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REFORMAR LA CONSTITUCIÓN SIN DESTRUIRLA; por Manuel Jiménez de Parga, Ex-Presidente del Tribunal Constitucional

19/12/2007
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Ayer, día 18 de diciembre de 2007 se publicó, en el diario ABC, un artículo de Manuel Jiménez de Parga en el cual el autor opina sobre la sobre la reforma de la Constitución. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

REFORMAR LA CONSTITUCIÓN SIN DESTRUIRLA

Es una práctica habitual en las democracias modernas realizar periódicamente modificaciones en sus textos constitucionales. Por ejemplo, en Francia, a partir de 1992 y sólo en seis años, se llevaron a cabo media docena de reformas. Pero estas revisiones incesantes en casi todos los grandes países respetan escrupulosamente los principios esenciales y las normas básicas del sistema establecido. Se presentan como reformas del edificio jurídico-político, con el propósito de mejorarlo. Nunca son una embestida a los cimientos para destruir el modo de ser y de convivir que la Constitución formaliza.

Conforme transcurre el tiempo y se amarillean las páginas en que nuestra Constitución fue escrita, se pone de manifiesto que resulta oportuno y conveniente efectuar algunas modificaciones. En los últimos veintinueve años han cambiado profundamente las circunstancias con las que hacemos nuestra vida. Ahora nos hallamos inmersos en “la sociedad en Red”, muy distinta de la que era la nuestra en el momento de elaborar la Constitución. Debemos completar la tabla de los derechos fundamentales y de las libertades públicas. Y hemos comprobado, en este período de convivencia democrática, que determinados preceptos de la Gran Carta de 1978 han sido equivocadamente interpretados y mal aplicados.

Va calando en la opinión pública, poco a poco, que la legislación electoral desfigura la voluntad general de los españoles. Unas minorías políticas, con una representación excesiva en el Congreso de los Diputados, disfrutando de unas inconstitucionales primas de hecho, imponen sus criterios y condicionan al Gobierno de España. No son los partidos-bisagra que facilitan el funcionamiento de las democracias de bipartidismo dominante, ya que tales partidos, donde existen, se extienden por todo el territorio del Estado, con dimensiones espaciales iguales a las de los dos grandes.

Lo anómalo de lo que sucede en España -y causa sorpresa a los colegas extranjeros, grandes maestros del Derecho constitucional algunos- es que unos partidos que sólo tienen arraigo en unas zonas territoriales reducidas se erigen en árbitros de toda la política nacional.

Los resultados de la mala configuración de la voluntad popular saltan a la vista. Incluso los observadores poco atentos empiezan a darse cuenta de que se están produciendo graves discriminaciones entre los españoles. Las papeletas de voto no tienen el mismo valor en unos sitios y en otros. Se ha convertido en papel mojado la bella proclamación del artículo 139.1 de la Constitución: “Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado”.

Y sin pretensiones de una enumeración exhaustiva, hemos de señalar la ineficacia normativa, en determinados lugares, del artículo 3.1 de nuestra Constitución: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla”.

Con una notable ignorancia de lo que es Cataluña y de lo que es el País Vasco, los políticos con poder se lanzaron, desde el inicio de la Transición, a reestructurar la organización territorial de España. Y se aprobó el Título VIII de la Constitución, dejando abiertas las puertas para que los independentistas amenazaran un día con utilizarlas. Se pecó de falta de conocimiento y de ingenuidad.

Ante el panorama de incógnitas que nos acucian, hay que reaccionar con los instrumentos que nos proporciona el texto constitucional. Debemos apostar por una democracia capaz de defenderse a sí misma. Y si el artículo 150.2 admite la posibilidad de que el Estado transfiera o delegue en las Comunidades Autónomas facultades correspondientes a materias de titularidad estatal, esa transferencia o delegación es susceptible de un recorrido en sentido inverso, o sea recuperando el Estado las facultades que le son propias.

Y es competencia exclusiva del Estado, según el artículo 149.30 de la Constitución, dictar las normas básicas sobre la educación, regulada en el artículo 27, donde se precisa en su apartado 8 que “los poderes inspeccionarán y homologarán el sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las leyes”. Fue un error quitar importancia a la enseñanza que se impartiría en las distintas zonas de España. Salvo que el Estado asuma la inspección y homologación que le corresponde, la sociedad española se integrará con ciudadanos a los que se dieron en las aulas escolares versiones distintas de la historia de España, y en las que se supervaloraron los entornos territoriales próximos y se infravaloraron, o desconocieron, los monumentos históricos de otras regiones peninsulares. Y no se tendrá en cuenta lo que se proclamó el año 1812 en Cádiz: “El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas”.

En esa enseñanza que debería ser uniforme en todas las zonas de España, hay que recordar la vigencia de unos principios que dan fundamento y razón de ser a las normas constitucionales concretas. Así lo afirmó el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre la ley de partidos políticos.

Repito: la democracia capaz de defenderse a sí misma. Una interesante resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Eike Erdel contra Alemania, 2007) ha estimado que son suficientes las sospechas de que alguien puede atentar contra el orden democrático -dudas, desconfianza y recelos de una Oficina Federal- para aplicar al sospechoso la dureza de la ley. Confiemos, pues, en que Batasuna no será allí amparada.

No es la primera vez que escribo sobre la reforma de la Constitución. Me causó inquietud el Decreto de 18 de marzo de 1977, dictado para las elecciones del 15-J y mi crítica apareció en las páginas de los periódicos. Esa fórmula electoral -presentada como provisional y sólo para los primeros comicios democráticos- fue acogida en la ley de 1985. También me atreví a denunciar públicamente y por escrito los cambios en el modo de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. La diferencia entre aquellas observaciones mías de tiempos lejanos y las que ahora reitero es que ya no soy una voz solitaria sino que muchos se están manifestando a favor de la reforma del Ordenamiento jurídico. Espero que no sigamos clamando en el desierto.

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