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Lo políticamente correcto; por Carlos Domínguez Luis, abogado del Estado y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

29/09/2014
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El día 29 de septiembre de 2014, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Carlos Domínguez Luis, en el cual el autor asegura que, en España, la confianza en los líderes de los partidos es superior a la de las ideologías.

LO POLÍTICAMENTE CORRECTO

Desde hace ya algún tiempo, se viene hablando en España de desafectación de los ciudadanos hacia la clase política. De hecho, no faltan analistas que detectan en los resultados de las últimas elecciones al Parlamento Europeo una clara manifestación de esa tendencia. El último estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), publicado a primeros de agosto, pone de relieve que la preocupación por el paro continúa a la cabeza, seguida, precisamente, por la desafectación y desconfianza de los ciudadanos hacia la política y los políticos, que se concreta, a su vez, en una progresiva pérdida de interés en el modelo bipartidista y en el sorpresivo auge de formaciones del todo desconocidas hasta hace unos pocos meses.

Frente a este contexto, muchos partidos políticos han reaccionado con propuestas de diverso alcance: un mayor acercamiento a los ciudadanos y a sus problemas reales, la introducción de mecanismos que garanticen la transparencia en la gestión de la cosa pública y en el funcionamiento de los principales actores implicados en ella, las promesas de rigurosidad y ejemplaridad en relación con los delitos de corrupción y un largo etcétera. Hay quien ha hablado, incluso, de la necesidad de acometer una auténtica catarsis para dignificar de nuevo la actividad política. Ahora bien, ¿todas estas medidas serán suficientes para recuperar la confianza de los ciudadanos? Además de la crisis económica, ¿existen otras razones que han podido conducir a la situación actual?

Durante la segunda mitad del siglo XX, se produce una honda transformación en la cultura política. Poco a poco, se debilita la “política ideológica” -representada por los partidos de clase- y cobra importancia la “política de confianza”. Los programas de los partidos políticos no pueden recibir su respaldo apelando básicamente -como antes ocurría- a los intereses de clase de los votantes. La complejidad del mundo actual hace que, en muchos casos, las soluciones simples no existan; de ahí que sea preciso tener cada vez más fe en que nuestros dirigentes políticos serán capaces de adoptar decisiones sensatas y de proteger los intereses de la colectividad.

En este contexto, aspectos como la credibilidad y la veracidad de los líderes se erigen en cuestiones nucleares. Los votantes son cada vez más independientes, en el sentido de que sus afinidades políticas ya no se transmiten, en general, como una herencia que pasa de generación en generación. Ahora, las decisiones se toman sobre la base de las diferentes opciones políticas que se les presentan. Y al ciudadano le preocupa el carácter de las personas que son -o que pueden convertirse en- sus dirigentes, así como la cuestión de su veracidad, ya que ésta se ha erigido en el principal medio de garantizar que las promesas políticas se transformen en realidad y de que las decisiones difíciles descansen en juicios sensatos. Generar confianza tiene mucho que ver con la idea de previsibilidad de la conducta futura. Y no cabe duda de que decir lo que realmente se piensa y actuar como se dice constituyen cimiento indispensable para asentar esa idea.

Históricamente, las crisis económicas han provocado un fuerte desgaste en los dirigentes políticos que se han visto obligados a afrontarlas, traducido en una sistemática pérdida de confianza en su gestión, máxime si ésta no se concreta pronto en una superación del contexto adverso. Si a ello se suma, durante el devenir de los tiempos difíciles, el afloramiento de excesos cometidos en épocas de bonanza, el clima de desconfianza tiende a agravarse en un marco social definido por la delicada situación por la que atraviesan gran número de ciudadanos.

En este entorno, despertar confianza exige un plus. Y, probablemente, no ayude a ello la apelación excesiva al recurso de “lo políticamente correcto”, tan presente, desde hace años, en algunas de las democracias occidentales y, desde luego, también en España.

En opinión de Marcello Pera, el fenómeno de lo políticamente correcto encierra, en realidad, formas de autocensura y autolimitación, algo así como una reeducación lingüística fundada en tópicos del pensamiento que hallan en el relativismo su principal fuente de inspiración. Al final, parece que en la discusión política lo esencial no es decir lo que se piensa; lo relevante es decir lo que, al parecer, los demás esperan que digamos. Y, eso sí, todo es relativo.

Ciertamente, el uso que hacemos hoy por hoy de la razón es, como poco, paradójico. La exaltamos en el terreno de la ciencia y de la técnica, es decir, en la esfera de lo mesurable, observable y verificable. En cambio, tendemos a no escuchar más que al corazón y a las pasiones para juzgar las cuestiones relacionadas con la sociedad y los valores. Sustraídas a la razón, terminamos dejando las cuestiones existenciales y de la vida ordinaria en manos de la opinión individual. Se explica así que, hace algunos años, se sostuviera por algún líder político español que el concepto de nación era relativo. De aquellos polvos, estos lodos.

La pura estrategia electoral ha llevado en ocasiones a dejar de decir lo que había que decir. Poco a poco, se ha ido optando por la neutralidad moral, por renunciar a emitir juicios de valor sobre lo que son comportamientos malos o buenos, correctos o equivocados. Malo. Bueno. Correcto. Equivocado. Son palabras casi desechadas de la discusión política. Como también lo han sido la responsabilidad, las virtudes sociales, la autodisciplina o el respeto mutuo. La cultura de la realización a largo plazo hace tiempo que entró en crisis también y fue sustituida por el axioma de la satisfacción inmediata.

Así las cosas, se hace preciso acabar con la idea -a veces, tan extendida- de que el político sólo dice la verdad en un ámbito de privacidad. Cierto es que todo dirigente público desenvuelve, de forma inevitable, su actividad cotidiana en lo que los politólogos americanos -sobre todo, John B. Thompson- han llamado “regiones frontales” y “regiones traseras”, esto es, en contextos compartidos con los ciudadanos o los medios de comunicación y en contextos reservados a la intimidad. Probablemente, la veracidad y sinceridad que hoy se demanda por la ciudadanía -ese plus, que antes se apuntaba, para lograr la confianza- impone que el político de la “región frontal” se parezca lo más posible al político de la “región trasera”.

Lo apuntamos al principio de estas líneas. La desafectación actual de los ciudadanos hacia los políticos ha provocado, como consecuencia natural, el auge súbito de alguna formación de nuevo cuño, cuyo apoyo electoral no guarda proporción con el estado embrionario de su propia conformación, pues, a día de hoy, carece de líder definitivo, de estructura organizativa estable e, incluso, de programa de acción política. Precisamente, la canalización del desapego ciudadano hacia sus representantes actuales, la identificación de problemas notorios arraigados en la sociedad -que son de sobra conocidos- y la atribución de la responsabilidad de éstos, sin excepción, a una denominada “casta política”, se ha erigido en las señas de identidad de este nuevo partido.

Resulta evidente que, en este caso, el respaldo electoral a esta incipiente formación no se basa en razones de confianza y, probablemente, tampoco ideológicas. Como se ha dicho, no existe la figura de un líder definitivo cuya credibilidad haya podido ser contrastada mediante pautas de conducta constantes en el tiempo. Tampoco se dispone de un programa político definido, comprensivo de sus líneas ideológicas reales, por más que éstas puedan presuponerse de las intervenciones aisladas de algunos de sus portavoces.

La realidad es que nos hallamos ante un fenómeno reactivo, en el que la adhesión ciudadana a sus siglas no se basa tanto en los cánones tradicionales de desenvolvimiento de las democracias occidentales -confianza y, en menor medida, ideología-, como en el deseo de castigar, mediante esa misma adhesión, a los partidos políticos tradicionales y a sus líderes actuales. Pues bien, la historia habla por sí misma de los efectos -por cierto, nada positivos- que estos fenómenos de pura reacción han generado allí donde han obtenido cotas de poder. Sería bastante lamentable que, tras la denuncia de la “casta”, en realidad se escondiese el deseo de sustituir una “casta” por “otra casta”.

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