MIXTIFICACIONES DE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA
Empiezan a aparecer ensayos firmados por autores prestigiosos que meditan sobre nuestra democracia, algunos teóricos (Félix Ovejero, Víctor Pérez Díaz), otros más directamente relacionados con la circunstancia española (el más demoledor, el de Alejandro Nieto). Es hora sin embargo de que se amontonen en los escaparates de las librerías, al igual que sucede en otros países, y ello sería una muestra de salud de nuestro pensamiento político.
Porque nuestra democracia está enferma, nuestra democracia lleva en su cuerpo joven, de 30 años, marcas inquietantes de dolencias profundas, signos inequívocos de un deterioro que, si nos descuidamos, la convertirán en poco tiempo en un cadáver bien conservado. Grave asunto el que denuncio porque el sistema democrático carece de alternativa: quienes en el pasado siglo se empeñaron en crearlas arribaron pronto a las aguas contaminadas del comunismo y del fascismo, ideologías que cautivaron a los pueblos gracias a una intelectualidad que defendió esas soluciones inhumanas. Pocos de los intelectuales del siglo XX escaparon a tales cantos de sirena: un libro de Ralf Dahrendorf (La libertad a prueba, editorial Trotta) acaba de dar cuenta de los nombres ilustres que permanecieron fieles a la ortodoxia democrática: Isaiah Berlin, Raymond Aron, Karl Popper... A ellos nuestro recuerdo, perdido en nostalgias, como sacerdotes lúcidos que fueron de un templo que tantos se empeñaron en destruir.
Entre nosotros, es llegada la hora de señalar que la abultada cifra de la abstención en las recientes elecciones europeas debe hacer sonar el silbato de la alarma entre las fuerzas políticas. Habrá quien se consuele argumentando que en otros países ha ocurrido algo parecido pero creo que cada uno vive su particular circunstancia y, en todo caso, es deber nuestro pensar sobre la realidad cuyas tripas mejor conocemos. Seguir ignorando a esos millones de ciudadanos que el domingo 7 de junio decidieron no acudir a las urnas e insistir en análisis urdidos exclusivamente sobre los resultados de tal o cual formación política, me parece ya un signo de abierta temeridad.
Quien imputa esa desgana electoral al carácter abstruso de las polémicas europeas, es preciso contestar que es una función del político explicarlas de forma que sean entendibles por cualquier ciudadano en condiciones de votar. Porque los políticos tienen -tenemos- el privilegio de contar con altavoces de los que los ciudadanos no disponen y esos altavoces han de ser utilizados rectamente para hacer pedagogía, para enseñar las cuestiones que se abordan en Europa, la forma en que se toman las decisiones, que es larga y enrevesada, pero a las que no les falta su lógica. Y aclarar que el Parlamento o la Comisión de Bruselas se ocupan de asuntos de nuestra vida cotidiana y que nada de cuanto en esos círculos acontece nos es ajeno. Unas veces nos beneficiarán las normas europeas, otras nos sentiremos perjudicados, pero siempre estaremos concernidos por ellas porque ya se ha difuminado la línea que separaba las cuestiones nacionales de las europeas, imbricadas como están todas ellas de forma fatal e inevitable.
Nada de esto han hecho las fuerzas políticas mayoritarias españolas. Todos tendremos nuestras culpas -unos más que otros- pero, si me refiero a esos partidos y me atrevo a interpelarles con la pluma, es porque son los que cargan con una mayor responsabilidad al ser quienes disponen de mayores medios para hacerse oír entre la ciudadanía. Nada menos que en dos ocasiones han podido debatir ante las cámaras de televisión durante un apreciable espacio de tiempo y lo han (des)aprovechado para lanzarse mutuas descalificaciones e inyectar en el discurso una sarta de ingeniosidades de bisutería. Cuando no a sacar a pasear fantasmas renqueantes como los GAL o el Prestige, o personajes como Franco que yace felizmente mudo en desmayo de historia. Por cierto, en este último caso, haciendo una vez más verdad lo que en una ocasión me decía un inteligente periodista alemán respecto de su país: fíjese usted que, cuanto más nos distanciamos de Hitler en el tiempo, más crece la oposición a su régimen político.
A los ciudadanos -lo hemos podido comprobar quienes hemos andado por las plazas hablando con españoles de carne y hueso- les interesan problemas como el de la leche o el carbón, la pesca, Bolonia, los alimentos transgénicos, la transparencia de los bancos... ¿Alguien ha oído hablar de ellos en esos debates televisivos, hablar -quiero decir- con argumentos tersamente explicados, aclarados por lo menudo a ese ciudadano normal que está ávido de una información responsable y de oír una clara postura a quienes solicitan su voto?
Nada de esto ha ocurrido y ésta es una de las causas que han alejado al votante de su compromiso. La tergiversación más rudimentaria se ha impuesto en el escenario político de las últimas semanas empleándose, por cierto, métodos que en la publicidad comercial están rigurosamente prohibidos porque en ella no se permite descalificar el producto de la competencia. Es más: en los últimos días de la campaña, ésta se convirtió, no en una confrontación entre programas políticos a desarrollar en el marco de las instituciones europeas, sino en un plebiscito, es decir un combate cuerpo a cuerpo entre dos políticos, A y B, ninguno de los cuales -¡encima!- se presentaba a las elecciones.¿Se puede concebir mayor despropósito?
Es de mala crianza -y lo que es más grave: devastador para el sistema político- demostrar tan poco respeto por los ciudadanos. Esa función pedagógica del político a la que antes me refería obliga a distinguir entre una elección al Parlamento nacional de la que se celebra para formar el Pleno de un Ayuntamiento o la Asamblea de una Comunidad autónoma. No es lícito mezclar los asuntos porque hacerlo es instalar la chapuza en el discurso y sembrar el desconcierto entre los oyentes. De la misma forma que mezclar los temas es ardid del mal estudiante que espera así que cuele o pase desapercibida su ignorancia.
Estábamos en estas últimas semanas ocupados en el empeño de mandar a unos representantes al Parlamento europeo y ese era el guión al que resultaba obligado atenerse. Emitir señales de confusión interesada es contribuir a socavar la seriedad del sistema que a todos nos acoge y que entre todos debemos mimar.
Hacerlo además utilizando de manera abusiva los medios públicos de (des)información -los que pagamos todos los españoles (RTVE)- es descaro que debería ruborizar a quienes lo han practicado porque les degrada. Que tales medios están a disposición del gobernante de turno es triste realidad con la que ya parece obligado convivir, el asunto viene de lejos y de nada han servido las comisiones de sabios que se han formado para erradicar un mal que tiene raíces bien adheridas al suelo de la impudicia. Pero los extremos a que se ha llegado en la campaña europea desbordan cualquier previsión por osada que ésta hubiera podido ser.
Quienes, desde esos medios públicos, se atrincheran tras los acuerdos de la Junta electoral para tratar de blanquear sus trapacerías sectarias olvidan que la tal Junta acaso no sea un modelo de administración electoral, pero desde luego nunca ha emitido norma alguna que ampare el hecho de que todos los telediarios se engolfen, demoren y concentren en las imágenes de los mítines de los partidos mayoritarios como si no hubiera otra realidad electoral ni casi otra realidad a secas, absorbido todo el material informativo por los aspavientos de unos actores omnipresentes y -todo hay que decirlo- un poco cargantes por lo que tienen de sombras despiadadamente reiterativas.
La seriedad del derecho a la información del artículo 20 de la Constitución y la consistencia de nuestro sistema democrático están en juego. Me temo que sean bagatelas para más de uno.