FANTASMAS DE ESTADOS
La preocupación por la delicada situación económica que atravesamos ha colocado a las cotizaciones bursátiles, las primas de riesgo, las emisiones de deuda o el rescate de este o de aquel país en el eje en torno al cual giran nuestro desasosiego y nuestros ataques de ira. Pues descubrimos ahora que, entre los gobernantes, han proliferado los pícaros que, como en el cervantino Retablo de las Maravillas, se hicieron con el poder para ofrecer al pueblo una función insólita de teatro. Cuya entrada nos está costando un ojo de la cara.
Pero en medio de este galimatías, que viene acompañado de ese despliegue florido de anglicismos en que consiste la moderna cursilería, acaso no hayamos dedicado suficiente atención a dos hechos que tienen el aspecto de ser nubarrones despeinados dispuestos a encapotar nuestro futuro como comunidad política.
Me refiero, en primer lugar, a la opción por un Estado propio que un partido político catalán acaba de hacer en un congreso. Quiero subrayar que no estamos hablando de una organización cualquiera sino de aquella que ha compartido las riendas del poder con todos los gobiernos que en España han sido y son desde que existen los mecanismos democráticos. Un partido regional invariablemente cortejado y contemplado con los ojos codiciosos de la lujuria por sus hermanos mayores nacionales. Recibir una calabaza desde Cataluña ha sido una forma de labrarse el fin de los cambalaches parlamentarios y de las propias piruetas políticas; por el contrario, acogerse a su bendición era demostración de sutil templanza y de habilidosa flexibilidad en el manejo de la cosa pública. O, como se ha solido decir, de cintura.
En segundo lugar, debe citarse la manifestación que hace unos días recorrió las calles de Pamplona con una bandera que reclamaba independencia para el País Vasco y sus cuatro puntos cardinales. Reivindicación apoyada a distancia y con amor de padre por otro partido nacionalista, buen tejedor de glorias en la política española.
Es decir, estamos a principios del siglo XXI, varias décadas después del desmantelamiento de la farsa franquista, contemplando el espectáculo de unos partidos que representan a miles de ciudadanos, empeñados en el designio de comenzar una aventura como Estados. De la misma forma que el pequeño bote de un barco se echa a la mar en busca de la mar de aventuras sin pensar en que pueda quebrarse o romperse no bien se enfrente a la primera roca.
Algunas plumas ilustres defienden que sería bueno disponer en nuestro texto constitucional de un mecanismo de secesión de una parte del territorio para que, por una vía pacífica y de mutuo entendimiento, cada cual emprendiera el destino que le pareciera más conveniente. Pero lo cierto es que tal previsión no consta en el Derecho político español por lo que cualquier medida que se tomara en esa dirección -que sería unilateral- supondría la ruptura grave de nuestro ordenamiento y también la irreversible quiebra del equilibrio en el que desarrollan su vida nuestras instituciones.
Con todo, teniendo en cuenta la población que anda detrás de esas pancartas, a lo mejor no es malo propiciar una salida de esta naturaleza a la que se diera su conformidad desde España. Eso sí: previo un finiquito minucioso que no dejara cuenta pendiente sin comprobar ni saldo sin cobrar.
A partir de ahí, desligados de la opresora monarquía española, ya podrían proclamar sus repúblicas independientes. Porque no sería cosa de entronizar un nuevo monarca extraído de las casas reinantes por la sencilla razón de que no quedan o están para pocos trotes o padecen una artrosis desbocada. Una república implicaría nombrar un presidente (a ser posible, sin antecedentes penales), buscar un palacio en cuyas ventanas cante el ruiseñor y unos guardias con uniformes vistosos como cristalerías de luces. El himno no es problema pues existe, lo mismo que las gargantas para cantarlo. Y la bandera ya ondea en sus edificios, tan solo se trataría de quitar la otra y en ello con un minuto sobra.
Es coser y cantar y no digamos presidentes de tribunales de justicia, de cuentas, constitucionales... Colas harían los profesionales más distinguidos para atarse al ejercicio de estas responsabilidades aunque con ello pusieran en peligro su salud y su vida familiar. Coches oficiales habría que comprarlos a cientos con lo que el ramo, tan deprimido ahora por la crisis, volvería a conocer días de gloria y esplendor.
Habría que imponer a esa población entusiasta tributos e impuestos pero ésta los pagaría con entusiasmo; la lacra de la evasión fiscal no se conocería, pues que todo lo recaudado iría a parar al engrandecimiento de la nueva nación. A lo mejor crear un Ejército, comprar tanques, aviones de combate o buques de guerra, formar escuadrones, batallones y divisiones no gusta a algunos pacifistas pero hay que contar con ellos porque la pluralidad es una seña de la nueva república que se distingue así de la vieja monarquía que ponía grilletes por años a quienes no mostraban entusiasmo militar.
Pues ¿y diseñar una moneda propia? ¡Ahí es nada poder reivindicar la vieja prerrogativa de acuñar moneda! Eso sí que sería gloria y no verse obligados a aceptar exigencias foráneas para disponer de la calderilla del euro. A partir de ahí, sería innecesario endeudarse pero, si tal acaeciera, los virtuosos republicanos de la nueva nación adquirirían cualesquiera títulos que se les hiciera llegar. Si aun así, hicieran falta nuevos fondos, ahí estarían los mercados internacionales dispuestos a comprar el producto financiero más sólido y el de garantías más aquilatadas.
¡Adiós a los vaivenes de las primas de riesgo! Sólo por despedir a estos parientes, merece la pena iniciar la aventura de la independencia.
Porque, lector paciente, el discurso contrario, el que consiste en aclarar a quien no quiere oír que el nacionalismo ha sido el partero de las desgracias colectivas más aniquiladoras que ha sufrido la humanidad, que reproducirlo en los inicios de este siglo XXI es suicidio y homicidio a un tiempo, y añadirles que no hay sueño más placentero para las grandes empresas del planeta que la proliferación de Estados raquíticos, empinados en su ridícula poquedad, esforzarse en todo ello -digo- es sin más empeñarse en perder el tiempo. O, como se dice clásicamente, majar en hierro frío.
Con todo, al menos pluma en ristre, es obligado no darse por vencido, vestir las armas del combate y luchar contra estas sombras lúgubres del pasado.