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Maestro García de Enterría; por Santiago Muñoz Machado, Catedrático y miembro de la Real Academia Española

17/09/2013
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Escribo apresuradamente estas líneas, al filo de la medianoche del lunes 16 de septiembre, para añadir a la información objetiva y fiel que este periódico publica (acaso sea inevitablemente insuficiente dada la dimensión del personaje y la magnitud de su obra), una nota personal sobre la noticia de la muerte de don Eduardo García de Enterría, que ha desolado esta tarde al mundo del derecho.

La hemos recibido con asombro a pesar de que sus discípulos y amigos conocíamos su progresivo debilitamiento por razón de la edad. Pero hasta hace bien poco nunca se le había notado el paso de los años. Había aprendido a combatirlos manteniendo o incluso incrementando su actividad como intelectual y jurista. Nunca hubo pausas en la selección de nuevos proyectos, ni mermas en el entusiasmo que puso en su estudio. Era muy característico de su mentalidad ese ardor juvenil con el que siempre se enfrentó a las dificultades o a su trabajo ordinario y la fuerza con que defendió sus ideas. Si un jurista, para serlo, tiene que presentar de forma ordenada y razonable sus argumentos, ha de ofrecerlos, si además quiere ser un jurista de éxito, con convicción; ha de creérselos él mismo en primer lugar. Y en ese vigor radicó una de los mejores rasgos de su carácter.

Para varias generaciones de juristas el profesor García de Enterría, uno de los mejores del siglo XX sin duda posible, fue el maestro por antonomasia. Le llamábamos “maestro” no sólo quienes nos habíamos formado cerca de él y recibido sus enseñanzas directas, sino también juristas de toda España y Latinoamérica que habían aprendido el oficio de profesores o de abogados siguiendo su ejemplo. En el formidable ensayo de George Steiner Lessons of the Masters está explicado, evocando personajes históricos de grandísima influencia intelectual, de Sócrates a Jesús, de Virgilio a Dante, de Brahe a Kepler, de Husserl a Heidegger, que “la única licencia honrada y demostrable para enseñar es la que se posee en virtud del ejemplo” y que la instrucción “por medio de la palabra o la demostración ejemplar es evidentemente tan antigua como la humanidad”. Pero rara vez a lo largo de los siglos aparecen personajes cuyos escritos y método de trabajo se convierten en guías esenciales para generaciones enteras.

En el caso de Eduardo García de Enterría se hizo efectiva otra característica del magisterio que es aún más infrecuente que el buen ejemplo: la interacción con sus discípulos, la continua comunicación e intercambio de ideas que siempre enriqueció a aquellos pero que también sirvió para alimentar las propias posiciones personales del maestro. Él amó, sobre todas sus realizaciones como universitario, las revistas jurídicas que impulsó, que abrieron paso a ese debate continuo de ideas; o el seminario de los miércoles en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, donde esa relación e intercambio sirvieron de formación continua para muchos juristas, pero también a él para aprender al tiempo que enseñaba. La universidad fue la primera de sus vocaciones. Ocupó el sillón “U” de la Real Academia Española. En una ocasión en la que le pidieron que escribiera un breve artículo sobre letra “U”, lo dedicó a la Universidad y contó en unos párrafos apretados la historia de una institución antigua y esencial para el progreso de las sociedades, más fuerte que los hombres que se dedican de tiempo en tiempo a intentar arruinarla.

Hay más de cien catedráticos de universidad en España, y no sé qué número de profesores titulares, que tienen al profesor García de Enterría por maestro. Siguen sus enseñanzas, admiran sus obras, explican sus ideas y exponen en las universidades según las concepciones que él dejó establecidas en una obra desarrollada a lo largo de más de cincuenta años. Se extiende esta tarde sobre todos ellos, sobre todos nosotros, sus discípulos, un gran sentimiento de orfandad.

En mi caso particular siento el dolor añadido de no poder compartir con él las sesiones de trabajo en la Real Academia Española, donde me deja el enorme reto, como jurista, de continuar la obra compleja y especializada para la que él estuvo siempre tan dispuesto. Y me quedará también, sobre todo, el vacío inmenso que dejará su ausencia y su palabra.

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