RECONOCIMIENTO Y DERECHO INTERNACIONAL
El Derecho internacional sólo prevé el reconocimiento de Gobiernos cuando se produce un cambio de mandatarios al margen de los cauces legales o constitucionales del Estado en cuestión. No importa si es o no democrático; lo que importa es que los cambios de titularidad personal en el Ejecutivo se hagan conforme a sus propias reglas. Cuando un Gobierno cambia por cauces constitucionales (elecciones, moción de confianza o de censura), a lo sumo se cursa una felicitación, pero no hay que reconocer. Si hay un golpe de Estado, una insurrección o una revolución es cuando el resto de Estados pueden pronunciarse sobre si la persona que desplaza al anterior gobernante está en situación de obligar al Estado que pretende representar y de expresar la voluntad del Estado y cumplir sus compromisos internacionales. El reconocimiento o no consiste en mantener o romper relaciones diplomáticas.
El reconocimiento a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela rompe muchos esquemas tradicionales. Porque reconocemos a quienes entendemos que representan a la única institución que se atiene a la Constitución de ese país. Nicolás Maduro pasó de ser el presidente legal a golpista al no respetar las exigencias constitucionales de elecciones libres, crear instituciones legislativas al margen de la Carta Magna e intervenir groseramente en el Poder Judicial.
El disparate se acrecienta cuando Gobiernos extranjeros deciden que el líder del Parlamento venezolano pasa a ser presidente interino encargado de convocar elecciones, un reconocimiento por tanto de un nuevo jefe de Estado, sin retirar el reconocimiento al presidente usurpador. Insólito en las relaciones internacionales.
Es cierto que no es la primera ocasión en la Historia en que se han tenido relaciones diplomáticas con dos Gobiernos de un mismo Estado, pero en relación con los territorios respectivos bajo su control, como pasó durante la Guerra Civil española o en la contienda de Libia. ¿Pero qué territorio y qué Administración controla Guaidó?
España y el conjunto de la comunidad internacional siguen, desde hace un siglo, la práctica de reconocer Gobiernos efectivos al margen de su legitimidad u origen democrático. Es la doctrina Estrada, de origen mexicano, basada en el principio de efectividad, cuya virtud es la de evitar intervenciones en los asuntos internos de los Estados. Al seguir esta práctica legal internacional, lo que hacen los Estados es confirmar la realidad existente sobre el ejercicio efectivo del poder. El principio de efectividad se basa en hechos objetivos: internamente, se constata si hay una Administración estable bajo el control del Gobierno de facto, su dominio territorial (control de fronteras, etcétera), y su capacidad para establecer los servicios públicos y mantener el orden público. Externamente, se reconoce que está en situación de proteger los derechos de los Estados extranjeros y de sus nacionales en el territorio, que tiene capacidad para hacer cumplir sus obligaciones internacionales.
No se indaga en el origen de quienes accedieron al poder sino sobre el éxito de su control. Además, es coherente con el razonamiento cabal de que las relaciones internacionales son entre Estados, de Estado a Estado, y no entre Gobiernos. Los agentes diplomáticos representan al Estado y no al Ejecutivo, si bien las instrucciones las reciben del Gobierno de turno. El principio de efectividad permite dar viabilidad y certeza a las relaciones internacionales. Se reconoce con pragmatismo un estado de hecho que se convierte en situación de derecho de la que derivan consecuencias importantes.
El reconocido como presidente interino de Venezuela, Guaidó, no está en condiciones, al menos de momento, de asumir la responsabilidad real de las actividades ejecutivas propias de un jefe de Estado ni de participar en la sociedad internacional con la clásica acción exterior del Estado. ¿Cómo haría respetar los convenios, la inviolabilidad de las sedes diplomáticas, los derechos de nuestros nacionales allí y el conjunto de obligaciones internacionales?
Con el reconocimiento a Guaidó, España y otros 40 Estados se separan de su práctica secular. La Unión Europea no tiene competencia para reconocer ni a nuevos Estados ni a Gobiernos. Por ello, cada país toma la decisión de forma unilateral según sus propias percepciones jurídicas y políticas. No cabe atacar a la UE por no ponerse de acuerdo. Los medios de comunicación y, lo que es más grave, los políticos no distinguen entre la Unión y sus Estados miembros. Los que no se han puesto de acuerdo son los Estados miembros y cada uno legalmente ha ejercido su facultad soberana unilateral.
Es cierto que el recurso a criterios legitimistas -a los que se vuelve sólo de forma ocasional y ahora como mera arma política en el caso Guaidó- tiene algunos precedentes, casi siempre ligados al no reconocimiento de Estados o de Gobiernos fantasma o anexiones territoriales por la fuerza.
Reconocer o no reconocer gobiernos es un acto unilateral político, legal, pero puede ser ilegal si es prematuro: cuando se reconoce a alguien que no tiene los poderes efectivos con el único fin de intervenir en los asuntos internos del Estado.
Y como no se midió el alcance del primer paso, después, para salir del charco se decide que el embajador nombrado por Guaidó queda rebajado en un día a “delegado político” del opositor. Tendrá una misión similar a los delegados de partidos políticos extranjeros o sus fundaciones. Tiran la piedra y, al ver su error, esconden la mano. Han estado jugando de farol, utilizando en vano términos jurídicos del Derecho Internacional (reconocimiento de Gobierno, embajadores). Es de una banalidad sin límites que habla de la irresponsabilidad y liviandad de los líderes de nuestras democracias.
El reconocimiento o no reconocimiento se ha convertido en un arma política desde el exterior. Al desviarse España y parte de la comunidad internacional del criterio tradicional del Gobierno efectivo, parece que se subordina el reconocimiento de Ejecutivos extranjeros a condiciones o valores democráticos, lo que es muy arriesgado e impracticable con carácter general. Por ello se entiende el repliegue total que se ha producido al día siguiente de la decisión de farol.
Quiero suponer que estas decenas de Estados que apoyan a Guaidó como presidente interino estiman que es el empujón final para recobrar la legalidad propia de Venezuela y que tienen indicios del hundimiento del tirano Maduro. De lo contrario, será un semillero de problemas para nuestros Estados, compatriotas e intereses económicos en Venezuela. Azaroso y arriesgado.
La consecuencia de reconocimiento de un nuevo Gobierno es establecer o mantener las relaciones diplomáticas y romper con el anterior. Lo curioso es que los países que reconocen a los dos jefes de Estado no se atreven a retirar el reconocimiento a la Administración de Maduro porque no quieren esa consecuencia principal. Como el de Guaidó no es un Gobierno en el exilio y comparte el mismo territorio que sólo controla Maduro, no quieren romper relaciones diplomáticas con el Gobierno efectivo de Maduro. Sólo quieren el embrollo resultante de poner una vela a Dios y otra al diablo.
En efecto, Maduro, al frente del Gobierno efectivo de un Estado -al margen de su ilegitimidad-, puede dar una respuesta legal (y no son represalias): desde la ruptura de relaciones diplomáticas, de la que se derivarían consecuencias muy perjudiciales; a sólo llamar a consultas al embajador; o la retirada temporal. O nada, el desprecio a tanta banalidad. El ministro de Asuntos exteriores venezolano dijo en RNE que no caerán en esa provocación poniendo en evidencia a los Estados que tomaron una decisión sin saber las consecuencias y luego repliegan las velas que llevaron a la tempestad.
Fue un gesto político, para la galería. Un brindis al sol. Ni España, ni las decenas de Estados que dieron ese paso, sabían dónde y cómo podrían poner el siguiente pie. Ahora a salir del charco. Es lo que tiene jugar de farol sin tener los naipes en la mano.