Habida cuenta de que las dimensiones de la catástrofe -personales y territoriales- requerían, sin la más mínima duda, una dirección de carácter nacional, el Gobierno tiene diferentes herramientas jurídicas que le brindan una capacidad de respuesta inmediata. La principal es la declaración inmediata del estado de alarma en la parte del territorio afectado. Precisamente, entre las causas que la ley orgánica reguladora de los estados excepcionales contempla, la primera son las catástrofes. Y es incuestionable que el número de víctimas y la gravedad de los daños ocasionados por la DANA se encuadre en esta categoría. Como medida accesoria, o autónoma, de la anterior, el Gobierno -a través del ministro de Interior- puede recurrir a la declaración de emergencia de interés nacional -las que por sus dimensiones efectivas o previsibles requieran una dirección de carácter nacional-, posibilidad que ofrece la Ley del Sistema Nacional de Protección Civil. Y, por último, en virtud de la Ley de Seguridad Nacional el presidente del Gobierno puede declarar una situación de interés para la seguridad nacional (“aquella situación que, por la gravedad de sus efectos y la dimensión, urgencia y transversalidad de las medidas para su resolución, requiere de la coordinación reforzada de las autoridades competentes en el desempeño de sus atribuciones ordinarias, bajo la dirección del Gobierno). Además, ninguno de estos escenarios jurídicos habilita al Gobierno a utilizar poderes extraordinarios; todos exigen coordinación entre administraciones. Lo sorprendente y exasperante es que nada de esto haya sucedido ya, y que, por razones difíciles de entender y explicar, ambos gobiernos -autonómico y estatal- no estén trabajando unidos y a pleno rendimiento.
Por último, no podemos cerrar un análisis sobre protección civil sin reflexionar sobre la UME. Argumentar contra ella sería suicida porque se cuentan por éxitos sus intervenciones, y porque en todas las encuestas resulta sensacionalmente valorada, y además empuja esa percepción social hacia el conjunto de las fuerzas armadas. La experiencia evidencia que su existencia y operatividad con los atributos que caracterizan a una unidad militar, aportan un valor añadido y contribuyen a incrementar las capacidades del sistema de protección civil. Sin embargo, conviene diferenciar entre roles auxiliares y roles principales de los ejércitos para evitar caer en la militarización.
Las Fuerzas Armadas (FAS) tienen como misión principal la disuasión y la defensa, y en ello han de centrar su capacitación, adiestramiento y doctrina; pero también atesoran una función de naturaleza auxiliar -por secundaria y de ayuda- según la cual pueden ser requeridas coyunturalmente para escenarios en los que sus capacidades -personales y materiales- sin ser las adecuadas, sí que puedan ser de inestimable ayuda. De hecho, entre las operaciones que recoge la Ley de Defensa Nacional que pueden desempeñar los militares está “la colaboración con las diferentes Administraciones públicas en los supuestos de grave riesgo, catástrofe, calamidad u otras necesidades públicas, conforme a lo establecido en la legislación vigente”. Razón por la que la Ley del Sistema de Protección Civil establece que las FAS colaboran en materia de protección civil principalmente mediante la UME, si bien ello no impide la colaboración de otras unidades que se precisen. Es decir, las FAS no deben tener las catástrofes y calamidades como parte sustancial de su presupuesto, equipamiento y adiestramiento; pero pueden ser llamadas a colaborar en cualquier situación de emergencia, catástrofe o calamidad.
Así las cosas, la UME sería una anomalía puesto que es una unidad que se equipa, adiestra y forma para disuasión y defensa y también para catástrofes de todo tipo, que es, por lo demás, su misión principal; aunque acabamos de decir que esa misión es auxiliar en las FAS. Además, es una unidad que no retiene talento puesto que cuando sus integrantes ascienden se van a otro destino dentro de las FAS en el que las enseñanzas adquiridas en la UME no serán de aplicabilidad. Por tanto, la UME está en permanente formación desde cero de todo el que llega y perdiendo esa capacitación conforme se van yendo los ya formados a destinos militares. Es como llenar una piscina con el desagüe abierto; carísimo.
Si la ventaja es que la UME es militar, ¿por qué no apostar, como en su día se hizo con la Guardia Civil en el ámbito de las policías, por un cuerpo de naturaleza militar desgajado de las fuerzas armadas y centrado exclusivamente en la protección civil? Serían militares, pero no serían defensa; algo respetuoso con las funciones de las FAS, eficiente en su coste y en la retención de talento y que ya ha dado sobradas muestras de eficacia Su encaje natural sería el ministerio del Interior bajo la dirección de Protección Civil. Ya sólo restaría dejar claro que la gestión de las emergencias extraordinarias es competencia del Estado.