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Bankia: chuches envenenadas; por Alberto Ruiz, profesor de Derecho Administrativo

06/08/2012
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El día 6 de agosto de 2012, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Alberto Ruiz, en el cual el autor opina que la conversión de las cajas en bancos y las operaciones de concentración han demostrado ser una de las torpezas más claras y más caras de la historia del regulador bancario.

BANKIA: CHUCHES ENVENENADAS

El anuncio de interposición de una reclamación de responsabilidad patrimonial contra el Banco de España por parte de un numeroso grupo de ex accionistas de Bankia, que vendieron con ocasión del colapso de la entidad, resulta una consecuencia jurídica lógica del ya judicializado proceso de salida a Bolsa y un nuevo frente, esta vez en el orden administrativo, en la atribución de responsabilidades por el caso Bankia. Coincide este anuncio con las recientes comparecencias parlamentarias, tanto del anterior y del actual gobernador como de los responsables de las entidades afectadas por las reestructuraciones, sobre todo de Rodrigo Rato. Una cosa y otra ponen en el centro del debate público el papel del regulador bancario en un momento en el que la fiabilidad del sistema financiero es seriamente cuestionada, no ya por los mercados, sino por la ciudadanía.

Si construimos un castillo sin cloaca, todo el castillo se convertirá en cloaca; el resultado será el mismo si la cloaca se atasca. Ya disculparán un vocabulario como éste, pero las sutilezas jurídicas que voy a emplear a continuación requieren una explicación más llana. El Banco de España, pese a su estatuto de regulador independiente, es un jugador, un agente del sistema bancario. Hay información para pensar que el Banco de España no sólo cometió errores de supervisión, sino que trazó una estrategia de saneamiento de las entidades equivocada, lo cual se suele comprobar después y eso es lo que vemos ahora, que estamos embarcados en un rescate bancario. ¿Recuerdan? Fusiones frías, bancos malillos, test de estrés sobradamente superados, y tal. Es imposible que una operación de conjunto como ésta se haya llevado a cabo de manera concertada por las entidades, no ya sin el conocimiento del Banco de España, sino sin la directa definición del curso de acción por su parte, además de con respaldo legislativo; de hecho, se modificaron más de una docena de leyes para dar cobertura a semejante aliño. Y lo mismo se puede decir del FROB que está bajo la supervisión del Banco de España.

La conversión de las cajas en bancos y las operaciones de concentración han demostrado ser una de las torpezas más claras y más caras de la historia del regulador bancario. Zombis que se unen para formar zombis gigantes y que, para colmo del esperpento, salen a Bolsa. El caso de Bankia es clamoroso. Podemos aceptar que la valoración que sirvió de soporte a su cotización de salida se alejara algo de su valor real, pues ya se sabe que la auditoría no es una ciencia exacta; pero que, en sólo ocho meses, se descubra que el Banco de España le hizo la ola mejicana a la colocación bursátil de una entidad en quiebra constituye un hecho insólito, que ha causado un daño patrimonial (distinto del propio de un mercado bursátil a la baja) a más de 350.000 inversores. Los efectos de poner en el mercado las acciones de un banco que, en realidad, eran chuches envenenadas, son demoledores para la confianza en las instituciones. Si algún sentido tiene, en términos regulatorios, la actuación del supervisor para la salida a Bolsa de una entidad es, justamente, nivelar las asimetrías informativas entre el vendedor y los potenciales compradores. Con Bankia, el Banco de España ha cometido un auténtico estropicio; no estamos ante simples efectos colaterales, ante la inevitable cascadura de huevos para una tortilla. No en un Estado de Derecho.

Si ya resulta difícil explicar el rescate de bancos con dinero público, el argumento de los huevos y de la tortilla convierte semejante tarea en un imposible. Tal vez se argumente que el uso de dinero público para esos fines resulta eficiente ya que, al evitar la caída de entidades, se contiene un torbellino de pánico que se llevaría por delante la economía del país. Hasta aquí vale, pero el dinero público que se emplee para los rescates saldrá de los impuestos que los españoles pagamos con arreglo a los principios constitucionales de capacidad contributiva e igualdad en el sostenimiento de las cargas públicas. Y, a partir de aquí, el razonamiento deja de tener validez, porque a los accionistas de Bankia se les ha endiñado un impuesto nuevo, bajo la forma de compra de unas acciones tóxicas con lacito y etiqueta del Banco de España. ¿Cómo se reacciona en Derecho frente a semejante tropelía? El mecanismo es tan viejo como este arte de lo bueno y de lo justo: la responsabilidad patrimonial. A mi juicio, concurren ahora todos los presupuestos legales de tal responsabilidad: efectividad de un daño evaluable económicamente, ruptura de la solidaridad impositiva, antijuridicidad y relación de causalidad con la misión supervisora del Banco de España. Esto es lo que ha pasado cuando los accionistas de Bankia decidieron vender para no incurrir en más pérdidas y algo análogo sucederá con su reestructuración.

Estoy convencido de los fundamentos de la reclamación de responsabilidad contra el Banco de España y de la posibilidad de indemnizar a los que acudieron a la salida a Bolsa, y resultaron perjudicados al vender sus acciones tras la nacionalización de Bankia. Junto con el correcto funcionamiento de este resorte jurídico fundamental, aparece una cuestión esencial: la necesidad de que el Banco de España, como agente del sistema financiero, incorpore un elemento esencial para la toma de decisiones correctas: el coste de oportunidad. Si consentimos que el regulador tenga sensación de impunidad con los daños provocados por sus actuaciones, alimentaremos una criatura irresponsable. Antes de resignarnos a eso, planteo la posibilidad de que se exija responsabilidad al regulador bancario. Esto sí que redundaría en beneficio de todos, no sólo de los sufridos accionistas de Bankia.

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