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El enigma penal del espionaje; por Alfonso Trallero Masó, abogado

13/05/2022
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El día 13 de mayo de 2022 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Alfonso Trallero Masó en el cual el autor opina que ningún Estado, salvo que esté dispuesto a renunciar a defender su propia existencia, puede autolimitarse a la hora de contemplar la interceptación de las comunicaciones de quienes potencialmente podrían poner en riesgo su soberanía, integridad
territorial e instituciones.

EL ENIGMA PENAL DEL ESPIONAJE

En el debate sobre el caso Pegasus se ha de partir de dos hechos y cuestiones muy diferentes. En primer lugar, la utilización de ese ‘software’ por los servicios secretos para obtener información del secesionismo catalán. Segundo, y en respuesta al conocimiento del espionaje a sus socios, el Gobierno reveló el 2 de mayo que el presidente Sánchez y la ministra Robles también habrían visto atacados sus móviles en 2021, pero a instancia de agentes externos a las instituciones del Estado. El escándalo y la bronca política han sido inmediatos. No sin razón, se ha dicho que el Gobierno habría actuado con una grave ligereza al hacer públicos hechos sometidos a absoluta reserva, poniendo a la vez en evidencia la seguridad del Estado. Los separatistas, por su parte, reprochan la aparente incoherencia y deslealtad de contar con ellos para mantenerse en el poder y, al tiempo, ordenar que se interviniesen sus teléfonos. Este descomunal desaguisado concluyó con el cese de la directora del CNI.

Pero al margen del análisis político, conviene delimitar los contornos jurídicos y las responsabilidades penales que puedan exigirse a los autores de uno y otro ataque al derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones. Al Código Penal no le son indiferentes estos comportamientos. Los artículos 197 a 201 castigan el descubrimiento y revelación de secretos por particulares o funcionarios públicos, considerando como delictivas diferentes modalidades de ataque a la intimidad de otros como el apoderamiento de papeles, cartas, mensajes de correo electrónico u otros documentos, así como la interceptación de las telecomunicaciones o la utilización de artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación... Por su parte, el artículo 534 sanciona a la autoridad que, mediando causa por delito, intercepte las telecomunicaciones con violación de las garantías constitucionales o legales.

Para la punibilidad de estos comportamientos, se exige en todo caso que se trate de actuaciones no consentidas por el titular del secreto y que se produzcan al margen de la ley; es decir, que tampoco se cuente con autorización judicial cuando dicho consentimiento no pueda recabarse para no alertar al afectado y no frustrar la investigación. La Ley de Enjuiciamiento Criminal dedica varios capítulos a establecer los requisitos para que pueda acordarse la intervención de las comunicaciones telefónicas. En todos los casos, no basta con que se cuente con la preceptiva autorización judicial previa a la intervención -que solo podrá adoptarse por criterios de especialidad, idoneidad, excepcionalidad, necesidad y proporcionalidad-, sino que se exige que tal autorización sea concedida a través de una resolución motivada y que exista un control periódico por parte del juez. Y como presupuesto ‘sine qua non’, que sea una medida necesaria para esclarecer un hecho delictivo ya producido. Por eso no caben las ‘escuchas pre-delictuales’.

Sin embargo, no es la Ley de Enjuiciamiento Criminal la única que permite habilitar la intervención de los dispositivos electrónicos de los ciudadanos. Ningún Estado, salvo que esté dispuesto a renunciar a defender su propia existencia, puede autolimitarse a la hora de contemplar la interceptación de las comunicaciones de quienes potencialmente podrían poner en riesgo su soberanía, integridad territorial e instituciones, por más que tales objetivos a espiar no hayan incurrido aún en un específico comportamiento delictivo. La traslación de este derecho irrenunciable en el caso de España se produce precisamente en la Ley 11/2002, reguladora del CNI, así como en la Ley Orgánica 2/2002, que complementa la anterior y define el control judicial previo. Y según su textualidad, entre las funciones del CNI está la de “prevenir, detectar y posibilitar la neutralización de aquellas actividades de servicios extranjeros, grupos o personas que pongan en riesgo, amenacen o atenten contra el ordenamiento constitucional”, así como “la soberanía, integridad y seguridad del Estado ()”. La prevención y evitación de riesgos potenciales se configuran así, por mandato legal, como objetivos irrenunciables del CNI.

A partir de lo anterior, el artículo único de la ley 2/2002 regula el modo de proceder cuando sea preciso adoptar medidas que afecten a los derechos fundamentales de inviolabilidad domiciliaria y secreto de las comunicaciones. Y exige que tales medidas sean previamente autorizadas por resolución judicial motivada. Luego en la medida en que en el caso de los soberanistas catalanes la solicitud (de espionaje) hubiera sido oportunamente planteada y resuelta en sentido favorable por el magistrado del Tribunal Supremo, no cabría desde luego considerar más que como legítima y conforme a la Ley la utilización del programa Pegasus por el CNI. Y en consecuencia, tal proceder no podría calificarse en modo alguno como delictivo. Se trataba de neutralizar riesgos relevantes para la integridad territorial y la soberanía nacional.

Deslindado el perímetro penal del espionaje a los secesionistas catalanes, la respuesta al carácter delictivo o no del espionaje al presidente y ministros es aún más sencilla. Suponiendo que no hubo consentimiento de Sánchez ni autorización judicial previa, la infiltración por terceros en el teléfono del presidente sí sería constitutiva de delitos contra la intimidad. O incluso, de delitos de traición o relativos a la defensa nacional por la información que se presupone habría en su dispositivo móvil.

La cuestión, sin embargo, no es tan simple. De entrada, porque en los delitos referidos, el autor ha de ser español o extranjero residente en España, lo que no parece ser el caso. Efectivamente, los delitos contemplados en el Código Penal español no vinculan a todos los ciudadanos del planeta. Una pretensión así sería absurda, como nos parecería a cualquier español si se nos quisieran aplicar a hechos cometidos en España leyes penales extranjeras que sancionan comportamientos que ya no son delictivos en nuestro país, pero que siguen subsistiendo en otros Estados, como la bigamia o el adulterio. La ley penal de cada Estado, de este modo, solo obliga a quienes se encuentran en él en el momento de realizar la acción delictiva, o a quienes de algún otro modo se hallan concernidos por la misma. Por ejemplo, a los nacionales de ese Estado aunque se encuentren en el extranjero.

Junto a estos dos supuestos -territorialidad y personalidad activa-, la vigencia espacial de la Ley Penal española se extiende a otros dos, que se refieren a la protección de intereses nacionales y al llamado principio de justicia universal. Hay jurisdicción de los tribunales penales españoles para conocer de todos aquellos delitos que, por encontrarse en alguno de estos cuatro casos, se consideran por ello enjuiciables en nuestro país. Pues bien, el problema estriba en que aunque el artículo 23.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial somete a la jurisdicción española los delitos de traición y contra la paz o la independencia del Estado, más allá del lugar de comisión de los mismos y de la nacionalidad de sus autores, a su vez el Código Penal sanciona algunos de los delitos solo si son cometidos por españoles o extranjeros residentes en España. Así, y dando por supuesta la nacionalidad extranjera de los autores del espionaje sobre el presidente y la ejecución de tal infiltración desde fuera del territorio español, esos hechos no podrían ser perseguidos en España, como norma general.

Sin embargo, tal entendimiento sería excesivamente forzado por dos razones. La primera, porque el espionaje podría subsumirse también en el artículo 598 del Código Penal, que no exige condición de nacionalidad del autor y está entre los “delitos de traición y contra la paz o la independencia del Estado y relativos a la Defensa Nacional”, cuya jurisdicción sí asume el Estado español. Y la segunda, por razón del llamado principio de ubicuidad, conforme al cual los delitos cometidos en varias jurisdicciones sí pueden ser enjuiciados en cualquiera de ellas. Complejo, por tanto. En lo político, todo queda abierto tras los torpes movimientos del Gobierno. Pero en lo jurídico, se abre un debate apasionante e igualmente incierto.

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