UNA REFORMA INELUDIBLE
La reciente celebración del treinta aniversario de la Constitución ha invitado a muchas reflexiones de diverso signo. No pocas de ellas han analizado la decisión del constituyente de crear un tipo de Estado muy abierto e indefinido en materia territorial. Sobre todo teniendo en cuenta que en los últimos treinta años esta estructura se ha ido transformando sin un modelo claro, a través de reformas estatutarias acordadas entre los dos grandes partidos y también pactos de gobernabilidad entre el partido gobernante y las formaciones nacionalistas. En cierta medida, la praxis de descentralización política flexible y bajo demanda ha sido un éxito, a juzgar por el desarrollo económico del país y el aprecio ciudadano hacia muchos de los servicios que prestan las Comunidades Autónomas. Sin embargo, en la anterior legislatura las seis reformas estatutarias aprobadas apuntan una futura transformación sustancial del Estado en dos direcciones preocupantes. Por un lado, la inestabilidad de la estructura territorial podría aumentar en vez de disminuir. Por otro, la complejidad del Estado crecería de tal modo que los inconvenientes en todos los órdenes serían muy superiores a las ventajas.
La inestabilidad se produce cuando la evolución se convierte en una acelerada transformación sin aspirar a una racionalidad de conjunto. Las asimetrías introducidas de modo especial por el nuevo Estatuto catalán han provocado que otras Comunidades Autonómicas reclamen seguir asumiendo competencias del Estado. La futura tendencia autonómica puede ser una incontrolada puja al alza, en la que se busque con todavía más ahínco la igualdad en la diferenciación, algo que ya hemos comenzado a experimentar en las últimas décadas. Este deseo de igualación a toda costa es respondido por parte de algunas de las Autonomías a través de planteamientos de un autogobierno próximo a la independencia. La Administración General del Estado de las próximas décadas corre el riesgo de ser cada vez más residual en muchas Comunidades Autónomas y, lo que es peor, el conjunto del Estado puede ser sometido a una desordenada y permanente reforma de abajo arriba en una dirección plurinacional, ante la dinámica de mutaciones continuas de sus bastante desiguales regiones.
El segundo problema del Estado Autonómico es su nivel creciente de complejidad. La capacidad legislativa autonómica en cada vez más materias está siendo utilizada con frecuencia en la búsqueda de una diferenciación y como medio para obtener una influencia excesiva por parte de las autoridades sobre las iniciativas económicas y sociales. La multiplicidad y superposición de normas debilita la seguridad jurídica y supone un sobrecoste al ciudadano. Además, desincentiva la inversión nacional y extranjera y la movilidad en todo el territorio español de los factores de producción, empezando por la de los trabajadores y los profesionales. Las distintas velocidades en el seno del Estado y los diversos modelos de financiación inconciliables entre sí añaden aún más complejidad institucional y jurídica.
La sociedad civil en todos los países de nuestro entorno valora cada vez más lo contrario, la libertad, la transparencia, las economías de escala y la eficiencia y profesionalidad a la hora de gestionar cualquier política pública, con independencia del debate competencial. La aguda crisis económica además demanda cada vez más objetividad en la fijación de las reglas del juego por las autoridades.
A la hora de buscar soluciones a la fragmentación política y las tendencias desarticuladoras, es necesario plantear una reforma constitucional de la que una gran mayoría de ciudadanos saldría beneficiada y no basta con esperar a los pronunciamientos del Tribunal Constitucional, por mucho que éstos corrijan algunos de los efectos negativos de los nuevos Estatutos. Sorprenden los recientes planteamientos contrarios a la reforma hechos por el presidente del Gobierno al afirmar que no se trata de algo prioritario o imprescindible, como si el futuro del país no estuviese condicionado por la mejora de las reglas del juego. Tampoco es convincente la alternativa modesta de un pacto político entre los dos principales partidos sobre cuestiones autonómicas, cuando a estas alturas éste tipo de acuerdo tendría el mismo coste político que la reforma y sería mucho más inestable e ineficaz que el perfeccionamiento de la Constitución.
En cualquier caso, el principal problema de nuestra estructura territorial no es la cuestión de las identidades o la mayor o menor profundización en la descentralización sino la viabilidad y el carácter atractivo del Estado resultante. Nuestras Comunidades Autónomas tienen grandes diferencias entre sí de nivel de renta, de identidad y de tamaño, lo que requiere un gobierno y una administración central con capacidad de arbitrar, garantizar valores fundamentales en nuestro ordenamiento, generar confianza en nuestra economía e incentivar las iniciativas sociales.
Además, en los actuales debates sobre la reforma constitucional, se olvida con frecuencia una realidad básica: España es un Estado miembro y pertenece a una comunidad política más amplia. Nuestro país ha transferido desde 1986 el ejercicio de muchas competencias a la Unión Europea y en buena parte se gobierna desde Bruselas, una realidad que hace más necesaria la coordinación y actuación eficaz del Gobierno central. Las reglas y las instituciones comunitarias no sólo limitan lo que puede hacer un país en el día a día sino también ofrece orientaciones de gran calado para abordar esta empresa. Hoy en día el contexto europeo exige dar un papel muy importante al Gobierno central en la gestión de los asuntos europeos, que son casi todos domésticos, conforme a tres principios de actuación: el arbitraje y decisión última en la formación de la voluntad estatal ante Bruselas; la responsabilidad máxima para representar y negociar en el Consejo de Ministros de la UE; y la garantía del cumplimiento de las obligaciones comunitarias, lo que lleva a la coordinación de actores infraestatales y a la armonización de normas cuando sea necesario e incluso conveniente para los intereses nacionales en la Unión.
La situación actual de la UE debería llevar a reforzar estos principios y, por tanto, fortalecer el papel del Gobierno central. Nuestro país tiene muchas cosas que defender con una sola voz en los próximos años. La UE está orientada, como un sistema de pesos y contrapesos, a permitir el pluralismo de lealtades, y no sólo la europea y la nacional, sino también, por reflejo, la estatal y la regional. Pero Bruselas requiere interlocutores autorizados y ágiles de cada Estado que negocien en nombre de todos sus ciudadanos. El contenido de la futura reforma constitucional debería pensarse a partir de nuestra condición de Estado miembro en esta cada vez más complicada Unión. Al introducir estos argumentos europeos se relativizan algunas de las dicotomías izquierda-derecha y centro-periferia.
Tras treinta años de andadura constitucional hay suficiente perspectiva y experiencia para abordar una reforma de la Constitución en materia territorial y hacer que funcione mejor lo que Juan Pablo Fusi ha llamado un Estado del Bienestar descentralizado. Desde un punto de vista político es una tarea ardua y exigente, como lo fue la transición que culminó en el texto de 1978. Si la generación actual elude dicha responsabilidad, España como actor europeo e internacional tendrá cada vez menos influencia y capacidad de negociación y perderemos la oportunidad de asegurar una convivencia más libre, estable y próspera en el seno del Estado.