ESTRATEGIA POR INFRAESTRUCTURAS DE CALIDAD
El mundo atraviesa una etapa convulsa, marcada por tensiones geopolíticas, incertidumbre económica y el reto de la transición digital y ecológica. En este contexto, España y Europa necesitan reforzar sus políticas públicas con una mirada estratégica que vaya más allá de lo inmediato. Y en esa visión de largo plazo, la inversión en infraestructuras públicas de calidad debe ocupar un lugar central.
El debate no es nuevo, pero en España sigue contaminado por un error recurrente: identificar eficiencia con adjudicación al precio más bajo. Reducir la contratación pública a un concurso de rebajas no solo degrada la calidad de los proyectos, sino que genera efectos perversos. Presiona a la baja a las empresas serias, fomenta prácticas de dumping social, incrementa el riesgo de retrasos y sobrecostes y, en último término, deteriora la confianza ciudadana en la gestión de lo público.
La experiencia internacional y europea señala otro camino. No se trata de gastar más, sino de gastar mejor: incorporar criterios de calidad, innovación, sostenibilidad ambiental y responsabilidad social. Porque lo que está en juego no es un ahorro coyuntural, sino el valor de las infraestructuras durante décadas y el impacto que tienen sobre la vida de la ciudadanía.
Tanto el Tribunal de Cuentas como el Parlamento Europeo han advertido de los riesgos de centrar la contratación exclusivamente en el precio. Hacerlo no garantiza integridad, ni transparencia, ni mucho menos eficiencia. Al contrario, confunde el verdadero sentido del principio constitucional de eficiencia -lograr el mejor resultado posible con los recursos públicos- con una obsesión cortoplacista por el ahorro inmediato.
La corrupción, cuya sombra planea inevitablemente sobre cualquier debate relacionado con la contratación pública, tampoco se combate con criterios exclusivamente económicos. La experiencia muestra que la mejor vacuna contra las malas prácticas es la transparencia real, la rendición de cuentas y un sistema de control riguroso. Y, sobre todo, un modelo de gestión que premie la calidad, porque la opacidad suele anidar precisamente en procesos simplificados y mal diseñados.
En un país como España, con empresas de infraestructuras que son líderes internacionales, apostar por la calidad tiene un efecto añadido: refuerza la marca país.
La ‘estrella polar’ de la contratación pública debe ser, por tanto, el valor y no el precio. Eso exige una transformación cultural en la forma de gestionar. Supone abandonar la desconfianza crónica en el sector privado y apostar por modelos de colaboración basados en la transparencia y en la confianza mutua.
El reto de la transición ecológica y digital, las necesidades sociales de una población envejecida, la exigencia de resiliencia frente a crisis globales como la pandemia o el cambio climático, todo ello reclama infraestructuras modernas, sostenibles y eficaces. Y esas infraestructuras solo son posibles si se adjudican proyectos pensando en el valor que aportan, no en lo poco que cuestan sobre el papel.
Con gestores públicos formados y valientes, con empresas comprometidas con la honestidad y la innovación, con instituciones que apuesten por la rendición de cuentas y con una sociedad civil exigente. Solo así podremos consolidar una nueva cultura en la contratación pública que convierta nuestras infraestructuras en motores de transformación social, y no en focos de sospecha.



















