EL FIN NO JUSTIFICA LOS MEDIOS, TAMPOCO EN LA FISCALÍA
El tribunal Supremo ha condenado finalmente al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, a dos años de inhabilitación y multa de 7.200 euros, además de una indemnización de otros 10.000 a Alberto González Amador, por una mayoría de cinco magistrados de siete. Llegados a este punto, me gustaría compartir unas reflexiones, no ya como jurista, sino como una ciudadana más.
La primera, y muy obvia, es que este juicio se ha vivido con una intensidad y una polarización -probablemente, debido al papel protagonista de algunos periodistas y medios de comunicación, tanto por una parte como por otra- que resulta muy sorprendente, incluso en los tiempos que corren, que si por algo se caracterizan es por su capacidad para sorprendernos, y no precisamente para bien.
El juicio oral se ha parecido más a un partido de fútbol que a un juicio, por importante que sea. Lo de menos eran las normas procesales, los indicios, los informes, los testimonios, las partes e incluso el acusado: lo demás era ganar el relato político.
A un lado, las defensas, alineadas con el fiscal general, pero sobre todo con el Gobierno, olvidando que un fiscal general no es un miembro más del Ejecutivo, aunque a estas alturas lo parezca. Al otro, las acusaciones, que (voluntaria o involuntariamente, puesto que ahí hay un poco de todo, incluida una asociación de fiscales y el Colegio de la Abogacía de Madrid) estaban alineadas con la postura de la Comunidad de Madrid. Enfrente, los ciudadanos, que hemos contemplado estupefactos cómo algo tan serio como el juicio oral a una de las máximas autoridades del Estado, cuya función además es la de velar por la legalidad, se ha convertido en un reality. En este, los espectadores se permiten lanzar mensajes en redes sociales o en medios de comunicación a favor o en contra del acusado, incluido el presidente del Gobierno y varios ministros (a favor de su inocencia).
Me temo que con el fallo conocido ayer, y más al no haberse alcanzado la unanimidad, la mitad de la población (o de sus representantes o sus medios de cabecera) estará convencida de que hay lawfare o prevaricación porque ya les habían dicho que había que absolver sí o sí.
La segunda reflexión es que el cáncer de la politización de nuestras instituciones parece estar haciendo metástasis de una manera que resulta descorazonadora para quienes intentamos seguir confiando en ellas. El fiscal general del Estado nunca se debió sentar en el banquillo en su condición de tal. Es decir, cuando se le abrió juicio oral, tenía que haber dimitido precisamente para preservar la institución, que es más importante que su titular. Por cierto, esto es exactamente lo que prevé la ley para el caso de que se abra juicio oral contra cualquier fiscal o cualquier juez: no puede seguir en su puesto, precisamente para no confundir a la persona -que puede, efectivamente, ser falible y cometer un delito- con la institución -que no puede delinquir-. Esta regla no se aplica al fiscal general del Estado porque, como tantas otras cosas que empezamos a normalizar, a ningún legislador sensato se le ocurrió que podía darse esta situación.
Esta situación ha supuesto que sus subordinados se hayan ocupado de defenderle (siendo fiscales, en una situación normal habrían acusado o al menos no habrían defendido al acusado); que miembros de su asociación, la Unión Progresista de Fiscales, se hayan comportado como una claque maleducada; que haya habido risas en la sala en la presentación del informe de la UCO -que resulta que actúa como policía judicial y que trabaja día a día con los fiscales en numerosas causas penales en este país-; o que la Abogacía del Estado, representada por una ex abogada general del Estado y ex alto cargo del Gobierno, haya protagonizado interrogatorios de testigos, como el de la fiscal Almudena Lastra, realmente sorprendentes por el fondo y por la forma. En fin, un desastre institucional con mayúsculas que, me temo, no va a solucionarse fácilmente.
Llegados a este punto, conviene recordar cómo empezó todo esto. La pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid entró en negociaciones con la Fiscalía (a través de su abogado) para lograr una sentencia de conformidad en torno a la comisión de un delito fiscal. Lo interesante es que, en un principio, en la Fiscalía nadie sabía que se trataba del novio de Isabel Díaz Ayuso y, por tanto, era un ciudadano particular que se encontraba ante un posible delito fiscal y que prefería llegar a un acuerdo para evitar un juicio oral.
El problema surge cuando la tentación de utilizar políticamente esta situación se demuestra demasiado grande para nuestros políticos. Todo ello, teniendo en cuenta que, además, los posibles delitos eran anteriores a su relación y, en todo caso, procedían de declaraciones del Impuesto de Sociedades. Es decir, que no solo no eran jurídicamente reprochables a la presidenta, sino que incluso políticamente era absurdo exigirle alguna responsabilidad por este motivo, más allá del ruido mediático.
Aquí me interesa apuntar que, desde un punto de vista técnico-jurídico y procesal, es absolutamente irrelevante que la iniciativa de pedir la conformidad partiese del abogado de González Amador o de la Fiscalía: es absolutamente habitual que sea una parte u otra; y nadie, cuando se trata de un ciudadano particular, le da a esto mayor relevancia porque no la tiene. Lo importante es que hay un reconocimiento de los hechos concretos y que se quiere llegar a una conformidad sobre la sentencia y la pena a imponer. Esto es importante, porque aquí se inicia el despropósito del relato, o el relato del despropósito, como prefieran.
Como es sabido, el jefe de gabinete de la Presidenta Díaz Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez -que si algo ha dejado claro en su trayectoria política anterior y actual es que para él todo vale si se trata de ganar-, decidió que para proteger la reputación de su jefa (así lo manifestó en el juicio oral) lo mejor era insinuar que era el fiscal quien había propuesto la conformidad -pese a que esto es jurídicamente irrelevante- pero que la Fiscalía General lo había impedido. Que esto eran meras especulaciones suyas lo reconoció también en su testimonio en el juicio oral. En suma, se trataba de iniciar un relato donde la presidenta de la Comunidad de Madrid, y por extensión su pareja, se presentaba como víctima en este caso de la Fiscalía General. Por otra parte, lo del victimismo de nuestros políticos es el signo de los tiempos: recordemos sin ir más lejos la carta a la ciudadanía del presidente del Gobierno con ocasión de la investigación sobre su esposa.
De aquí arranca la convicción -también expresada por el fiscal general en las conversaciones no borradas por su subordinada- de que “hay que ganar el relato”. La pregunta del millón es por qué un fiscal general tiene que ganar ningún relato a nadie. O si la suya es una institución que tiene que combatir las insinuaciones, bulos o falsedades de un político en activo, por mucho que le molesten. A mi juicio, no. Pero incluso aunque la respuesta fuera afirmativa, lo que está claro es que si se hace, ha de ser respetando escrupulosamente la legalidad vigente. Para eso es fiscal general y no el diputado de un partido de la oposición de la Asamblea madrileña ni un ministro del Gobierno. Si no se entiende esto, ni que en una institución como la Fiscalía General del Estado (en realidad, en cualquier institución) el fin no justifica los medios, ni que todo vale para combatir un relato (por falso que sea), creo que hemos perdido el norte institucional y que puede pasar cualquier cosa. En suma, tenemos encima una crisis institucional tremenda por algo tan absurdo como ver quién gana un relato.



















