POR QUÉ FALLAN LOS CONTROLES AUTONÓMICOS
El recorte del gasto público ha suscitado un intenso debate antes y después de las recientes elecciones. Mariano Rajoy realizó anteayer una serie de propuestas para poner coto al despilfarro en ayuntamientos y comunidades. En este contexto, nos parece imprescindible reflexionar sobre el funcionamiento de los controles autonómicos, entendiendo por tales los controles de legalidad que van asociados a la gestión de los asuntos públicos en cualquier Administración.
Si asumimos que, al menos en términos de gestión y de presupuesto, las autonomías son básicamente miniestados (y no tan minis, dado que están gestionando ya la parte más importante del presupuesto público), deberían disponer de controles de legalidad similares a los del Estado. Al menos la Constitución así lo exige en su artículo 103. Como consecuencia de ello, también para las Autonomías están previstas todo un conjunto de reglas que afectan a la toma de decisiones de los gestores públicos, y que van desde la elaboración de los presupuestos a los procedimientos de contratación, los informes técnicos, el control del gasto, etcétera. Y, lógicamente, existen unos funcionarios técnicamente expertos responsables de su aplicación y de su supervisión. Todas estas reglas no son meras formalidades impuestas por burócratas sin legitimidad a los políticos tocados por la varita de la investidura popular; son las reglas que pretenden garantizar en un Estado de Derecho el respeto de la legalidad en la toma de decisiones de los gestores públicos, y, en definitiva, la única forma de garantizar que sirven con objetividad a los intereses generales.
Por ello, la estremecedora frecuencia con la que leemos casos donde las Administraciones Autonómicas no están cumpliendo esa finalidad, sino, por el contrario, sirviendo muy subjetivamente intereses partidistas, o incluso de sus redes clientelares, me parece un síntoma muy preocupante del fracaso de los mecanismos de control de legalidad existentes.
Las causas son muy variadas y probablemente su análisis exceda de este breve artículo. Pero creo que hay una que merece la pena reseñarse, y es el declive de la función pública tal y como se concibió en la Transición. No se dudaba entonces de la necesidad de contar con funcionarios muy cualificados técnicamente y cuya independencia se asumía de forma natural, especialmente si se trataba de los que ostentaban o realizaban las funciones de control de legalidad. Lógicamente, al no existir entonces CCAA, el concepto y el modelo de funcionario público era el estatal.
Pues bien, las CCAA han devaluado de forma sistemática este concepto de la función pública, si bien es cierto que no todas de la misma forma ni a la misma velocidad. Ni siquiera parece que este deterioro haya venido motivado, al menos no únicamente, por una postura ideológica basada en la idea de que sólo el político tiene legitimidad frente al funcionario al que nadie ha elegido. Más bien parece que se ha improvisado sobre la marcha en función de las necesidades de cada momento, entre las cuales cabe mencionar, por cierto, la enorme expansión de las competencias autonómicas no siempre ligadas a los servicios públicos esenciales: sanidad y educación.
Efectivamente, se ha producido estos últimos años un enorme crecimiento del sector público autonómico instrumentalizado a través de la proliferación de organismos públicos, empresas, fundaciones, agencias, etcétera, que en gran medida, por su propia configuración jurídica, escapan a los controles estrictos que tienen las Administraciones territoriales: la famosa huida del Derecho administrativo, que llevada a su extremo, acaba siendo más o menos una huida del Derecho a secas.
A esta proliferación hay que añadir la manera de realizar el reclutamiento de los técnicos que deben realizar las funciones de control. Es obvio que éste se hace siempre de forma mucho más laxa cuando, como ocurre en muchos casos, no hay un sistema de acceso similar a las oposiciones, que, con todas sus indudables limitaciones, es el sistema más objetivo del que disponemos por ahora. Esto quiere decir que las decisiones sobre las personas que acceden a estos puestos está en buena parte en manos de los propios gestores a los que deben controlar, con la natural tendencia a primar la confianza sobre la cualificación o la solvencia.
El resultado es una pérdida sensible en términos de ejercicio de las funciones básicas de control de legalidad, por la mayor dependencia de los encargados de este control de los gestores que les han contratado y nombrado, pero también por un déficit de competencia técnica en un mundo en el que el ejercicio de estas funciones resulta cada vez más complejo. Por último, la propia estructura autonómica (la famosa proximidad al ciudadano que tanto nos venden los gestores autonómicos) hace que estas Administraciones sean mucho más permeables a las presiones regionales y locales, ya provengan del partido, de los electores, de los empresarios locales o, simplemente, de los familiares y amigos.