DE SOLIDARIDAD Y ORDINALIDADES
Allá por 2004, hace ya 20 años (que, según el tango, no son nada), el filósofo Gustavo Bueno apuntaba que el término solidaridad venía experimentando un ascenso asombroso como idea general en el vocabulario político, moral, ético y humanístico de las sociedades democráticas homologadas. La palabra solidaridad proviene del sustantivo latín soliditas, que expresa la realidad homogénea de algo físicamente entero, unido, compacto, cuyas partes integrantes son de igual naturaleza. En este sentido, la solidaridad puede ser vista como una forma de unificar esfuerzos al objeto de alcanzar un fin común, sea este de orden político, económico o social. Sin embargo, es habitual vincular el concepto de solidaridad a los de equidad y redistribución, aunque haya diferencias sustanciales entre ellos.
Ya el anarquista italiano Enrico Malatesta (1853-1932), en su breve texto Amor y Anarquía, hacía hincapié en el carácter voluntario de la solidaridad y lo vinculaba a la cooperación, el apoyo mutuo y la asociación contra factores naturales que niegan el desarrollo y el bienestar. En sus propias palabras, “la solidaridad, es decir, la armonía de intereses y de sentimientos, el concurso de cada uno al bien de todos y todos al bien de cada uno, es la única posición por la cual el hombre puede explicar su naturaleza y lograr el más alto grado de desarrollo y el mayor bienestar posible”. Este planteamiento denota un alto grado de integración y estabilidad interna e implica una adhesión voluntaria a una causa de otros, y vuelve incorrecto el uso que habitualmente se hace del término unido a objetivos políticos en ámbitos como el de la Seguridad Social (solidaridad intergeneracional) o, el que aquí nos ocupa, de la política territorial (solidaridad interterritorial). En ambos casos, el alcance de los objetivos propuestos se pretende alcanzar a través de la intervención del sector público utilizando medios coercitivos, típicamente mecanismos de impuesto-transferencia, lo que, en última instancia, implica identificar el concepto de solidaridad con el de equidad y vincularlos a ambos con el uso de instrumentos redistributivos.
Viene esto a cuento del controvertido acuerdo alcanzado entre ERC y el PSC para favorecer la investidura de Salvador Illa como nuevo presidente del Gobierno catalán, pacto ratificado por las bases de ERC (al parecer no demasiado entusiásticamente, a la vista del resultado de la consulta). En él se apela a menudo a la “solidaridad”, diríase que como forma de enfriar o rebajar el tono de lo que es el núcleo esencial del acuerdo en materia financiera; a cuál es el asunto de la “soberanía fiscal”, sin entrar en otras cuestiones de base más identitaria, como son toda la retórica nacionalista asumida en el acuerdo en relación con el denominado “conflicto político”, el tema lingüístico o el judicial.
En la medida en que el pacto asume que se gestionen, recauden, liquiden e inspeccionen a través de la Agencia Tributaria de Cataluña todos los impuestos soportados en el territorio incrementando sustancialmente su capacidad normativa y limitando sus aportaciones a las finanzas del Estado a una aportación por el coste de los servicios que el Estado presta en Cataluña y a una aportación a la “solidaridad”, de facto, aunque cuidándose de no denominarlo así, introduce una nueva forma de concierto económico (ya saben, si se mueve como un pato, anda como un pato y hace cua cua). Extrayendo, de entrada, de las competencias de Estado la capacidad de decidir sobre el destino de los recursos públicos que procedería de un territorio que bien a generar aproximadamente el 20 % del PIB nacional, con lo que ello supone de cara al cumplimiento de los objetivos macroeconómicos (reglas fiscales incluidas) y redistributivos (en términos interpersonales) que le corresponden en cualquier país que se precie de serlo a la Administración Central del Estado. Si es cierto, como dice una frase clásica en la Hacienda Pública, que un sistema fiscal vale lo que vale la administración tributaria encargada de aplicarlo, en nuestra opinión, trocear la agencia tributaria es un sinsentido. La Agencia Estatal de Administración Tributaria está considerada según estándares internacionales como una de las más eficientes, y trocearla plantea problemas muy serios: se pierden economías de escala, de alcance (los impuestos no son compartimentos estancos y la información de unos es esencial para la gestión de otros) y se dificulta la gestión abriendo la puerta al fraude.
Consiguientemente, el camino hacia el concierto, a diferencia de lo que dice nuestro presidente, no profundiza en un sistema federal sino que se va a una deriva confederal en la que la Hacienda Central terminaría por quedarse sin recursos para prestar sus funciones esenciales, cosa que no sucede en ningún sistema federal.
Ciertamente, el acuerdo “compromete” a la administración catalana a realizar una “aportación a la solidaridad”, que no existe como tal en el concierto vasco ni en el convenio navarro, pero no es menos cierto que el mismo acuerdo establece que “esta solidaridad debe estar limitada por el principio de ordinalidad”, entendido este exclusivamente en términos de capacidad fiscal.
A nuestro juicio, este asunto de la “ordinalidad” merece cuanto menos un debate en profundidad desde una perspectiva de economía pública. En este sentido, por poner (con perdón) el toro en suerte, si entendemos por solidaridad, como apuntábamos al principio de este artículo, no tanto una contribución “voluntaria” y más o menos generosa, más propia del ejercicio de la caridad privada, sino el logro de objetivos explícitos de equidad (garantía de derechos subjetivos) mediante los medios coercitivos de que disponen las administraciones públicas, la idea de ordinalidad no debería estar basada exclusivamente en la capacidad fiscal ex ante de los territorios, sino en la satisfacción de las necesidades subjetivas de las personas, residan donde residan, esto es, del eventual ranking en el acceso a los servicios públicos que garantizan la cobertura de esos derechos subjetivos. Salvando las distancias, es lo que pedimos cuando aplicamos el principio de progresividad y hacemos pagar mucho más a personas que van a recibir mucho menos de las administraciones públicas.
Corolario de lo anterior es que, si ponemos en el centro a los ciudadanos (no a los gobernantes), la efectiva cobertura de sus necesidades depende no sólo de la gestión que hagan los gobiernos territoriales de sus competencias con los recursos que les proporcionan sus modelos de financiación (autonómica y local, en su caso), sino también de la gestión macro de la Administración Central, de las oportunidades de generación de actividades económicas que esta pudiera proporcionar (por ejemplo, a través de la acción diplomática) o de la localización de inversiones nuevas. Con ello queremos decir, que limitar la “solidaridad” por un, a nuestro juicio, mal entendido principio de ordinalidad con base en la capacidad fiscal, al tiempo que se pretende limitar la discrecionalidad del Estado a la hora de asignar territorialmente inversiones (como se quiso hacer en los estatutos de autonomía de segunda generación) y dejar además la “llave de la caja” a las comunidades autónomas extendiendo el sistema de conciertos es sin duda un mal negocio para la igualdad entre los españoles y tiende a perpetuar ad eternum el ranking vigente entre las comunidades. Con este modelo uno esperaría que con el paso del tiempo la “cuota de solidaridad” tienda a cero, como sucede actualmente con las forales, más allá de que se pretenda, en el presente, reducir esa cuota sobre la base de una falsa infrafinanciación de Cataluña. Nosotros entendemos que la dirección debería ser la contraria: mantener a Cataluña en el régimen común y recalcular el cupo para incluir los fondos de nivelación y hacer a ambos sistemas financieramente equivalentes.
¿O será que lo que subyace es una visión de la solidaridad a la Malatesta y sólo interesa el “bien común” dentro de un espacio limitado? Las declaraciones continuas de los portavoces de los partidos nacionalistas, con continuos desprecios a todo lo no sea el interior de su territorio y por lo tanto ajenas a todo lo que suponga un proyecto común para España, apuntan más bien en este sentido.