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M.ª del Carmen Gómez Rivero

La tutela penal de la propiedad intelectual e industrial: las últimas reformas

20/09/2013
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Forma parte del patrimonio de cada sociedad el saber técnico y, en general, el potencial creativo que la define y expresa su evolución en el tiempo y en el espacio. En este sentido pudiera decirse que el fruto del talento no pertenece sólo al creador de la obra, sea ésta de la índole que fuere, sino también, de alguna forma, a la comunidad en su conjunto. Porque, en el fondo, cada proceso de creación sólo se explica por las condiciones en que tiene lugar y éstas, por su parte, son consustanciales al tejido cultural, histórico y social en que se gesta y al que, por ello, se debe. Este reconocimiento legitima a su vez el interés en que revierta a la comunidad la expresión del talento del creador, en tanto que gracias al acervo cultural, científico y técnico que aporta la creación, las sociedades aseguran su progreso y, con él, los niveles de competitividad en el exterior. La reflexión anterior sirve en buena medida para comprender la tensión inmanente a la regulación de los derechos que recaen sobre bienes inmateriales, esto es, los relativos a la propiedad intelectual e industrial. En última instancia, en efecto, cualquier esfuerzo por arbitrar fórmulas legales con las que brindar un reconocimiento justo al autor no es más que el resultado de un difícil equilibrio entre dos intereses en permanente tensión. (…).

M.ª del Carmen Gómez Rivero es Catedrática de Derecho Penal de la Universidad de Sevilla.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 36 (abril 2013)

I. APROXIMACIÓN A LOS INTERESES LATENTES BAJO EL RECONOCIMIENTO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL E INDUSTRIAL

Forma parte del patrimonio de cada sociedad el saber técnico y, en general, el potencial creativo que la define y expresa su evolución en el tiempo y en el espacio. En este sentido pudiera decirse que el fruto del talento no pertenece sólo al creador de la obra, sea ésta de la índole que fuere, sino también, de alguna forma, a la comunidad en su conjunto. Porque, en el fondo, cada proceso de creación sólo se explica por las condiciones en que tiene lugar y éstas, por su parte, son consustanciales al tejido cultural, histórico y social en que se gesta y al que, por ello, se debe. Este reconocimiento legitima a su vez el interés en que revierta a la comunidad la expresión del talento del creador, en tanto que gracias al acervo cultural, científico y técnico que aporta la creación, las sociedades aseguran su progreso y, con él, los niveles de competitividad en el exterior.

La reflexión anterior sirve en buena medida para comprender la tensión inmanente a la regulación de los derechos que recaen sobre bienes inmateriales, esto es, los relativos a la propiedad intelectual e industrial. En última instancia, en efecto, cualquier esfuerzo por arbitrar fórmulas legales con las que brindar un reconocimiento justo al autor no es más que el resultado de un difícil equilibrio entre dos intereses en permanente tensión. El primero de ellos se cifra en la garantía de las facultades que, por su condición, corresponden al creador. Su legitimidad obedece, antes que nada, a estrictas razones de justicia distributiva, que reclaman que la iniciativa innovadora, en el terreno que sea, se vea recompensada por los frutos que de ella deriven, de tal modo que éstos reviertan a aquél a quien corresponde el ingenio y, en general, el esfuerzo creativo. A este propósito responde la concesión al autor de la obra o invención de una batería de medidas de tutela, con la que se protegen desde los derechos dimanantes del reconocimiento de la autoría sobre la obra hasta los que genera su uso comercial. El segundo de aquellos intereses corresponde a las pretensiones de la sociedad que, también por razones relacionadas con aquel argumento que exponíamos al inicio, esgrime, de alguna manera, su derecho a beneficiarse de la creación o invención sin demasiados costes. En el caso de la propiedad industrial sirva de ejemplo el interés social en acceder a un medicamento patentado, puesto que así lo reclama el derecho a la protección de la salud (que debe ser promovido por los poderes públicos conforme al art. 43 CE) frente a las eventuales reservas de explotación que pretendiera el autor, ya sean motivadas por el argumento del legítimo derecho a la obtención de una ganancia personal, ya sea por razones relativas a la viabilidad económica del progreso científico. Por su parte, tratándose de obras amparadas por los derechos de propiedad intelectual, la pretensión de disfrutar sin demasiadas cortapisas el contenido de la obra de que se trate bien pudiera justificarse al amparo del derecho al acceso a la cultura, tal como por lo demás reconoce el artículo 44 CE cuando eleva su promoción a deber de los poderes públicos.

A conciliar esos distintos intereses se orientan básicamente las distintas leyes sectoriales, civiles y mercantiles, que en primera instancia regulan los respectivos derechos de propiedad intelectual e industrial. Plasmación común de su tarea es la fijación de una serie de restricciones al principio general que reconoce al titular de un derecho de propiedad intelectual o industrial la facultad de explotar la obra o invención. Unas veces se trata de limitaciones orientadas a permitir que terceras personas puedan ejercer, aun sin autorización de aquél, determinadas facultades sobre aquéllas. Entre ellas destaca la procedente del reconocimiento de la llamada copia privada en el ámbito de la propiedad intelectual que, bajo determinadas condiciones, autoriza la reproducción de una obra aun sin contar con el consentimiento del titular del derecho. Otras restricciones acotan temporalmente las facultades de explotación que, en exclusiva, corresponden al creador o a la persona a la que se hayan cedido; por último, el listado de limitaciones al derecho dominical del creador lo engrosa una serie de deberes que lo gravan, como el de proceder a explotar la obra en los plazos fijados por la ley, so pena, bien de incurrir en un supuesto de caducidad, con la consiguiente retirada de los derechos en su día reconocidos, bien de tener que conceder licencia de explotación a un tercero(1). En cualquiera de los casos, se trata de evidentes restricciones al derecho de propiedad sólo explicables por la presencia de intereses de cariz supraindividual. Se consigue de este modo que las facultades de explotación que corresponden al creador se concilien con la consecución de un fin de mayor calado, consistente en asegurar el progreso intelectual, científico y técnico de la sociedad. Así vista, se trataría de una proyección más de la limitación constitucional que al derecho de propiedad marca el artículo 33 CE, al establecer que la función social de la propiedad privada delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes.

Pese a que la búsqueda del equilibrio entre los distintos intereses estuvo presente ya en las primeras regulaciones de los respectivos derechos sobre bienes inmateriales, hay que reconocer que ni el trazo de la problemática ha permanecido estático en el tiempo ni, como era de esperar, son inmutables las solucionas arbitradas. Que aquél ha experimentado una necesaria evolución se comprende sólo con atender al devenir de la realidad; de modo especial a las singularidades que envuelven a las conocidas en general como tecnologías de la información y comunicación (TIC) y que, entre otros aspectos, han dejado su impronta en la facilidad de circulación de datos. Precisamente por eso, su repercusión más visible se proyecta al ámbito de la propiedad intelectual, en el que tanto el uso generalizado de Internet como las posibilidades que ofrece la tecnología digital se presentan como factores que propician la infracción de los derechos de autor. Las razones para que así sea son tan conocidas como la facilidad que aquellas técnicas ofrecen para la transmisión de contenidos, por lo que no tendría sentido insistir en ellas. Sí interesa reparar, siquiera sea someramente, en el debate a que da paso esta nueva realidad. Se trata del que, a grandes rasgos, enfrenta a las respectivas posiciones correspondientes a los intereses encontrados a que hacíamos referencia. De un lado, desde la óptica de los creadores –y, con ellos, de la industria cultural–, se reclama reaccionar con renovados instrumentos legales de mayor severidad para atajar este tipo de amenazas a los derechos de autor. Por otro, desde el punto de vista de los usuarios en general, se sostiene una suerte de afectación social de la propiedad intelectual al acceso al arte y la cultura, postura desde la que se cuestiona seriamente la pretensión de trasladar sin más adaptaciones el régimen legal diseñado para los clásicos atentados contra aquel derecho al ámbito de las infracciones cometidas de la mano de las nuevas tecnologías. Para quienes así piensan, la sociedad actual necesita adaptar las tradicionales pretensiones de tutela y subordinarlas a una realidad que ni se puede desconocer ni se debe reprimir baldíamente, en tanto que representa un modo esencial de la transmisión de la cultura, del arte y, en general, del saber de nuestra época.

El debate no pasaría de escenificar las distintas perspectivas desde la que se puede afrontar el fenómeno si no fuera porque la cuestión reclama un posicionamiento legal que rotundamente delimite los contornos de la transmisión lícita de contenidos sin autorización del titular del derecho en cuestión. Y al respecto no puede más que reconocerse que las últimas reformas de las leyes sectoriales dan de forma decidida la razón a los más acérrimos defensores de mantener también en este ámbito los clásicos esquemas de protección del derecho de autor. A esta conclusión obliga la atención, en primer lugar, a la conocida como Ley Sinde. En concreto, la Disposición Final cuadragésima tercera de la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible, modificó la Ley 34/2002, de Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico (LSSICE) para permitir el posible cierre de las webs de descargas. Entre otras medidas contempló la posibilidad de que un órgano especializado, la Comisión de la Propiedad Intelectual, correspondiente al ámbito competencial del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, pudiera ordenar mediante un acto administrativo la interrupción de la prestación del servicio o la retirada de los contenidos vulneradores de la propiedad intelectual, si bien –a diferencia de las previsiones contenidas inicialmente en el Anteproyecto de ley–, la ejecución de la decisión debiera ser autorizada judicialmente.

El endurecimiento en la lucha contra las infracciones en la red iniciado con aquella ley parece llamado a colmarse en el Anteproyecto de reforma de la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) presentado al Consejo de Ministros el 22 de marzo de 2013 (conocido como Ley Lasalle). Así lo evidencia ya su Exposición de Motivos cuando se refiere precisamente a los cambios experimentados en la realidad para justificar medidas más severas: “La vigente Ley de Propiedad Intelectual, aprobada mediante Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, ha sido un instrumento esencial para la protección de estos derechos de autor, pero resulta cuestionable su capacidad para adaptarse satisfactoriamente a los cambios sociales, económicos y tecnológicos que se han venido produciendo en los últimos años”. Ello se traduce, según el mismo texto, en la necesidad de fortalecer “los instrumentos de reacción frente a las vulneraciones de derechos que permita el impulso de la oferta legal en el entorno digital”. Para ello, entre otros aspectos, dota de nuevos “mecanismos de reacción” a la Sección Segunda de la Comisión de la Propiedad Intelectual frente a las infracciones cometidas por los prestadores de servicios de la sociedad de la información, al tiempo que establece nuevas obligaciones para atajar la vulneración de los derechos de autor en la red, como la de colaborar en la identificación del infractor por parte de los prestadores de servicios de la sociedad de la información, de pagos electrónicos y de publicidad, que mantengan o hayan mantenido en los últimos doce meses relaciones de carácter económico con el prestador de servicios de la sociedad de la información que se desee identificar (nuevo subapartado 10.º en el apartado 1 del artículo 256 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil). Por otra parte, la norma se dirige, si bien subsidiariamente respecto a los prestadores de la sociedad de la información que vulneren directamente los derechos de propiedad intelectual, contra la actuación de los prestadores de servicios de la sociedad de la información cuya “principal actividad sea la de facilitar de manera específica y masiva la localización de obras y prestaciones que indiciariamente se ofrecen sin autorización” y que, entre otros requisitos, “desarrollen una labor activa, específica y no neutral de mantenimiento y actualización de las correspondientes herramientas de localización, en particular ofreciendo listados ordenados y clasificados de enlaces a las obras”, así como que “no se limiten a desarrollar actividades de mera intermediación técnica” (art. 158 ter)(2).

II. ASPECTOS BÁSICOS DE LA TUTELA PENAL DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL E INDUSTRIAL

Por encima de la manera concreta en que se consiga el referido equilibrio en la normativa sectorial que en primera instancia regula los respectivos derechos de propiedad industrial e intelectual, conviene observar que sus previsiones no sólo interesan a la hora de abordar la regulación de la materia en las disciplinas civil o mercantil. También son relevantes desde el punto de vista del Derecho penal, en tanto que trazan el escenario sobre el que a su vez éste interviene, como ultima ratio(3). En efecto, dado que el orden penal refuerza la tutela que ya brindan las leyes civiles y mercantiles, resulta lógico que se filtren a él los aspectos de éstas, siquiera sea por el acarreo que necesariamente el Derecho penal debe realizar del contenido propio de aquellas instancias reguladoras y sancionadoras. Así lo confirma la técnica legislativa empleada en el diseño de los tipos delictivos contra los bienes inmateriales, cuya característica común es su articulación sobre la base de dos recursos básicos, los conceptos normativos y las llamadas leyes penales en blanco, que, como es sabido, permiten importar a la regulación penal la previa ordenación civil o mercantil de la materia.

Ahora bien, pese a la inevitable adopción de este tipo de técnicas, sabido es que su legitimidad reclama no sólo asegurar que el injusto penal quede perfectamente delimitado en cumplimiento del principio de taxatividad, sino igualmente depurado respecto a la protección que brindan otras ramas del Derecho, conforme a las exigencias que derivan del respeto del principio de intervención mínima del Derecho penal y, en concreto, de su carácter fragmentario y subsidiario. Es por ello que también cuando de la tutela de los derechos dimanantes del régimen de propiedad intelectual e industrial se trata, el orden penal debe dejar perfectamente trazado el ámbito de conductas que, por su gravedad, merezcan su respuesta más allá de las medidas de reparación e indemnización que ofrece la legislación sectorial previa.

El cumplimiento de tales exigencias se observa claramente en los delitos contra la propiedad intelectual. Aun partiendo necesariamente de las previsiones civiles, el tipo penal acota la conducta prohibida conforme a parámetros específicos y mucho más restrictivos que los propios del Derecho privado. Para empezar, porque el orden penal sólo muy parcialmente tiene en cuenta el derecho moral o de autoría sobre la obra, básico sin embargo en la LPI. En efecto, si bien es cierto que castiga la conducta de plagio, condiciona la tipicidad a que lo que en principio representa la infracción de un derecho moral se realice con ánimo de lucro y, en concreto, con fines comerciales, aspecto que en última instancia determina que el objeto protegido no sea ya el derecho moral, sino el patrimonio de la víctima.

En segundo lugar, la protección penal no se extiende a todos los derechos de contenido patrimonial que la LPI consagra a favor de los autores. Si bien su tutela comprende las obras que conforme al Derecho privado se califiquen como literarias, artísticas o científicas, no protege otras amparadas por la LPI. Es lo que sucede respecto a los derechos que los artículos 114 ss., conceden a los productores de fonogramas, en relación con la fijación sonora de la ejecución de una obra o de otros sonidos. Sirva también como ejemplo los que otorgan los artículos 120 ss., a los productores de grabaciones audiovisuales, entendiendo por éstas la fijación o secuencia de imágenes, con o sin sonido, con independencia de que sean o no susceptibles de ser calificadas como obras audiovisuales a efectos del artículo 86 LPI. En el mismo sentido pueden citarse los derechos que reconoce el artículo 128 LPI al autor de las que llama meras fotografías, entendiendo por tales, como el mismo precepto aclara, la realización de una fotografía o la reproducción obtenida por un procedimiento a ella análogo cuando ni una ni otra tengan los rasgos a los que se condiciona la protección en el Libro I, esto es, los que permiten su consideración como obra fotográfica.

... (Resto del artículo) ...

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NOTAS:

(1). En el caso de las patentes, conforme al artículo 86.a) de la Ley de Patentes.

(2). Conforme al artículo 158 ter 2 b.4, se excluye expresamente la actividad de los prestadores que desarrollan tareas de mera intermediación técnica (caso de Google). Es el caso, como aclara la Exposición de Motivos del Anteproyecto, de los que lleven a cabo “una actividad neutral de motor de búsqueda de contenidos o cuya actividad no consista principalmente en facilitar de manera específica la localización de contenidos protegidos ofrecidos ilícitamente de manera notoria o que meramente enlacen ocasionalmente a tales contendidos de terceros”.

(3). De estos aspectos tuve ocasión de ocuparme en Delitos contra la propiedad intelectual e industrial. La tutela penal de los derechos sobre bienes inmateriales, Tirant lo Blanch, Valencia 2012.

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