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Memoria y compromiso de los abogados; por Luis Martí Mingarro, Abogado y Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

05/10/2010
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El día 4 de octubre de 2010, se publicó en el diario ABC un artículo de Luis Martí Mingarro, en el cual el autor asegura que nuestros sistemas de justicia brindan la oportunidad de alcanzar la paz social mediante el derecho. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

MEMORIA Y COMPROMISO DE LOS ABOGADOS

Hoy vivimos preocupados por un temor creciente a perder o a olvidar el pasado. Hay incluso “guerras de la memoria” que hacen que las conmemoraciones cívicas se conviertan en ocasiones para la división cívica. No siempre tenemos presentes los que Brecht llamó “tiempos sombríos de los que hemos escapado”; y los recuerdos se utilizan frecuentemente para avivar odios y rencores en vez de recordarnos errores que corregir, aciertos que deben perdurar, coincidencias por mantener y disidencias por superar. Las componentes básicas de la civilización avanzada están en permanente maduración y renovación, cuando no en crisis bien dolorosas. Los abogados tenemos nuestro sitio al lado de la ciudadanía para procurar que las proclamaciones de sus derechos se hagan realidad en cada caso concreto. Creo que el tiempo presente convoca a los juristas en general y a los abogados en particular a reforzar nuestros compromisos. Y sigue siendo tarea de hoy luchar por el derecho, pues solo en él está la verdadera protección de todos frente a “los enemigos de la libertad”. Como ha dicho el magistrado J. A. Xiol, la crisis actual de la vida pública no tiene nada que ver con el Derecho, sino solo con su ausencia. Por eso el Derecho va a seguir teniendo un papel decisivo.

Uno de los emblemas de nuestro tiempo, el llamado Estado del bienestar, solo tendrá futuro si lo entendemos de verdad como un Estado de Justicia. Cuando yo era joven y oí hablar por primera vez de las formulaciones del Welfare State, me parecieron extremadamente sugerentes y deseables. Aquellas propuestas se han ido imponiendo en muchos sitios; pero ahora hay gran preocupación por su consolidación y mantenimiento y su implantación donde aún no han llegado. Son conquistas que solo pueden ser salvadas y extendidas a todo el mundo si les quitamos ese acento hedonista, ocioso, ese disfraz de generosa concesión, ese rasgo improductivo, que respira el rótulo del bienestar y las dejamos como exigentes y consolidadas conquistas de la justicia. Los conceptos creativos del estado social son ya jurídicos y constituyen una prestación debida, y por tanto justa.

Se habla con mucha frecuencia de los excluidos y a veces no nos damos cuenta de que no solo padecen exclusión quienes tienen una discapacidad, pertenecen a una minoría o sufren una injusta agresión física o moral. Si uno no puede pedir justicia porque no tiene medios para ello, está igualmente excluido y postergado. El acceso de todos a la justicia ha de ser aspiración permanente, pues no sería verdad lo de la igualdad de todos ante la ley si no se llegara ante la Justicia en pie de igualdad desde su umbral mismo.

Si tales cosas decimos respecto de una exigente vigencia del estado social, ¿qué no habremos de decir desde la abogacía de la necesaria consolidación del Estado de Derecho? Se llena la boca con su proclamación; y su contemplación como ingrediente básico de la Constitución hace del Estado de Derecho una constante de la vida pública y del devenir diario de la ciudadanía. El compromiso de la abogacía con el Estado de Derecho no es de hoy ni se limita a la feliz expresión de las Constituciones y de las leyes. Es nuestro quehacer cotidiano, igual que lo era antes de que fuera reconocido y proclamado, cuando solo brillaba como una ilusión sin ese rótulo tan sonoro: Estado de Derecho.

No es poca cosa compartir con Einstein la idea que expresó brillantemente en 1953: “La existencia y validez de los derechos humanos no está escrita en las estrellas”. Los derechos humanos son de este mundo y a nosotros nos concierne luchar por ellos con toda firmeza y convicción. Claro que todos estamos obligados a respetarlos; claro que los poderes públicos han de salvaguardarlos; y claro que se infringen con frecuencia. Como ha dejado dicho Cannata, el siglo de la razón, que nos trajo tantas novedades libertadoras, entre ellas la división de poderes, ha confiado a abogados y jueces la tarea de promover el desarrollo del derecho. Solo con nuestro razonamiento el derecho sale de la cápsula petrificada de la norma para convertirse en realidad en las manos de un abogado independiente postulando ante un juez imparcial. Precisamente, de todos los parámetros del Estado de Derecho me interesa resaltar la constante máxima de nuestro quehacer profesional: no ceder nunca en nuestra independencia, que es la garantía de que un juicio va a ser de verdad contradictorio.

Desde tiempo inmemorial los abogados estamos comprometidos en la tarea de crear, afirmar y preservar el Derecho de Defensa, que no es una formulación genérica, sino un rótulo que contiene la esencia misma de la mejor de las justicias que pueda ser impartida por los hombres. Y el derecho de defensa está en cuestión más a menudo de lo que parece. Desde los supuestos más cercanos de interferencias en las comunicaciones abogado/cliente hasta las tentaciones de romper el necesario blindaje del secreto profesional; desde las modificaciones legales que diluyen o hacen desaparecer las garantías ante la justicia en determinados casos hasta las efectivas restricciones o riesgos del derecho de defensa ante foros que se precian de avanzados.

Claro está que el histórico compromiso de los abogados lo hemos de mantener conjuntamente con quienes están llamados a impartir justicia. Es la savia común que alimenta la tarea de la justicia; la misma savia que nos obliga a todas horas a respaldar a los jueces y a sus órganos de gobierno en la siempre inacabada tarea de defender su imparcialidad, de ayudarles a desvanecer las sombras que sobre su oficio arrojan los que ambicionan dominar la justicia desde el poder. Al fin y a la postre el Estado de Derecho, y el derecho de defensa que lo apuntala en toda ocasión, no hacen sino confirmar un viejo aforismo válido por los siglos de los siglos: la ley es el casco más seguro; bajo el escudo de la ley nadie es derrotado. Quien fue primero abogado, luego fiscal y más tarde juez -el juez Coke- en la Inglaterra del tránsito entre los siglos XVI y XVII, enviaba a todos sus amigos anillos con la inscripción de esa máxima en latín. Bien sabemos los abogados que algo así tenemos que decir todos los días de nuestra vida a nuestros clientes cuando nos plantean sus cuitas: la ley es el casco más seguro y bajo el escudo de la ley nadie es derrotado.

Los principios del Estado de Derecho habrán de sufrir, ya vienen sufriendo, tensiones y asechanzas derivadas de la evolución científica, técnica y social. No podemos desconocer que la demografía da lugar a cuestiones que en otro tiempo no pudieron ni siquiera soñarse. La tentación de regularlo todo, incluso el origen y el fin de la vida, me parece especialmente arriesgada. No me gustaría que las aspiraciones de bienestar material acecharan sobre el derecho a la vida, y termine por haber quien tenga el poder de decidir quiénes han de nacer y de morir.

También el progreso científico y tecnológico plantea situaciones novedosas, en las que igualmente ha de pervivir el respeto a la dignidad humana. La tecnología que ha hecho posible la existencia de un fértil espacio de información y difusión de la cultura debe hacer posible también la tutela de la dignidad, de la intimidad, de la propiedad intelectual, porque la individualidad y la creatividad han sido y son ingredientes esenciales de la propia cultura y, con ella, del progreso. Un progreso que no será posible sin el reino permanente de las libertades de expresión e información.

En todo caso, si nuestra civilización fue capaz de proteger el secreto de las comunicaciones cuando estas eran por carta, teléfono o telegrama, habrá de ser capaz de proteger también la comunicación entre los ciudadanos de este mundo tan avanzado tecnológicamente. Porque poco avance sería aquel que me impidiera ser dueño de mi palabra, de mis afectos y de mis sentimientos, y me privara de comunicárselo solo a quien yo quiera; como igual ha de ser capaz el ordenamiento de hacer que los referentes que los poderes públicos tengan de mi existencia y de mi actividad sean los necesarios para que yo cumpla la ley y no puedan ser usados por aquellos a quienes esas cosas nada les deben importar. Los ciudadanos van a esperar siempre de sus abogados, por encima de avances tecnológicos, de progresos científicos, de crisis económicas y de sobresaltos políticos, una respuesta de independencia; de lealtad y de firmeza; de confidencialidad, de comprensión y de lucha por los derechos cuya defensa se nos encomienda. Con todas sus imperfecciones, nuestros sistemas de justicia brindan la oportunidad de alcanzar la paz social mediante el derecho. Para que, como aprendí de uno de mis grandes maestros, el derecho sea libertad.

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