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El deficiente lenguaje de las Leyes; por Luis María Cazorla Prieto, Académico de Número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

11/03/2014
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El día 11 de marzo de 2014, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Luis María Cazorla Prieto, en el cual el autor opina que el estado del lenguaje legislativo sigue empeorando sin que se acaben de dar resueltamente los pasos necesarios para remediarlo.

EL DEFICIENTE LENGUAJE DE LAS LEYES

Está bastante extendida entre los dirigentes políticos la creencia de que los problemas se resuelven a golpe de leyes o equivalentes. Pero la realidad es contumaz y muestra muchas veces que un exceso de leyes acaba siendo contraproducente.

El problema se agrava con que el vendaval normativo suele venir acompañado por un lenguaje deficiente que empaña su comprensión hasta para los juristas con más acentuada especialización, y no digamos nada para un ciudadano normal.

En efecto, graves males afectan desde hace tiempo al lenguaje de las leyes. Con olvido de que éste se zambulle en el lenguaje común y debe atenerse a sus exigencias, vulnera con bastante frecuencia las más elementales reglas del escribir correctamente que deben aprenderse en las fases iniciales de la educación. La proliferación de los gerundios invasores, el descoyuntamiento del orden sintáctico, la indebida utilización del infinitivo, los innecesarios estiramientos de palabras y frases, la incorrecta puntuación, el abuso de siglas y acrónimos, la insidiosa penetración de modas y modismos coloquiales, son algunas plasmaciones de la situación que estamos sufriendo. A esto hay que sumar sin ser exhaustivos los reduccionismos expresivos, la invasión de los extranjerismos pedantes y la tolerancia con las barbaridades de expresión, entre otras muchas deficiencias.

A tan adverso panorama se están añadiendo con brío hoy otras lacras que agravan la situación. Menciono algunas. La positiva feminización del lenguaje legislativo llega en ocasiones a extremos tan exagerados que desfiguran el contenido de las normas jurídicas y las siembran de imprecisión. Por otro lado, está apareciendo en los boletines oficiales algo que, quizá con osadía, me atrevo a llamar neolengua jurídica o surgimiento de términos o estribillos políticos, que van anidando en textos legislativos hasta adulterarlos. Pero quizá se lleve la palma entre la lacras del lenguaje legislativo que últimamente están cobrando mucha vida el que permítaseme llamar “normativés”. Antonio Burgos acuñó el término tertulianés que tanto reflejo tiene en su columna de ABC; en él me inspiro para denunciar bajo tan estridente denominación la casi interminable sucesión de palabras huecas y carentes de todo contenido normativo cuyo único propósito responde a cebar la apariencia de que se está haciendo algo y de que lo que se promete se logrará por efecto de un rosario de vocablos integrantes de un cascarón sin nuez.

Frente a esta rechazable realidad, la preocupación aumenta. Apunto solo dos manifestaciones de ello. El consejo de ministros aprobó en 2005 unas directrices de técnica normativa, que, a pesar de la autoridad de las que emanaron, son ignoradas muchas veces, incluso en el propio campo gubernamental. En 2010 una comisión constituida a impulso del Ministerio de Justicia emitió un informe sobre la modernización del lenguaje jurídico lleno de acertadas propuestas que, en gran medida, esperan con ansiedad ser ejecutadas. En pocas palabras, el estado del lenguaje legislativo sigue empeorando sin que se acaben de dar resueltamente los pasos necesarios para remediarlo.

Sería un grave error considerar que el deficiente lenguaje de las leyes se reduce a un problema estético o meramente estilístico. Estamos ante algo mucho más sustancial. Estamos ante algo que afecta con intensidad a la seguridad jurídica y la calidad de nuestro ordenamiento jurídico, valores cimeros en muchos campos de la vida individual y colectiva, como, sin ir más lejos, en el del desarrollo económico y el fluir de las inversiones que creen empleo. Es muy dañino para estos fines la frecuente remisión a una interpretación futura de normas confusas, mal redactadas e imprecisas por parte de los jueces.

Hay que reconocer que estamos ante un problema muy ligado a las circunstancias de la vida política contemporánea y como tal no solo español. Pero esto no debe servir de excusa para que no se empiece a reaccionar frente a él. Creo que con ciertas medidas relativamente fáciles de adoptar mejoraría la situación. Adelanto algunas muy elementales. En la esfera del gobierno, dentro de cada ministerio, o de modo concentrado en el de la presidencia, se debería potenciar una unidad que velara por la salud del lenguaje normativo. El Congreso de los Diputados y el Senado deberían tomar definitiva conciencia de la importante misión que les incumbe en este terreno, y poner en marcha medidas para cumplirla debidamente. La Real Academia Española y la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación deberían desempeñar un papel destacado en la mejora de este problema.

Acabo recalcando que el problema de la deficiencia del lenguaje de las leyes va mucho más allá de lo mero estético o estilístico y toca la sustancia del ordenamiento jurídico, a su vez, parte fundamental de la riqueza de una sociedad y de la reciedumbre de su Estado.

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