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La insoportable gravedad del Código Penal (II); por Enrique Gimbernat, Catedrático emérito de Derecho Penal en la Universidad Complutense

26/01/2009
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El día 23 de enero de 2009, se publicó en el diario El Mundo un artículo de Enrique Gimbernat en el cual el autor opina que el Anteproyecto de Código Penal de 2008 es tan politicocriminalmente funesto y técnicamente equivocado como coherente con las predominantemente desastrosas anteriores reformas de populares y socialistas. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

LA INSOPORTABLE GRAVEDAD DEL CÓDIGO PENAL

De entre los numerosos defectos politicocriminales y técnicos del Anteproyecto del Código Penal de 2008 aprobado por el Gobierno, quiero ocuparme aquí de dos de ellos.

En primer lugar de la nueva “pena de libertad vigilada”, que se extiende hasta los 20 años y que se empieza a ejecutar una vez cumplida la prisión, con lo que, en el supuesto de los delitos más graves -de los sancionados con 40 años de cumplimiento íntegro de prisión- la pena efectiva alcanza una duración de 60 años: por consiguiente, quien es condenado a los 30 años de edad habrá extinguido su pena con 90, y el condenado a la edad de 40 años, cuando haya cumplido los 100. Esa “pena”, según la Exposición de Motivos, obedece a consideraciones de “prevención especial”, es decir: se impone a los delincuentes potencialmente peligrosos para impedir que cometan nuevos hechos punibles.

Con ello, el prelegislador español está desconociendo la elemental distinción -acogida unánimemente tanto por la legislación de los países democráticos como por la doctrina- entre pena y medida de seguridad. La pena, independientemente de que debe estar orientada a la reinserción, tiene un carácter aflictivo, ya que se impone por un delito efectivamente cometido, mientras que la medida de seguridad se aplica, una vez purgada la pena, en función de la peligrosidad del delincuente y no puede tener carácter aflictivo alguno, sino solamente uno terapéutico y cautelar para que el autor no vuelva a reincidir, lo que se entiende por sí mismo: la sociedad tiene todo el derecho a poner los medios para que el violador que ha extinguido la pena no vuelva a cometer ulteriores delitos contra la libertad sexual -internándole incluso, si ello es absolutamente necesario, y hasta que cese su peligrosidad, en un establecimiento de terapia social-, pero esa medida (de seguridad) no es una pena: porque el autor no tiene la culpa de ser peligroso y porque lo único por lo que se le puede castigar es por un hecho que ya ha cometido, y no por otro que ni ha ejecutado ni tal vez nunca iba a ejecutar.

Ignorando esa distinción elemental, los autores del Anteproyecto llaman “pena” a lo que técnicamente es una “medida de seguridad” y obligan al juez a imponerla en el momento de dictar sentencia, lo que supone desconocer el sentido y el fin de esa consecuencia jurídica, porque si la “libertad vigilada”, como reconoce la E de M, tiene su fundamento en la “prevención especial”, ¿dónde está la bola de cristal que ha permitido al legislador adivinar que un delincuente va a seguir siendo peligroso 40 años después de haber sido condenado?

La medida de seguridad basada en la peligrosidad sólo tiene sentido imponerla una vez extinguida la condena, porque ese es precisamente el momento en el que hay que elaborar el pronóstico de si mantiene o no la tendencia a cometer ulteriores delitos, medida que desde siempre he defendido que se debe aplicar -cuando el pronóstico sea desfavorable- a los delincuentes sexuales, y ello por dos motivos: en primer lugar, porque se trata de infracciones especialmente graves y, en segundo lugar, por el alto índice de reincidencia en esa clase de delitos. En cambio, la imposición preceptiva a los terroristas de la “libertad vigilada” está en contradicción con la razón de ser -peligrosidad- de esa “medida de seguridad”, porque en los delitos contra la vida, como demuestran las estadísticas, el riesgo de reincidencia del autor en esa clase de delitos es prácticamente nulo, y nulo sin más cuando a quien se le quiere aplicar es a un anciano que, después de la reforma de 2003, sólo puede salir de la cárcel cuando ha cumplido ya los 70 o los 80 años de edad.

Siguiendo el modelo anglosajón, ampliamente criticado por la doctrina continental, el Anteproyecto establece ahora la responsabilidad penal de las personas jurídicas, lo que vulnera los principios de responsabilidad personal y de culpabilidad, principios que fueron consagrados como una gran conquista en la reforma penal de 1983. Me resisto a creer que los autores del Anteproyecto hayan sido conscientes de la trascendencia que implica esa reforma. Porque, según el artículo 430.2 del Anteproyecto, si el administrador de una sociedad anónima comete un delito de cohecho o de tráfico de influencias, la responsabilidad penal no sólo le alcanza al autor, sino también a la entidad a la que haya beneficiado esa conducta penalmente ilícita.

Es decir: que si un apoderado del Banco de Santander soborna a un funcionario, el tribunal, imperativamente, tiene que suspender todas las actividades de esa entidad financiera y clausurar igualmente todas sus sucursales. Pero ¿en qué cabeza cabe que por la actuación individual de una administrador desleal tengan que responder los miembros del consejo de administración que ignoraban esa actividad delictiva, los millones de accionistas, empleados y depositantes del banco y, en definitiva, todos los españoles que resultarían afectados por el terremoto financiero y económico que supondría la clausura del primer banco nacional?

Como he tratado de exponer a lo largo de esta Tribuna, el Anteproyecto de 2008 es tan politicocriminalmente funesto y técnicamente equivocado como coherente con las predominantemente desastrosas anteriores reformas de populares y socialistas.

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