UNA SENTENCIA LAMENTABLE Y SU INTERPRETACIÓN
Y, finalmente, el 26 de junio, el Tribunal Constitucional (TC) concluyó la esperada sentencia sobre la Ley Orgánica de Amnistía. Es una larga sentencia, de 209 páginas, a las que se han de añadir las 315 páginas de los votos particulares de los magistrados disidentes; en total ¡524 páginas!
Hacía ya tiempo que no tenía una sensación tan profunda de desazón ante una sentencia de un tribunal de justicia español. He sentido frustración más de una vez al ver cómo el Tribunal Constitucional o el Tribunal Supremo perdían la oportunidad de asentar determinada doctrina, o de dejar resuelto en plenitud, sin cabos sueltos, un asunto concreto, como ocurrió con la sentencia del TC sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña, en junio de 2010, o la sentencia del Tribunal Supremo, en octubre de 2019, sobre el golpe del procés. Sin embargo, nunca como ahora había visto a un tribunal retorcerse en su argumentación a fin de obtener un resultado claramente contrario a Derecho, que venía predeterminado políticamente.
La verdad es que el trabajo del TC venía facilitado por el larguísimo preámbulo de la ley orgánica (nueve páginas, del total de 17) y por el contenido del acuerdo PSOE-Junts, de 9 de noviembre de 2023, que permitió la formación del actual Gobierno de Pedro Sánchez. Ambos textos han aportado la sustancia en la que se basa la argumentación de la sentencia del TC. Y es que, efectivamente, la práctica totalidad de los argumentos contenidos en el preámbulo de la ley han sido recogidos en los fundamentos jurídicos de la sentencia; en algunos casos, casi al pie de la letra.
Pero, desde mi punto de vista, toda la larga argumentación del TC cae y se convierte en inútil por el hecho de que el tribunal vulnera tres principios básicos, dos de los cuales son el fundamento en el que se sustenta el edificio jurídico del Estado democrático y constitucional.
El primer principio se refiere al concepto y significado de la Constitución como pacto fundacional del Estado; el segundo principio se refiere al papel del Parlamento, las Cortes Generales, como poder constituido, previsto y regulado en la Constitución; y el tercer principio es la primacía del Derecho de la Unión Europea.
Son cuestiones que pueden parecer complejas y difíciles de entender para el público no especializado, pero que, en realidad, no lo son tanto, si bien la pobre y rebuscada argumentación del TC parece querer envolver en complejidad lo que verdaderamente es muy claro y sencillo desde el primer momento.
En primer lugar, el TC ignora el concepto y significado de la Constitución como pacto fundacional del Estado. La filosofía que inspira la creación del Estado democrático liberal -cuando menos, desde Locke hasta nuestros días- concibe la Constitución como un contrato, como un pacto que los ciudadanos -el poder constituyente- concluyen entre sí para crear el Estado. Y crean el Estado precisamente para que los proteja.
Pero, como a ese Estado le atribuyen un enorme poder para que pueda ejercer sus funciones -el “monopolio de la violencia”, en términos de Max Weber-, deciden limitar ese poder, primero, atribuyéndole sólo determinadas funciones y competencias, que figuran detalladas de forma expresa en la Constitución; y, segundo, estableciendo en la misma Constitución mecanismos que permiten controlar y limitar la utilización de ese poder por parte de las instituciones del Estado, con el fin de evitar su abuso. Pues, como decía Montesquieu, “sólo el poder frena al poder”.
Esto significa que las instituciones del Estado sólo pueden hacer aquello que la Constitución les atribuye expresamente; en otras palabras, aquello que los ciudadanos -el poder constituyente- les han atribuido. Y, en este caso, los ciudadanos, el poder constituyente que redactó la Constitución de 1978, no atribuyó a las instituciones del Estado el poder de dar una amnistía. Es más, muy al contrario, la cuestión fue debatida durante el proceso constituyente y los redactores de la Constitución decidieron entonces no incluir la amnistía en el texto constitucional; es decir, decidieron no atribuir a las instituciones del Estado esa potestad.
Los magistrados del TC lo saben muy bien y, sin embargo, al menos seis de ellos -la mayoría- han decidido ignorar esto y encubrir su ignorancia con una retorcida y fútil argumentación jurídica.
En segundo lugar, en línea con lo anterior, en un Estado constitucional como lo es el nuestro, es decir, con una Constitución formal cerrada -que sólo prevé su modificación a través de los procedimientos de reforma que ella misma establece-, no cabe atribuir a ninguna institución del Estado -tampoco al Parlamento- un poder que no tenga explícitamente reconocido en la Constitución ni, por tanto, asumir un poder de cambiar la Constitución que sólo puede ejercerse a través de los procedimientos de reforma previstos. Procedimientos que pueden requerir, en algunos casos, el pronunciamiento de los ciudadanos a través de referéndum; es decir, la activación del poder constituyente.
Las Cortes Generales, pues, no pueden asumir un poder -la aprobación de una amnistía- que la Constitución no les ha atribuido. Tal acción es una extralimitación, un abuso de poder claramente contrario a la Constitución y a la voluntad del poder constituyente. Y ello no tiene nada que ver con el carácter democrático del Estado, ni con la centralidad del Parlamento; argumentos que utiliza el TC para justificar su decisión.
El Parlamento es verdaderamente “central” en nuestro sistema, que es, además, “democrático”; pero por eso mismo está sometido a la Constitución y a la voluntad suprema del poder constituyente. Lo contrario lo convertiría en un poder antidemocrático, despótico, ilimitado, contrario a la voluntad del único poder soberano, que es el constituyente, el redactor de la Constitución.
Y, en tercer lugar, el principio de primacía del Derecho europeo supone que el Derecho de la UE, en todo aquello en lo que la Unión tiene competencia, prima sobre el Derecho de los Estados miembros -incluida su Constitución-; y, para asegurar que esta primacía es efectiva, el ordenamiento jurídico de la UE atribuye a los jueces de la Unión -el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE)- y de los Estados miembros la función de asegurar su cumplimiento.
En este sentido, y para que esto se haga de una manera coherente, el Tratado de Funcionamiento de la UE (TFUE) prevé un mecanismo -la cuestión prejudicial- que permite a los jueces nacionales preguntar al TJUE si una norma nacional que han de aplicar en un procedimiento en el que tengan que emitir una sentencia -y antes de hacerlo- se adecúa o no al Derecho de la UE. La decisión de acudir al TJUE, o de no hacerlo, la pueden adoptar los jueces nacionales de oficio o a instancia de una de las partes en el procedimiento; pero, si ese tribunal es la última instancia de apelación en ese orden judicial, el juez nacional está obligado a presentar la cuestión al TJUE antes de emitir su sentencia, como establece el apartado tercero del artículo 267 del TFUE.
La norma es meridianamente clara. No cabe duda interpretativa al respecto. Y, sin embargo, el TC ha rechazado acudir al TJUE utilizando una larga y abstrusa argumentación, en la que mezcla argumentos referidos al control de constitucionalidad de la norma, al concepto de invalidez o de inaplicabilidad de la norma, etc. Todo eso es absolutamente fútil, dado que no es relevante. Estamos ante la exigencia de un trámite procedimental previo a la sentencia que el TC ha incumplido, violando el Derecho de la UE, y esto puede traer graves consecuencias, como la nulidad del procedimiento y la inaplicabilidad de la sentencia. Inaplicabilidad que puede ser declarada por cualquier juez o tribunal español que tenga que pronunciarse sobre la cuestión.
Y esto no es nuevo: ya lo hemos visto en otros Estados miembros de la UE -Polonia, Hungría, Rumanía...-, en los que el TJUE hubo de afirmar que los jueces nacionales están obligados a inaplicar aquellas sentencias de su propio Tribunal Constitucional que vulneren el Derecho de la UE. Además, claro, de la obligación que tiene España de aplicar la sentencia que en su momento emita el TJUE, bajo pena de sanción de multa, que puede ser de varios millones de euros.
Todo esto es verdaderamente lamentable. Jamás pensé que España y nuestro TC fuesen a convertirse en uno más de esos ejemplos de violación de los principios básicos del Estado de Derecho que criticamos cotidianamente en nuestras clases y reuniones académicas. Siento pena y vergüenza.
Se atribuye al presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido, la frase de que jueces y fiscales deberían arrastrar la toga por el polvo del camino, queriendo con ello manifestar la necesidad de la cercanía de la magistratura con la realidad de los ciudadanos. Me temo, sin embargo, que, en este caso, el TC la ha arrastrado demasiado.