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  • EDICIÓN DE 08/11/2012
 
 

José Manuel Pérez-Prendes Muñoz-Arraco

¿Es un círculo el camino?

08/11/2012
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Los textos del constitucionalismo español se desgranan en ocho fechas principales: 1812, 1834, 1837, 1835, 1869, 1876, 1931 y 1978. Al lado aparecen momentos frustrados y complementarios, vividos en 1808, 1856-57 y 1870. No debe considerarse ese conjunto como una sucesión lineal de avances y retrocesos, sino como un recorrido en círculo, donde 1812 y 1978 coinciden inesperadamente, pese a los más de ciento cincuenta años intermediarios. Enfrentadas ambas sociedades con una realidad ajena por su esencia a cualquier aliento democrático, supieron entrar en la sala de máquinas del aparato jurídico-público existente para rearticular por completo las piezas de la antigua estructura, tratándola, podría decirse en términos químicos, conforme al sistema anhelado por los constituyentes. En ninguno de los tránsitos, fieros o pacíficos, que engarzan las demás Constituciones españolas se observa con tanta fuerza la contradicción entre la estructura fáctica existente y el sistema diseñado por la voluntad de cambio.

José Manuel Pérez-Prendes Muñoz-Arraco es Catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 31 (octubre 2012)

I. LA CONEXIÓN

Los textos del constitucionalismo español se desgranan en ocho fechas principales: 1812, 1834, 1837, 1835, 1869, 1876, 1931 y 1978. Al lado aparecen momentos frustrados y complementarios, vividos en 1808, 1856-57 y 1870. No debe considerarse ese conjunto como una sucesión lineal de avances y retrocesos, sino como un recorrido en círculo, donde 1812 y 1978 coinciden inesperadamente, pese a los más de ciento cincuenta años intermediarios. Enfrentadas ambas sociedades con una realidad ajena por su esencia a cualquier aliento democrático, supieron entrar en la sala de máquinas del aparato jurídico-público existente para rearticular por completo las piezas de la antigua estructura, tratándola, podría decirse en términos químicos, conforme al sistema anhelado por los constituyentes. En ninguno de los tránsitos, fieros o pacíficos, que engarzan las demás Constituciones españolas se observa con tanta fuerza la contradicción entre la estructura fáctica existente y el sistema diseñado por la voluntad de cambio.

Sin embargo no se usó de la revolución como instrumento. Ciertamente, en la totalidad de los dos ordenamientos políticos vigentes se inyectaron espíritus diferentes a los que les regían hasta entonces y diversas piezas y mecanismos concretos de aquellas maquinarias jurídicas cambiaron de función, aunque no de nombre. Pero la investigación hasta ahora acumulada prueba que eso fue precisamente obrado así y en ambos casos, mediante la aplicación de dos herramientas ya viejas. La más patente fue una institución generada en el ensamblaje que se quería derribar, concretamente las Cortes, actuadas, en principio dentro de sus propias posibilidades originarias.

Más subterránea, pero no menos fundamental, fue la restauración de una vieja categoría jurídico-política, cuya detenida formulación aristotélica se recibió, con largas e inequívocas precisiones, en la segunda de las Siete Partidas y otras fuentes, bajo el nombre de “amor político”. Se trata, dicho sea con modo menos literario, de la imprescindible confianza o benevolencia (“querer bien”) entre gobernantes y gobernados. Esa actitud psicológica es argamasa imprescindible para cualquier ordenamiento jurídico. El Derecho puede resolver mucho, pero no todo y si falta la voluntad social de cumplir con él, su poder se adelgaza hasta extenuarse.

La idea de círculo, que antes apunté como conexión de ambos momentos constitucionales, no solo se manifiesta en esa doble coincidencia de cimiento. Aparece también en la diferencia principal que distingue 1812 y 1978. Si en la primera fecha se destruyó el feudalismo, en la práctica constitucional amparada por el texto de 1978 hemos sido devueltos a esa figura.

II. CÁDIZ ANTE EL FEUDALISMO

No hablo de “feudalismo” en el conocido y vulgar sentido coloquial que lo supone sinónimo de algo “medieval” históricamente superado, solo manejable como figura que puede enfatizar un discurso si hablamos de hoy o reconstruir el pasado si nos referimos al ayer. Lo hago en su propio significado técnico. Se trata de la gravitación irritante de los elementos intermedios que se colocan entre el núcleo del Estado y los gobernados y absorbiendo rentas y copando puestos neurálgicos de decisiones públicas, rompen o al menos difractan gravemente, la vinculación directa entre aquellos dos niveles esenciales.

Con eso se esqueletizan los intereses generales y públicos y se engrosan los particulares y privados. Prevalecerá la condición de “cliente” y menguará la de ciudadano, sujeto que, cuanto más clientelizado, más súbdito, es decir, sometido, será a su patrono. No hay persona que no comprenda que en ese mecanismo pueden cambiar históricamente las piezas intermedias, pero nunca se elimina el resultado quebrantador de su presencia. Dicho de otro modo, el feudalismo es una posibilidad siempre latente en el curso de la Historia.

Para el tipo de feudalismo que ahuyentaron los constituyentes gaditanos podríamos empezar por representar el sistema, si bien en trazos impresionistas, imaginando algo así como una conversación entre un monarca y sus principales agentes políticos:

Oídme, diría el soberano a nobles, abades, u obispos a quienes necesitara contentar a la hora de gobernar, en vuestras tierras, al cobrar las rentas a vuestros contratados de cualquier espacio o tipo, cobradles también los impuestos que como súbditos me deben; si hay hombres en capacidad de prestar servicios de armas, reclutadlos y enviádmelos; si hay alguna demanda o querella en vuestros territorios, juzgad lo oportuno, cobrad las tasas correspondientes y adjudicaos una parte de las penas pecuniarias o personales que impongáis”.

A semejanza de ese mecanismo, muy variadas funciones, de suyo públicas, fueron encomendadas a quienes tenían alguna relación jurídica privada con los obligados o necesitados de acudir a instancias propiamente estatales para satisfacer y/o satisfacerse en aquellas funciones. La titularidad de esas facultades, se patrimonializó velozmente y con naturalidad entre los recursos eclesiásticos, al estar indemnes a los avatares sucesorios de la personas individuales. Rápidamente los nobles y la alta burguesía emularon esa solidez, vinculando tan preciado patrimonio a títulos nobiliarios y mayorazgos. Por efecto de esa triple iniciativa cuanto se extrajo de lo público se consideró un bien hereditario entre todos los demás y su tránsito generacional otorgó al botín dureza de diamante.

No puedo entrar aquí en la enumeración y distinción de las formas feudalizantes, bien conocidas por los historiadores del Derecho de cualquier país. Forman una casuística harto variada, según la ingeniería jurídica usada para confeccionar cada una de ellas, pero eso no importa demasiado. Lo significativo es su coincidencia en lograr un único efecto principal desde la perspectiva de los súbditos comunes.

A ellos, el elemento intermedio les hurtaba por completo o casi, tanto la percepción de pertenecer al cuerpo político que encabezaba el Rey, como la protección que podía derivarse de esa pertenencia. Al tiempo y a veces, se veía luchar a algún monarca para recuperar las capacidades públicas que habían salido de su control. “Egredidas”, las llamó el lenguaje histórico. Buscaban, no siempre con éxito, manifestar al menos una superioridad jurisdiccional recortada (“mayoría de justicia”) o una competencia directa recortada a los asuntos muy graves (“voces reservadas al rey” o “casos de Corte”) cuya lista tendía a menguar.

Pero con todo, el mecanismo urdido, tenía sólidas posibilidades de vida secular y por diferentes que fuesen las modalidades creadas, no cabe dudar de su inalterable esencia principal. Famosa se ha hecho la utilización didáctica formulada por Carlos Marx, que traslada esta idea de la presencia del elemento intermedio, para explicar la vida económica rural del Antiguo Régimen, donde el dueño de la tierra se introduce entre el bien productivo, la tierra y el labrador, agente directo de la producción, para “desapropiar” a éste de los resultados de su trabajo.

... (Resto del artículo) ...

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