El Parlamento europeo ha vuelto a montar su circo mediático para examinar a los candidatos a comisarios, vetar a alguno y exhibir entre aullidos su cabeza como un trofeo de caza.
Pero los más ruidosos de aquellos diputados no van a distraer a nadie del problema esencial de la moneda común, Francia. Al mismo tiempo que su ministro de Defensa viaja a Washington y demuestra que su país se ha convertido en el mejor aliado militar de Estados Unidos, el ministro de Finanzas pide árnica a Bruselas e incumplir el objetivo de déficit.
El tándem Hollande-Valls siente que ha llegado al límite de lo que puede consentirles la sociedad francesa, acostumbrada a que el Estado sea responsable de la felicidad de cada uno de sus ciudadanos. Enfrente, les amenaza la xenófoba y antieuropea Marine Le Pen, la favorita en todas las encuestas presidenciales.
Angela Merkel ha reaccionado con prontitud, afirmando que los miembros de la eurozona deben cumplir sus compromisos, precisamente porque la crisis económica aún no ha pasado. El radar de Berlín llega a Matteo Renzi, un ilusionista que olvida la fulminante reforma que prometió a Italia. Pero el elefante es Francia y está en la habitación.
Los dirigentes germanos tienen dos convicciones que chocan entre sí. Por un lado, saben que no pueden dejar caer a su aliado preferencial, al que han cubierto bajo sus alas en esta larga crisis del euro. Por otro, no pueden tratarla a empellones, como a un Länder del Este.
Más que ninguno otro país de la eurozona, Francia mira hacia adentro, se resiste a las reformas y se niega a transferir nuevos poderes al gobierno económico de Bruselas.
Como el comisario español, el francés Pierre Moscovici está bajo examen de la cámara estos días para decidir sobre su idoneidad como encargado de Asuntos Económicos, incluido la fiscalización de los presupuestos nacionales. Pero quién mejor que un francés para dar malas noticias y torcer el gesto ante la resistencia numantina de sus compatriotas.