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Sobre la mutación constitucional; por Benigno Pendás, Vicepresidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

18/01/2021
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El día 16 de enero de 2021 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Benigno Pendás en el cual el autor considera que hay una verdadera mutación, destinada a proteger a la Constitución para adaptarla a los tiempos.

SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL

Con buen criterio, los padres fundadores de la Constitución diseñaron un procedimiento muy rígido de reforma. Tecnicismos jurídicos al margen, la reforma “esencial” (artículo 168) es casi imposible: digo “casi” porque hasta hace poco el modesto estado de alarma carecía de repercusión política, y ya ven ustedes el ruido e incluso la furia que despierta. Todos dijimos alguna vez que la moción de censura constructiva (un malvado invento de Carl J. Friedrich para la Ley Fundamental de Bonn) no iba a prosperar nunca. O que la normativa sobre procedimiento de investidura era muy completa y no dejaba apenas lagunas. Así que más vale no hacer pronósticos desde un gremio como el académico mal dotado para la profecía. En todo caso, el constituyente fue muy consciente de que los consensos eran precarios y por eso aplica la categoría de máxima rigidez constitucional (con cita obligada de lord Bryce) a las reformas que afectan al ADN de nuestro sistema político. La mayoría parlamentaria que sustenta al Gobierno actual, acaso menos frágil de lo que aparenta, difícilmente pondrá en marcha una reforma formal de la Constitución para la que carece de votos suficientes en sede parlamentaria y, con toda probabilidad, en el conjunto de la sociedad española, llamada obligatoriamente a referéndum. Surge entonces una alternativa definida por la doctrina como mutación constitucional: alterar el contenido político de la Constitución sin modificar el tenor literal del texto. No es una hipótesis académica: Miguel Herrero de Miñón, ponente constitucional y brillante jurista, ha escrito páginas muy rigurosas sobre su significado teórico y práctico.

La mutación existe y es inútil cerrar los ojos a la realidad. Pero hay un límite infranqueable que no se puede ni se debe traspasar: una “línea roja”, como ahora se dice, casi siempre después de haber franqueado la barrera que conduce al territorio prohibido. Cuando se suprime la identidad de una Constitución, ya no es un cambio, sino una “quiebra”, dice Konrad Hesse. Distingamos, pues, entre mutaciones viables, producto del compromiso político y plasmadas por medio de convenciones o prácticas con valor normativo, y mutaciones espurias, un atentado al espíritu constitucional al servicio de ventajas partidistas. Hemos tenido más de cuarenta años para encontrar soluciones adecuadas respecto del modelo autonómico, ahora muy exigido por la pandemia. O para sacar de la pendencia partidista, con o sin cambios legislativos, al órgano de gobierno del Poder Judicial, a la Fiscalía General del Estado o a las televisiones públicas. Resulta lamentable escuchar una y otra vez las mismas ocurrencias: las hemerotecas y los Diarios de Sesiones están repletos de acusaciones (muchas veces fundadas) que cambian de bando pero no de contenido. Tiempo hemos tenido y nunca es tarde si...

A día de hoy, el peligro es más grave: la mutación puede servir como disfraz de una mayoría coyuntural que pretenda perpetuarse como poder constituyente de hecho. Los españoles llevamos juntos desde hace muchos siglos y nos entendemos sin mayores explicaciones. La Monarquía parlamentaria es lo que es, y cualquier alteración de su régimen jurídico exige un acuerdo político serio. Autonomía no es soberanía, y el (sedicente) derecho de secesión no cabe por vía directa, ni indirecta, ni circunstancial. La división de poderes horizontal y vertical debe ser real y efectiva, no solo nominal o semántica. Más aún: la Constitución es norma jurídica, según aprendimos de nuestros mayores en edad y sabiduría, y no mera declaración retórica para el adorno de discursos institucionales. Sin paradoja alguna: hay que rechazar con firmeza una eventual “lectura inconstitucional de la Constitución”. Es el mejor regalo que podemos hacer a la Norma Fundamental en esta época convulsa. El que quiera reformas que lo diga claramente y no busque subterfugios: frente al populismo anticonstitucional es imprescindible reforzar los vínculos que identifican a una sociedad civilizada. Me gusta recordar una cita de Samuel Bellow, en Ravelstein: “Si se rompiera la Constitución, el fundamento legal de todo, volveríamos al caos primigenio...”. Caos, por cierto, es una palabra que no admite plural, según nos advierte Carlos Fuentes para que nos apartemos de aventuras llamadas al fracaso.

Honramos a la Constitución defendiendo su espíritu y su letra actual, pero también planteando su reforma por los cauces adecuados. No obstante, las circunstancias aconsejan aplazar ese debate para tiempos más propicios al sosiego. Un solo ejemplo: las propuestas de Santiago Muñoz Machado junto con otros ilustres profesores son de lectura obligada para quienes se toman en serio el Estado social y democrático de Derecho. Lo mismo sucede con el valioso informe del Consejo de Estado que movilizó en su día las energías intelectuales de los académicos más acreditados. Por el contrario, hay que rechazar de plano el desprecio a la Constitución, vista como trasto inservible por quienes se proclaman intérpretes de la voluntad del pueblo. Aunque no hayan leído nada salvo algún panfleto al uso en sus años de facultad, intuyen que la Norma Fundamental es un límite infranqueable para sus delirios de ruptura. De hecho, los enemigos de la España constitucional prefieren eludir el debate porque, salvo un rapto de locura colectiva, nunca podrán satisfacer sus pretensiones radicales. Nadie les va a seguir. Bastante tiene para sí una sociedad atribulada por la pandemia, la crisis económica y el rumbo incierto de una época posmoderna que no encuentra el camino en esta encrucijada sin referencias.

Hay, pues, una verdadera mutación, destinada a proteger a la Constitución para adaptarla a los tiempos. Y hay otra falsa y tramposa, cuyo objetivo es destruirla. Puestos a imaginar una mutación genuina, conviene sugerir una vez más el gran pacto de Estado que nos hemos negado a nosotros mismos: un acuerdo estable y formal, vía convención constitucional de carácter normativo, para acabar con el chantaje (real o imaginario) de los grupos políticos que no creen en la Constitución, y además lo dicen sin ambages. No hay que tocar ni una coma. Solo cumplir la promesa solemne: gobierna el que consigue mayor número de escaños y ejerce la oposición quien alcanza el segundo lugar. No hace falta buscar votos ajenos al sistema a cambio de dejar en el camino fragmentos de nación y/o de Estado. Hemos perdido algunas ocasiones (no tantas) de poner en marcha la solución más acorde con el espíritu constitucional. Ya sé que el lector piensa, y yo lo comparto, que estamos en el peor momento para concebir ilusiones, porque algunos prefieren construir “otro” poder constituyente alternativo para cambiar las reglas del juego al margen de las mayorías exigidas para la reforma constitucional. Pero no lo van a tener fácil. Tiempo al tiempo: España es una sociedad más fuerte de lo que muchos desearían. Así lo demuestra siempre que hace falta.

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